Aprontando un mate, yendo al gimnasio, doblando las ropas de la futura bebé, cortando el pasto, probando los ravioles, visitando a los padres, jugando con los hijos, pintando la casa, comprando en la feria o esperando el ómnibus, pero también trabajando en equipo, dando clase, haciendo cálculos y trabajo de campo. En sus acciones más cotidianas se muestra a cinco científicos que recibieron apoyo de la Agencia Nacional de Investigación e Innovación (ANII) para profundizar sus conocimientos y que son las caras visibles del documental En el camino, realizado por la productora Hijole Films y dirigido por Pablo Abdala. Mediante esta producción, la ANII se propuso “incentivar a otros becarios y a los que llevan adelante estudios de posgrado en Uruguay o en el exterior a que vuelvan al país a desarrollar su carrera profesional aquí”, da cuenta la gacetilla de prensa distribuida a fines de mayo, cuando se estrenó el documental, que también puede verse por internet.

De manera dinámica, el video presenta las vidas de los científicos, que en siete minutos narran sus trayectorias y los problemas que tratan de resolver. Provienen de mundos diversos -del interior y de Montevideo, de familias humildes y de buena situación económica- pero convergen en la vocación y en la confianza de que es posible y necesario hacer ciencia en Uruguay. Los que estudiaron en el exterior reconocen el buen nivel internacional del país, y aseguran que pese a tener menos recursos, acá también se hace ciencia y de buena de calidad. Esta nota se enfoca en las historias de tres de ellos: Silvia Bentancur, Verónica Etchebarne y Alejandro García.

Entre yuyos

Ellos son

-Lucía Spangenberg tiene 31 años y es licenciada en Bioinformática por la Universidad de Tübingen (Alemania), donde también cursó una maestría. Desde 2009 integra la Unidad de Bioinformática del Instituto Pasteur de Montevideo. Con el apoyo de la ANII cursó un doctorado en el Programa de Desarrollo de las Ciencias Básicas. Trabaja en la secuenciación de genomas humanos con la idea de identificar el genoma característico uruguayo. Apuesta al desarrollo de la medicina genómica, que permitiría predecir susceptibilidades a enfermedades.

-Alejandro García tiene 35 años y es ingeniero agrónomo. Desde 2005 trabaja en el INIA. En 2012, con el apoyo de la ANII y el INIA, realizó un doctorado en Ciencias de las Malezas en UC Davis (Estados Unidos).

-Silvia Bentancur, de 30 años, es ingeniera industrial. En 2012 fue becada por la ANII para realizar una maestría en Ingeniería Ambiental con énfasis en Tratamiento de Efluentes en el centro UNESCO-IHE, en Holanda.

-Verónica Etchebarne tiene 29 años y es licenciada en Ciencias Biológicas por la Udelar. En 2011 fue becada por la ANII para realizar una maestría en Ecología, en conservación de bosques en predios productivos, en la Facultad de Ciencias (Udelar). Desde 2013 trabaja en un convenio de la Facultad de Ciencias como asesora en la selección de áreas naturales para la conservación, y en la organización Vida Silvestre.

-Pedro Mastrángelo, de 44 años, es ingeniero civil perfil hidráulico ambiental por la Udelar. Cursó una maestría de Gestión de Tecnologías en Santa Clara University (Estados Unidos). Se dedica a la investigación y la gestión de la innovación en la actividad pública y privada. Con financiamiento de la ANII, conformó junto con Pablo Musé y Gabriel Lema un proyecto que aplica el procesamiento de imágenes y señales al sector agrícola y forestal.

Alejandro decía de niño que quería ser gaucho. Nació en Montevideo pero a los cinco años se fue a Cerro Largo, después a Rocha, estudió agronomía en la capital y en Paysandú. Dice que si cuando terminó la facultad le hubieran preguntado si quería seguir estudiando, habría respondido que no. Pero empezó a trabajar en la estación experimental de La Estanzuela (Colonia) del Instituto Nacional de Investigación Agropecuaria (INIA) como investigador asistente, y eso le abrió caminos insospechados. Se fue a Estados Unidos a cursar un doctorado en resistencia de herbicidas. En el documental expresa el problema de base: la tierra es poca, el planeta tiene cada vez más habitantes y el desafío es cómo hacer más productiva la tierra. Sus estudios avanzaron al tiempo del boom de la agricultura en Uruguay. “Hoy en día estamos un poco en la era química, dependemos mucho de los productos químicos, no por capricho, sino porque los sistemas productivos, los costos y comodidades nos han ido llevando cada vez más a eso, y también por necesidad; antes laboreábamos casi todo el suelo y así estamos, perdiéndolo todo. Ahora nos pasamos a la siembra directa, que ha sido una gran solución para el problema de la pérdida de suelo, pero por otro lado tenemos que basar más la preparación de los suelos en productos químicos. Una solución va llevando a otros problemitas”, describió. Entre ellos mencionó la resistencia de las malezas a los herbicidas, y dijo que es necesario monitorear el impacto de los químicos, que deben poder ser absorbidos por el ambiente.

