En 1989 el sociólogo argentino José Nun publicó La rebelión del coro, un texto sobre los movimientos sociales de fuerte impacto. Resumía bien un proceso sobre el que ya otros, como Alain Touraine, habían llamado la atención. Nos permitía ver cómo detrás de una clase obrera protagonista y que ocupaba el frente del escenario actuaba un verdadero coro de voces múltiples. Formado por actores relacionados con el racismo, la mujer, los problemas habitacionales, el medioambiente y la juventud, los derechos humanos, la salud, la cultura o la educación, ese coro se rebelaba y avanzaba hacia el primer plano.

Es verdad que los siglos XIX y XX habían impuesto un sello particular a la historia de la movilización social. Durante 200 años los conflictos relacionados con el trabajo subsumieron las otras formas de movilización y dejaron a sus actores en un sombrío segundo plano, en el que era difícil distinguir las otras voces de la polifonía. La clase obrera llevaba la voz cantante allí donde progresaban la industrialización y la extensión de la relación salarial como fundamento de la integración social. Así ocurrió con los movimientos campesinos, cuya importancia nos cuesta recordar hoy.

Luego llegaron tiempos en que se proclamaba el fin de la clase obrera y del marxismo. Todo aquello que hasta entonces se relegaba al nivel de “contradicciones secundarias” finalmente se manifestaría en calles y plazas como en un espacio abierto, primaveral, cosmopolita. Gran número de movimientos florecieron, y se crearon nuevas formas de acción colectiva. Del feminismo a los movimientos contraculturales, del pacifismo a la lucha contra el racismo, del mayo francés a los movimientos estudiantes o ecologistas, la proliferación de luchas y conflictos lleva casi medio siglo ya, y lo que entonces era nuevo nos parece viejo luego de que los sem terra, los zapatistas, los piqueteros y otros “altermundialismos” entraran en escena en los años 90 del siglo pasado. ¿Y qué decir de las transformaciones que la revolución de internet, la informática y la telefonía impusieron a la comunicación y a la circulación de la información? ¿No se calificó acaso a las revueltas del Magreb de “revoluciones 2.0”?

Las nuevas generaciones de sociólogos suelen abusar del calificativo “nuevo”, abuso del que el trabajo lento de la investigación debería protegernos. La movilización social presenta hoy una forma mucho más compleja y menos unificada de la que tuvo hasta los años 60. Pero también es cierto que el viento posmoderno exageró pretendiendo tirar todo al baúl de la historia. A nadie se le antoja ya cantar loas al “fin del trabajo”, pues allí está en juego el centro estructurante de nuestras sociedades, y en ese terreno continuará dirimiéndose buena parte de los conflictos que nos oponen. La huelga y la manifestación no son el único modo de movilización colectiva, pero ¿alguna vez lo fueron? Los avances de la mundialización hicieron pensar a muchos que la forma Estado-nación ya no era marco natural de los movimientos sociales. Sin embargo, nunca como hoy los movimientos de todo tipo apelaron a la ciudadanía y al derecho, y nunca el resultado de las luchas dependió tanto de lo que el poder político es capaz de instituir.

En contexto

Esta columna se publica en el marco del seminario “Movimientos sociales en movimiento: conceptos y métodos para el estudio de los movimientos sociales en América Latina”, que se realizará el 11 y 12 de junio en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República.

Todo esto es objeto de debate en las ciencias sociales, y numerosas son las investigaciones que nutren la discusión. El seminario “Movimientos sociales en movimiento”, que tiene lugar esta semana en Montevideo, da muestras de esa riqueza. Sin embargo, hay tal vez un aspecto al que no se le ha prestado suficiente atención: la relación entre movimientos sociales y partidos políticos. Quizá no era el movimiento sindical el que hegemonizaba a los otros actores sociales. Tal vez sea una crisis de la forma partido la que explica la rebelión del coro. Después de todo, los sindicatos no hacen sino ocuparse de lo que les compete: el salario, las condiciones de trabajo, la protección social, la regulación del tiempo de trabajo… Y es verdad que las centrales obreras suelen acompañar otras reivindicaciones y ayudan a constituir movimientos sociales fuera de su órbita habitual. Basta señalar el rol que jugó el PIT-CNT junto con la Federación Uruguaya de Cooperativas de Vivienda por Ayuda Mutua en las consultas populares organizadas contra la Ley de Caducidad.

Tal vez deberíamos preguntarnos si los partidos no han perdido su capacidad de articular y promover las demandas sociales. Y entendamos aquí por “demanda social” no sólo aquello que es explícitamente formulado, sino sobre todo aquello que es problemático, que provoca sufrimiento, o la protesta silenciosa o mal formulada. Si las últimas cuatro décadas muestran una proliferación de movimientos sociales es tal vez porque los partidos se han desconectado de lo social para refugiarse exclusivamente en el mundo de “la política”, excesivamente centrados en la lucha electoral y en la gestión gubernamental. Seguramente muchos politólogos encuentran esta división del trabajo tan sana como natural. Y debe decirse que ella corresponde a cierta concepción de las ciencias sociales, según la cual la ciencia política se ocupa de la política y la sociología de lo social. División del trabajo que contribuye a naturalizar la idea de que lo social y lo político son dos cosas bien diferentes, y que separado debe estar lo que cada disciplina se encarga de estudiar. Luego tendrán los antropólogos que ocuparse de la cultura y los historiadores, del pasado.

Tal vez la evolución de las izquierdas latinoamericanas nos advierta sobre algunos de los efectos perversos de este modo de pensar. ¿Estamos seguros de que debe erigirse un muro entre partidos y movimientos sociales? ¿Es cierto que nada hay de político en una protesta social? ¿Es verdaderamente sano, desde el punto de vista de la vitalidad democrática, que los partidos no se ocupen de la protesta? Tal vez sea tiempo ya de hacer frente a la creciente desafección por los partidos, de dejar de repetir que todos los males vienen de la clase política y cuán virtuosa es la sociedad civil. Sin querer volver a los tiempos en que se postulaba la determinación social de la política, quizá debamos retomar algunos de los buenos reflejos de la antropología y de la sociología política. Acaso parte del problema provenga del hecho de que quienes se ocupan (encantados) de los movimientos sociales no son los mismos que observan (aterrados) la decadencia de los partidos. Tal vez la rebelión del coro no sea sólo virtuosa, sino también fiebre provocada por la crisis de la forma partido, por la desconfianza que despierta la política, por la pérdida de capacidad transformadora de la izquierda, por las dificultades que tiene para imaginar un mundo mejor.