Lo que llama la atención de Sara Méndez es su completa y transparente disponibilidad a hablar de la historia que ha marcado su vida: la desaparición de su hijo Simón a los 22 días de nacido, cuando ella fue secuestrada en su domicilio en Buenos Aires por una patota que la trasladó al centro clandestino de detención Automotores Orletti y, después, de regreso a Montevideo. Lo hace con una serenidad y una sonrisa que no logran ocultar el tormento.

-Me gustaría que hablaras de la maternidad.

-La verdad es que yo quería tener un hijo. Muchos piensan que fue una extrañeza quedar embarazada bajo las circunstancias en las que estábamos viviendo: exiliados, sin familia, requeridos. Pero, como toda persona que quiere tener hijos, hay un momento en que esa decisión escapa a uno. Aunque se intenta poner delante la razón, siempre nacieron niños; también en las épocas de guerras más duras las mujeres han quedado embarazadas, han tenido hijos y los han criado. Los pobres tienen y quieren a sus hijos aun en condiciones difíciles. ¿Es necesario que haya seguridad en tu entorno para que aparezca la vida? Un hijo es la vida. Mauricio, el padre de Simón, años después, hizo una cerámica que decía: “La vida pudo más”. Yo me di cuenta de que había hecho un camino ya muy grande hacia la maternidad cuando, embarazada, tuve que enfrentar situaciones muy duras con mi hijo aún en mi vientre, en un momento político en el que las cosas se precipitaban día a día.

-¿En qué condiciones nació Simón?

-El día del nacimiento de mi hijo, toda mi documentación -incluidos los exámenes médicos que me venía haciendo- había caído en un allanamiento y todos esos datos los manejaban los represores. En ese momento, en mi entorno estaba temblando todo. El país donde me había refugiado estaba entrando en dictadura y yo, además, era una extranjera. Fue un proceso muy acelerado, tanto que Simón iba a nacer y yo no sabía cómo hacer. No pude ir a un hospital, fui a una clínica privada. Me acompañaron y le dije a Mauricio que no entrara hasta que yo no pusiera una señal de vía libre en la ventana del cuarto: un ramo de flores.

-¿Cómo fueron tus 21 días con Simón?

-Pienso que yo pasé por un proceso inconsciente de dureza en esa época. Me acuerdo de que no quería tenerlo mucho en brazos, no porque no quisiera, sino porque él no podía acostumbrarse a eso; no sabíamos lo que iba a pasar. El 9 de julio, él tenía 17 días, habíamos salido y yo me sentí mal, había agarrado frío. Me acosté con el niño y después él, cada vez que lo depositaba en la cuna, lloraba y no quería. Durante el embarazo yo había tenido muchos sueños sobre eso, sobre el hecho de que tenía que estar preparada para una separación. Otras mujeres tenían esa sensación; me acuerdo de unas conversaciones con Victoria Grisonas, que me contaba del miedo que sentía al pensar en el nacimiento de su niña, por ese entorno tan crítico. Era así. Fuimos mujeres que nos animamos a tener hijos pero nos impusimos condiciones muy duras. También era parte de una época.

-¿Y después?

-La separación de mi hijo significó no saber nada de él. Hice un bloqueo absoluto sobre su existencia en el tiempo de Orletti y en el tiempo de la tortura. Mi miedo dominante era que podían traérmelo y utilizarlo para torturarme. Entonces bajé una cortina. Cuando fui trasladada a la cárcel de mujeres tampoco podía hablar mucho del tema. Vivía con mujeres jóvenes que tenían condenas muy largas; la maternidad era un tema muy complejo, que no queríamos enfrentar. Con mi familia había visitas controladas y se hablaba muy poco de eso. Cinco años fueron así. Cuando salí, tuve que empezar a hablar de lo que nunca había hablado. Me acuerdo de que fui a casa de Luz Ibarburu. Ella contaba de su hijo y era un manto de lágrimas; yo pensaba que tenía que hacer como ella. Lograr hablar del tema. La primera vez fue en el CELS [Centro de Estudios Legales y Sociales] y después en otros ámbitos. Fui a una psicóloga, porque tenía que participar en el juicio a las Juntas [en Buenos Aires] y hablar con los medios. Pensaba que no podía hacerlo sola, sin ayuda. Me di cuenta de que mi temor a hablar era el temor a empezar a levantar esa tapa que me había puesto inconscientemente, para poder soportar la ausencia.

