El proyecto de ley sobre Fiscalía General de la Nación, enviado por el Poder Ejecutivo al Parlamento el 5 de marzo de este año, pretende satisfacer una antigua aspiración de académicos, operadores del sistema judicial y políticos, mediante la constitución de un servicio descentralizado con competencia en el ejercicio del Ministerio Público y Fiscal. Esto se enmarca en un proceso de modificación de normas procesales, inserto en una tendencia regional.

Ese proyecto está a estudio de la Comisión de Constitución, Códigos, Legislación y Administración de la Cámara de Representantes, donde todavía no existe un acuerdo absoluto al respecto y se han ensayado diversos análisis de mérito, de juridicidad y políticos.

No obstante, el Estado, ese Leviatán tan arrogante, comienza a mostrar su desconcierto ante algunas incertidumbres que envuelven la discusión -sutilmente anónima- sobre asuntos que consideraba más firmes e incuestionables. La incertidumbre a la que nos referimos no se debe, estrictamente, una discusión elemental y sensata, sino que evidencia el cristal con el que procesan algunos actores políticos este tipo de iniciativas.

Al día de la fecha, el Ministerio Público y Fiscal es una unidad ejecutora del Ministerio de Educación y Cultura (MEC). Su jerarca máximo, unipersonal, es el fiscal de Corte y Procurador General de la Nación, que, de aprobarse el proyecto, pasaría a ser director del servicio descentralizado.

Algunos legisladores han insistido en la necesidad de que la máxima jerarquía de ese servicio sea pluripersonal, con tres directores en vez de uno. Se fundan en alegaciones vinculadas con la legitimidad democrática de las decisiones. Sin embargo, no existe otro argumento que el de la “cuota política”.

A nuestro modo de ver, la posición ensayada es francamente insostenible por dos motivos principales.

En primer lugar, la creación de un organismo colegiado responde a una voluntad política de representación de mayorías y minorías que politiza la dirección de la Fiscalía. Paradójicamente, la reforma, al igual que en todos los países de la región, tiende a un máximo grado de autonomía del poder político. La mayoría especial requerida para la designación y destitución constituyen la principal garantía de la representatividad y legitimidad democrática en nuestro sistema republicano.

En segundo término, una solución distinta de la jerarquía unipersonal violentaría la Constitución, cuyo artículo 168, numeral 13, multicitado, establece que el fiscal de Corte y procurador general de la Nación es uno solo. Cualquier alternativa implicaría equiparaciones al director y diferenciaciones entre los fiscales, también inconstitucionales. Otra vez se equivocan los adoradores monoteístas de la Constitución.

Además, una integración pluripersonal afectaría la unidad de acción, condición imprescindible para el funcionamiento de la institución. El reclamo responde a un paradigma contrario del sostenido, y carece por lo tanto de honestidad intelectual.

No han sido pocos quienes han sugerido esta solución. Sin embargo, no consta en actas ni se han formulado declaraciones al respecto. Kant sostenía que “todas las acciones relacionadas con el derecho de otros hombres cuya máxima no puede ser pública son injustas”. Explicitar este nivel de discusión significa poner en evidencia prácticas sombrías que, paso a paso, van deslegitimando y minando nuestro orden republicano.

¿Seremos lo suficientemente esquizofrénicos para condicionar la independencia técnica de los fiscales a la existencia de un cargo para la oposición?