En su estadía en California aprendió “un montón de técnicas”, pero también se benefició por el hecho de estar en un ámbito académico todo el día. Expresó que por medio de un doctorado se busca que los estudiantes “puedan desarrollar una capacidad independiente de pensamiento, que cuando tengamos cierto conocimiento empecemos a sacar nuestros propios razonamientos, nuevas ideas, y empezar a construir sobre lo que ya está construido para tratar de llevarlo más adelante”. Ahora está aplicando los conocimientos. Reconoció que el agro viene de épocas “de mucha bonanza” y que en el corto plazo las perspectivas no son las mejores, pero opinó que será una oportunidad para “recalcular, ser eficiente en lo que hacemos, ser prolijos en la producción; el agro siempre ha aprovechado las crisis para poner las cosas en orden”.

Hoy opina que para prosperar en la investigación hay que seguir estudiando. La vuelta se la encontró cuando al terminar la facultad dejó de estudiar para aprobar materias y empezó a estudiar problemas. “Uno va ahondando en lo que le gusta y llega un momento en el que se da cuenta de que está disfrutando y está ávido de leer y saber qué es lo que están investigando en otros lados”.

Por las ramas

Verónica es oriunda de Pando (Canelones) y cursó la escuela, liceo, licenciatura y maestría a nivel público. Desde chiquita le atrajeron las plantas, y en su maestría se enfocó de lleno en los bosques. El área de conservación de la biodiversidad es relativamente nueva en Uruguay, pero asegura que se está ampliando el campo laboral, así como la formación en diferentes niveles. Piensa que hoy se tiene más conciencia de “los servicios ecosistémicos de la naturaleza, que brinda ciertas cosas que favorecen al hombre”. Por ejemplo, indicó que los montes en las márgenes de los ríos ayudan a filtrar naturalmente los efluentes que llegan a las aguas, pero también a atenuar inundaciones y a frenar la erosión de los suelos, y que eso es lo que se está intentando proteger en la cuenca del río Santa Lucía.

Considera que es fundamental evaluar los diferentes sistemas para conservarlos o intentar restaurarlos. Sabe que eso tiene que desarrollarse en contacto con el mundo productivo, porque la mayor parte del territorio y de las áreas protegidas están en manos de privados. Sus primeras experiencias las hizo evaluando la conservación de un área de bosques en predios ganaderos y luego, mediante un convenio entre el Museo Nacional de Historia Natural y el Sistema Nacional de Áreas Protegidas, trabajó en dos especies de arbustos prioritarios para la conservación en Uruguay, la llamada coca de hoja chica y el Maytenus cassiniformis, “que tienen una distribución restringida no sólo a Uruguay” sino que también se encuentran en el resto de la región.

Critica a la Universidad de la República (Udelar) porque forma “pensando en que vos trabajes en la academia y muchas veces no estás preparado para trabajar afuera”, y lamenta que la escasez de cargos disponibles cause que personas con doctorados tengan cargos docentes de grado 1. Pero “se puede”, confía, y la alienta la satisfacción de hacer lo que le gusta.

Agua limpia

Silvia vivía en Paso de la Cadena, una zona rural de Canelones, y su madre le sugería que estudiara Magisterio, lo único que podía cursar sin ir a Montevideo. Beca mediante, optó por ingeniería; no sabía demasiado de qué se trataba, pero le gustaban la matemática, la física y la química. No se equivocó, aunque reconoce que tuvo suerte de que le gustara. El gran giro se dio cuando fue a Holanda a cursar la maestría; se arriesgó a dejar un trabajo seguro, el novio y la familia, nunca había salido del país. Se especializó en manejo de efluentes, algo en pleno desarrollo en Uruguay, y mediante sus compañeros conoció otras realidades. Buena parte del curso se basó en el tratamiento de efluentes domésticos o municipales, y a partir de lo adquirido adaptó esos insumos a la evaluación y modelado de una planta de tratamiento de una industria con la que continúa vinculada laboralmente. Eso implicó hacer una caracterización de los efluentes -“si tienen materia orgánica, nutrientes, fósforo, nitrógeno, sólidos en suspensión”- y buscar tratamientos.

Así como el resto de los entrevistados, Silvia defendió las ventajas de complementar la investigación con el trabajo productivo. Opinó que “si te quedás en lo académico perdés una pata importante”, y que además, en el trabajo académico profundiza las dudas que se le plantean en el trabajo práctico.

Como mensajes para las nuevas generaciones, Silvia recomendó el estudio como antídoto de todo. Contó que proviene de una familia muy humilde, y que a ella y a sus hermanas su madre, sin tener estudios, siempre les decía: “La mejor herencia que les puedo dejar a las tres es el estudio; no tengo más nada para dejar, pero si yo hago que ustedes estudien, ustedes solas se van a ganar lo que necesiten”.