-¿Pudieron levantar la tapa vos y Simón?

-Creo que es algo muy difícil y que mi nieto ayudó mucho. Mi hijo es muy parecido a mí. Tiene las mismas características que yo, le cuesta mucho. Sus primeras palabras hacia mí, por teléfono, fueron: “Quería saludarte y decirte que yo he sido un chico feliz y quiero que te incorpores a mi felicidad”. Yo lo interpreté como el mensaje de una persona que siente que todo se está moviendo en su entorno y que pide que no se le desestabilice lo que tiene. Pero ¿qué felicidad es ésa, que tiene raíz en una mentira? Por otro lado, pienso que él desde muy niño ha sabido que no era hijo de esa gente y se construyó su mundo feliz. Yo tengo que ayudarlo. Es una doble carga y es un proceso muy largo. Dura toda la vida. Todo el proceso con él fue muy cuidadoso. Tratamos, los dos, de no hacernos daño y de construir ese mundo que no podemos decir feliz, pero donde apuntamos todo a esa criaturita que es mi nieto Juan Ignacio. Mi nieto habilitó el camino para encontrarnos. Cuando juego con Juan Ignacio, mi hijo se acerca y nos mira. Me imagino que en ese momento piensa que así hubiera sido si él hubiera podido tenerme como madre. Yo también, en esos momentos, pienso lo mismo y percibo cómo podría haber sido mi maternidad.

-¿Qué pasó con su familia adoptiva?

-Es algo increíble. Parodi, el hombre que se apropió de él, casi se entregó. Un caso de 25 años se resolvió en 15 días. Él sabía. Este hombre, cuando todo salió a la luz, llegó a decir que quería viajar a Uruguay para conocerme. Mi hijo se dio cuenta de que eso no era posible y le dijo que no lo hiciera. Después vino el casamiento de Simón. El apropiador todavía estaba vivo. Mis amigas me decían que no podía perderme el casamiento de mi hijo. Pero hablé con [la nieta recuperada] Victoria Moyano y ella me dijo que ir era un error, que esos dos mundos no pueden juntarse nunca. No fui. Yo nunca había visto a Parodi, y cuando vi las fotos del casamiento me pasó algo extraño: sentí una sensación horrible, espantosa. Lo relacioné con el hecho de ver a los apropiadores de mi hijo apareciendo en la foto como padres del novio. Dos meses después, Raúl [Olivera, del Observatorio Luz Ibarburu] vino a Buenos Aires y le mostré el álbum del casamiento; viendo las fotos con él, me di cuenta de que Parodi estuvo en mi casa, en el operativo del secuestro. Lo conversé con mi hijo. Estoy convencida de que Parodi era de la Triple A [Alianza Anticomunista Argentina], que se lo llevó directamente de mi casa.

-¿Cómo está Simón?

-Desmontar una mentira es muy difícil. Ése es el pecado original de su vida. Es muy arduo construir su identidad. Creo que lo más aberrante de la apropiación de niños, criados por los represores, es que se juntan amor y odio, los dos extremos. Esos chicos sienten que quieren a quien deberían odiar. ¿Cómo se puede resolver ese conflicto? Son historias que tienen un daño irreparable.

-¿Hablan de lo que pasó?

-Desgraciadamente, nunca hablamos de eso. Lo pasos son muy lentos. Recién la última vez empezó a preguntar; antes escuchaba y no averiguaba. Sus preguntas me habilitan ahora a hablar.