Dibujó la noche, el farol torcido y el bandoneonista sin cara de Tango que me hiciste mal (1985), el primer disco de Los Estómagos, emblema del rock posdictadura. Mientras cursaba su primer año de la carrera de ayudante de arquitecto y mucho tiempo antes de convertirse en compositor y vocalista de Buenos Muchachos, Pedro Dalton admiraba los dibujos de Gerald Scarfe en la película The Wall (1982) y exprimía las posibilidades artísticas de la tinta china sobre los bordes de las hojas de trabajo.

Con la misma tinta, Dalton ilustró la reedición de Cuentos de amor, de locura y de muerte, de Horacio Quiroga, publicada este año por Piloto de Tormenta, editorial argentina que apoya la cultura latinoamericana y promueve especialmente proyectos vinculados al rock.

Los antecedentes de los libros ilustrados se remontan al uso del papiro y por lo general no eran producto de una intención artística sino esotérica, científica o pedagógica: desde el Libro de los muertos egipcio -textos con sortilegios que se introducían en las tumbas-, los bestiarios medievales -fábulas sobre la naturaleza que se fundaban en la idea de que el universo era una creación de Dios- o las primeras representaciones gráficas del Antiguo Testamento de la Biblia. Ya en el siglo XIX, Gustave Doré se atrevía a ilustrar La divina comedia, de Dante Alighieri, y pasaría a la historia como uno de los dibujantes más arriesgados de todos los tiempos: aquel que fue capaz de crear piezas artísticas que convirtieron a las ediciones ilustradas por él en objetos de culto.

De este modo, la ilustración suele dotar al libro de un componente extra que, en definitiva, es la incorporación de otro código artístico. El libro suma ornamento, y con ello, pasa a ser una pieza material de colección, en tiempos en los que la tecnología impone nuevas infraestructuras de conocimiento, como las bibliotecas virtuales y el eBook.

En la obra literaria -con excepción del libro infantil, en el que funciona como apoyo o complemento- la ilustración opera como un texto alternativo o paratexto, que introduce un modo de lectura. La intención primaria del autor queda supeditada a la interpretación del dibujante y, por ello, a su intención artística. El lector se enfrenta ahora a la interpretación de dos códigos: uno que funda la obra, el texto; y otro que la sesga, el icónico.

Con una técnica que le permite proyectar un estilo -tinta china, pluma y pincel sobre papel-, con influencias de Rocambole en los trazos más viscerales -en el cuento “La miel silvestre”-, y de las pinturas negras de Goya- en los cuentos “Los mensú” y “Los buques suicidantes”-, Dalton asume el desafío de plasmar un clásico de la literatura y de reducir la arbitrariedad de su interpretación. De este modo, genera ilustraciones por momentos desgarradoras, por momentos delicadas, que respetan el espíritu atormentado de las atmósferas y personajes de Quiroga. En este caso las ilustraciones no generan ruido en los relatos, sino que intervienen como un complemento que convierte al libro en un objeto estético.

Dalton sortea las dificultades de captar el simbolismo de los cuentos y de resumirlos, considerando que los narradores de Quiroga suelen evitar las descripciones referenciales y apelar a construcciones metafóricas. El desafío es doble para el ilustrador: ya no se trata sólo de captar una idea general y plasmarla reduciendo el ruido entre el código escrito y el icónico, sino de desentrañar descripciones polivalentes como “cuerpo mezquino, rostro exangüe”, “ojos estúpidos” o “la perfecta solidaridad de mirada, boca, cuello, rostro”.

Evaluar la calidad de la ilustración en un libro de ficción no es sólo considerar los aspectos técnicos o estéticos de la pieza, es entender que impera una subjetividad que, aun cuando el dibujo esté basado en un texto que lo precede, es la interpretación de un único lector -el dibujante-, contra un patrón ilimitado que es la imaginación de todos los lectores.

El texto literario no es unívoco; por lo tanto, la descripción de los personajes es más que una suma de características, es una significación que el lector calibra a su antojo. El verdadero desafío de un dibujante que elige ilustrar una obra literaria es captar la intención del texto, decodificando la obra no sólo desde una perspectiva emotiva, sino también técnica. Eso hace Dalton con los cuentos de amor, de locura y de muerte: crea con oficio piezas aliadas de los narradores, que le hacen justicia a la imaginación. Después de todo, sólo hay que ver.