La catástrofe sucedió en la madrugada del 8 de julio de 2010 en la cuadra 2 de la Cárcel de Rocha, en la que 20 hombres vivían hacinados en una celda que medía 12 metros de largo por 6,80 de ancho y tenía siete ventanas tapadas con nailon y cartón. Esa noche olvidaron desarmar la resistencia que habían construido con un ladrillo refractario para paliar el frío. Sucedió allí lo que podría haber sucedido en cualquier otra cárcel del país, con las mismas condiciones infrahumanas. Pero pasó ahí, en el edificio que se construyó como regimiento de caballería en 1878 y en el que en 2010 estaban recluidas 174 personas donde se suponía que no debería haber más de 60. Esa madrugada, una frazada cayó encima de la resistencia y se prendió fuego. La cuadra ardió. A pesar de los gritos y las llamas, los policías no abrieron a tiempo. Ocho sobrevivieron. 12 murieron quemados; su sangre era color rojo carmín.

El entonces y actual ministro del Interior, Eduardo Bonomi, fue quien habló después del incendio. Aseguró que la Policía, de la que en ese entonces dependía la cárcel de Rocha, no fue responsable de la tragedia, y que su accionar fue el correcto. Dos años después, la jueza letrada Marcela López archivó la causa penal por no encontrar pruebas “convincentes” para atribuir responsabilidades. Pero aún hay familiares que no se rinden. Los padres de Matías Barrios Sosa, Mariela y Mario, aún la pelean, y esperan que la causa civil que tienen contra el Estado les de una “simbólica” indemnización; un mínimo reconocimiento “de que las cosas no estaban funcionando como debían ni se hizo lo que se podía hacer”. A pesar de la catástrofe y las adversidades, cinco años después siguen queriendo justicia: ellos, más que nadie, saben que aquí ya no nace el sol de la patria.

Y ahora miras crecer las flores desde abajo

El origen de la catástrofe es muy anterior a 2010: en setiembre de 2004, el Servicio Paz y Justicia (Serpaj) recorrió la cárcel y concluyó que el recinto violaba “flagrantemente los derechos humanos de las personas privadas de libertad”, que allí no existían mecanismos de rehabilitación alguna, y recomendó cerrar el establecimiento de casi 130 años, que no contaba con habilitación de Bomberos. Serpaj describió las condiciones de las celdas e instalaciones como “pésimas”, “muy oscuras” y con “mal olor” por el hacinamiento: en ese momento había 165 reclusos divididos en cinco módulos para hombres y uno para mujeres. En ésta y otras cárceles era y es común que los presos cuelguen mantas para dividir el espacio en ranchadas, para conseguir un poco de privacidad, y que en invierno utilicen ladrillos de refacción como resistencias para calentar el ambiente.

El Frente Amplio (FA) asumió el gobierno nacional en 2005 tras una campaña de promesas vinculadas al sistema carcelario. Entre ellas, la de “humanizar” los centros penitenciarios. Ese mismo año, el comisionado parlamentario Álvaro Garcé había sugerido “eliminar las caóticas divisorias, en virtud de alto riesgo de incendio” y sustituirlas por materiales “más adecuados”.

En 2009 el relator especial de las Naciones Unidas sobre la tortura y otros tratos crueles, inhumanos y degradantes, Manfred Nowak, recorrió las cárceles uruguayas y concluyó, al igual que Serpaj, que se violan “a gran escala” los derechos humanos, que las condiciones de alojamiento son “infrahumanas” y “un insulto a la dignidad de los reclusos”. Sólo ese año ya habían muerto siete presos por el fuego: dos en enero, en el Penal de Libertad en San José, y cinco en agosto, en el Compen en Montevideo. En todos los casos, la guardia policial llegó demasiado tarde.

En abril de 2010 dos presos de la Cárcel de Rocha presentaron un proyecto a la dirección para hacer un curso de construcción a distancia -mediante un CD costeado por las familias-, para levantar paredes de bloques y eliminar las ranchadas, pero la propuesta no fue aceptada.

