El viernes fue un día complicado en el aula búnker de Rebibbia en Roma, en el juicio que se realiza en Italia por los secuestros, desapariciones y asesinatos de ciudadanos italianos ejecutados por las dictaduras del Cono Sur en el marco de la operación de coordinación represiva conocida como Plan Cóndor. Tan complicado y cansador fue que terminó a las 18.30, y el juez Paolo Colella, que presidía la Corte en sustitución de la jueza Evelina Canale, anunció que de ahora en adelante las audiencias concluirán como máximo a las 17.30, e invitó a las partes a reprogramar el calendario de testigos para evitar que personas que viajan a Italia desde muy lejos no puedan declarar a causa del número excesivo de testimonios programados para una misma fecha. Esto fue lo que pasó el viernes, sea porque cada testimonio necesitó más tiempo de lo que se había previsto, o porque se aprovechó la presencia en Italia de Isabel Allende, hija del ex presidente chileno Salvador Allende y actual presidenta del Senado de ese país, para escuchar su declaración. Varios de los testimonios que estaban programados se redujeron al mínimo o se postergaron.

A pesar del calor, casi insoportable estos días en Roma y en el aula búnker, un cubo de hormigón en la periferia, la jornada del viernes regaló al juicio dos testimonios sobresalientes por la prolijidad, la claridad y la emoción que supieron transmitir al jurado y al público, compuesto por abogados, periodistas y curiosos. Zelmar Michelini e Isabel Allende, dos hijos y testigos directos de los hechos, relataron el clima político en el que estuvieron inmersos sus padres en los últimos momentos de su vida, y contaron la desesperada lucha de los momentos finales.

“No voy a llevar una vida clandestina en Argentina. Soy un senador uruguayo, un representante del pueblo uruguayo”. Eso solía decir Michelini en Buenos Aires a quienes le sugerían que se cuidara. El hotel donde él y su hijo Zelmar vivían en Buenos Aires, una piecita que daba al pozo interno de luz del edificio, era constantemente controlado; las amenazas nunca dejaron de llegar, y a eso se sumaban los chantajes: “Si dejás de denunciar el régimen uruguayo vamos a soltar a tu hija Elisa” [detenida en 1972 para presionar al legislador frenteamplista e intentar detener su actividad política y de denuncia]. Y aun peor: “Si seguís con tus actividades empezamos a torturar a Elisa”. Esto efectivamente sucedió en 1975, cuando, ante la gravedad de la situación, Michelini decidió escribir una carta al profesor canadiense Kenneth James Colby exponiendo lo que estaba pasando en Uruguay. La represión fue inmediata; le retiraron el pasaporte y empezaron a torturar Elisa. “Una tarde vuelvo al hotel, llego a la pieza que compartía con él. Encuentro a mi padre llorando y me dice que le habían confirmado que habían empezado a torturar a Elisa”, contó Zelmar hijo a la Corte. Comenzaron así los últimos meses de vida de Zelmar Michelini, los más difíciles. Aislado, sin pasaporte, con una hija presa y en completo poder de los represores, con la violencia política y la AAA que asolaban Argentina. Los espacios de denuncia y de actividad política se redujeron. La desaparición de ciudadanos uruguayos en Argentina y los pedidos de ayuda de los familiares se volvieron muy frecuentes. El 18 de mayo de 1976, a las 4.00, un comando de policías y militares argentinos y uruguayos irrumpió en la pieza del hotel Liberty, que Michelini compartía con sus dos hijos, y lo secuestró. Dos días después encontrarían su cadáver junto al del legislador nacionalista Héctor Gutiérrez Ruiz y al matrimonio de Rosario del Carmen Barredo y William Whitelaw Blanco, con signos de tortura, maniatados y con impactos de balas.

La despedida

“Soy Isabel Allende, hija de Salvador”. Así, simplemente, empezó el testimonio de la actual presidenta del Senado chileno. Y después, un río de palabras y recuerdos. Contó su llegada a La Moneda, en la mañana del 11 de setiembre de 1973: “Él nos reunió en un salón y agradeció la presencia de la gente, pero pedía que salieran, decía que no era necesario sacrificar vidas. Nadie quiso salir. Entonces nos llevaron a una pieza bajo suelo, porque había ataques de infantería con carros armados. Allí estábamos yo, mi hermana Beatriz, con un embarazo de siete meses, y dos periodistas. Mi padre nos volvió a pedir que nos fuéramos. Era muy difícil abandonarlo, pero él agregó que era importante que saliéramos al mundo a dar testimonio de la traición. Habló al teléfono con el general Baeza, que le garantizó un coche para llevarnos afuera sanas y salvas. Subimos la escalera y allí nos despedimos. Fue un abrazo y no muchas palabras. Afuera no había nada para nosotras. Recalco eso porque creo que representa muy bien quién era mi padre: un hombre que creyó, hasta en ese momento, en la palabra dada por ese general”. Afuera no había nada, sólo silencio. La infantería se había retirado porque en unos minutos iba a empezar el bombardeo de La Moneda. A las dos horas Isabel se enteró de que su padre estaba muerto.

Después de su testimonio ante el juez, Allende consideró, en conversación con la diaria, que “estos juicios son muy importantes, porque sirven para ayudar a conocer más la verdad y para llegar a una condena, aunque sea sólo ética y moral”. “Yo creo que lo que está haciendo Italia es un ejemplo, y ojalá hubiera muchos más ejemplos de esa naturaleza”, declaró. Sobre lo que sucede en Chile en materia de derechos humanos, dijo: “Tenemos más de 600 juicios abiertos, siguen las causas y poco a poco vamos conociendo más verdad. De acá debemos seguir para llegar no sólo a la verdad sino a la justicia”.