El Ejército uruguayo celebra su día cada 18 de mayo, en el aniversario de la Batalla de Las Piedras. Así reivindica una continuidad histórica de su identidad institucional, cuyo origen se ubica en 1811, antes de la creación formal de esa fuerza, antes de la existencia del actual Estado uruguayo y antes incluso de que la Banda Oriental se librara del dominio colonial español. Sin embargo, en el discurso por el Día del Ejército de este año, el comandante en jefe de la institución, general Guido Manini Ríos, insistió en una tesis que vienen planteando desde hace muchos años sus antecesores -así como diversas autoridades civiles y dirigentes políticos-, según la cual los actuales militares en actividad y el propio Ejército como tal no tienen nada que ver con “hechos del pasado” mucho más recientes que aquella batalla. El problema es simple: si hay continuidad institucional, el Ejército no puede poner a su cuenta sólo los hechos históricos que lo enorgullecen, sino que también debe hacerse cargo de los que lo avergüenzan o deberían avergonzarlo.
Manini afirmó que su fuerza, además de “prepararse diariamente” para defender “la soberanía de la Nación, su independencia e integridad territorial, sus instituciones y sus recursos naturales”, es “el comodín que siempre está presente” en una gran variedad de tareas útiles para la comunidad. Los soldados, dijo, sólo piden “reconocimiento” a su “solidaridad sin límites” y “que no se les humille”, “se les desprecie con soberbia”, ni se les denueste “con prejuicios del pasado”.
Poco después, el ministro de Defensa Nacional, Eleuterio Fernández Huidobro, respaldó las afirmaciones de Manini cuando dijo a periodistas que los militares son “estigmatizados”.
Aun aceptando que los soldados realizan tareas útiles (aunque sería bueno discutir si resulta necesario, conveniente y eficiente que todas ellas sean llevadas a cabo por militares, y si su realización justifica la existencia del Ejército), es verdad que los integrantes de las Fuerzas Armadas llevan un estigma, una marca infamante. Pero eso se debe al modo en que sucesivos mandos militares (no “los soldados”) y gobernantes han manejado, hasta hoy, los hechos del pasado. Como está de moda decir, es “un problema de gestión” del pasado.
Manini aseguró que su fuerza mantiene un “compromiso irrestricto con las políticas del Estado”. Pues bien: esas políticas incluyen, por ejemplo, la aprobación en 2009 de la ley sobre “actuación ilegítima del Estado entre el 13 de junio de 1968 y el 28 de febrero de 1985”. En ella, se reconoce que en dicho período se impidió el ejercicio de derechos fundamentales de las personas (incluyendo “su derecho a la vida, a su integridad psicofísica y a su libertad dentro y fuera del territorio nacional”), por “motivos políticos, ideológicos o gremiales” y mediante el “terrorismo de Estado”.
Las “políticas del Estado” en esta materia incluyen también que, en marzo de 2012, el entonces presidente José Mujica, en el recinto de la Asamblea General y ante los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas, haya reconocido, “en nombre de la República Oriental de Uruguay como entidad colectiva y en el marco de los principios de continuidad y sucesión del Estado, independientemente del ámbito temporal y material en que ocurrieron los hechos”, que “al amparo de la llamada ‘doctrina de la seguridad nacional’ se llevó adelante una política sistemática en represión a las organizaciones sociales, sindicales y políticas, así como la persecución de sus integrantes y el control de la entera sociedad civil, expresión todo ello de lo que se denomina terrorismo de Estado”.
También reconoció que, “en el desarrollo de esta doctrina de la seguridad nacional, el Estado uruguayo integró el llamado Plan Cóndor, [...] con Argentina, Brasil, Chile, Bolivia y Paraguay, para desplegar la persecución por razones ideológicas a los habitantes de los países referidos y proceder a su detención y traslado clandestino o decidir el asesinato y desaparición de los detenidos”.
Si el Ejército, como dijo Manini, está comprometido de modo irrestricto con tales políticas, ¿por qué ni este comandante ni sus antecesores han reconocido que la fuerza lleva el estigma de haber planificado y ejecutado en forma orgánica el terrorismo de Estado?
Ocurre que, lógicamente, tal reconocimiento debería ser acompañado por una condena expresa del pasado infamante, y por un activo empeño en lograr, mediante todos los recursos de que dispone la institución, que los crímenes cometidos sean por fin esclarecidos y juzgados. Pero es tan obvio como lamentable que, desde 1985 hasta hoy, los jerarcas de las Fuerzas Armadas y los gobiernos a los que debían acatar renunciaron, con gusto o disgusto, a que se hiciera eso, aunque al mismo tiempo hubiera leyes como la de 2009 y declaraciones como la de 2012.
Una de las consecuencias de esta duplicidad es que no haya sido imperativo, en la formación de sucesivas generaciones de militares, el repudio al terrorismo de Estado. Otra es que se les haya aceptado a militares en actividad y retirados el “no sabe/no contesta” (o la mentira descarada) ante las investigaciones de aquellos delitos de lesa humanidad. Una más es que el bloqueo de esas investigaciones haya contribuido a la impunidad de muchos grandes responsables civiles.
Ya sería hora de que algún comandante comprendiera que no está en deuda sólo con los familiares de las víctimas, sino con la sociedad en su conjunto, con su salud democrática y sus valores más irrenunciables (y también, para decirlo en términos propios del mundo castrense, en deuda con su honor personal y con el de la institución a la que representa).
Sería hora de que todos, militares y civiles, incluyendo a muchos políticos frenteamplistas y a unos cuantos militantes por los derechos humanos que sólo destacan el derecho de los familiares (y al ministro Fernández, que ya ni eso), asumiéramos la naturaleza y la magnitud de la deuda. Sin ese reconocimiento, no habrá ley, declaración, comisión o grupo de trabajo capaz de borrar los estigmas.