Matías Barrios cayó en esa bomba de tiempo porque metió tres porros en un par de bizcochos que le llevó a un amigo preso. Había cumplido dos meses de pena, iba a salir siete días después. Su padre dice: “No era un delincuente, no era un violador, un asesino, un ladrón. No se merecía esto, nosotros no nos merecíamos esto. Tenía toda la vida por delante, estás loco. Morir de esa manera, no. Dejarlo morir como un perro, quemándose”. Ese fue el destino de otros 11 presos: Mario Fernando Martínez Maidana, de 25 años; Raúl Alejandro Gómez Recalde, de 22 años; Antonio Joaquín Cardoso Silvera, de 19 años; José María Pereira Pereira, de 29 años; Jorge Luis Roda Acosta, de 19 años; Delio Alegre, de 49 años; Luis Alfredo Bustelo López, de 40 años; Edison Javier Núñez Casuriaga, de 20 años; Ariel Fernado Cardozo Velázquez, de 25 años; Alejandro Adolfo Rodríguez Cabral, de 25 años, y Julio César da Silva Pereira, de 22 años.

Promesas sobre el bidet

Dos meses después pasó lo evitable y 2.500 presos de distintos puntos del país iniciaron una huelga de hambre en memoria de los 12 muertos, en reclamo de que se mejoren las condiciones de reclusión, y para que los responsables de la seguridad del penal rochense sean llevados ante la Justicia por no haber actuado con celeridad.

A los familiares de las víctimas les tocó perder feo. Cuando la familia Barrios Sosa escuchó al presidente de ese entonces, José Mujica, pedir disculpas en televisión y no recordar que el Estado que él gobernó no fue garante de los derechos de todas las personas, que no aseguró la vida ni integridad de su hijo, sintieron “furia” e “impotencia”. Lo mismo cuando su esposa, la senadora Lucía Topolansky, se excusó de la tragedia diciendo que el período de gobierno “no alcanzó” para revertir una situación que se arrastraba desde hace años, y rematar diciendo: “Ojalá sea el último incidente”.

El 12 de julio la Corte Interamericana de Derechos Humanos envió un comunicado a familiares de las víctimas e hizo “un llamado urgente al Estado para que adopte las medidas necesarias para investigar debidamente estos hechos, y para prevenir su repetición”. Ese mismo día, el Parlamento aprobó la Ley de Emergencia Carcelaria, que inyectó 15 millones de dólares provenientes de Rentas Generales en el sistema penitenciario para la construcción y refacción de centros de reclusión. La ley reconoce que el sistema estaba en una “situación de riesgo y especial vulnerabilidad”, habla del colapso total del sistema eléctrico y sanitario de algunos centros, de hacinamiento generalizado y del desbordamiento de la capacidad material de los recursos humanos. Ese contexto, dice la ley, habilitaba “medidas de urgencia”. Todas cosas que hace rato sabían los familiares de los presos, porque las vivían en carne propia: al momento de lo indecible, la Cárcel de Rocha tenía dos extintores descargados, escaso personal de custodia y ninguna “directiva protocolizada y difundida para enfrentar situaciones de grave emergencia”, según dice el informe del Comisionado Parlamentario.

El diputado de Rocha por el Partido Nacional, José Carlos Cardoso, interpeló a Bonomi el 27 de julio por lo ocurrido en la Cárcel de Rocha: “Las decisiones que tomó el mando fueron determinantes en este hecho”, dijo el diputado. Pero la interpelación, que buscaba identificar responsables y aclarar los hechos, no cumplió con su objetivo. El senador del Partido Colorado Pedro Bordaberry concluyó que “el gran tema del que nadie habló es cómo hacer para evitar que esa población carcelaria siga creciendo. A nuestro juicio, eso se logra trabajando en que no haya niveles tan altos de reincidencia y, sobre todo, menos delincuencia”.

Cenizas quedan

Desde que ocurrió la fatalidad, los familiares de Matías Sosa y otros familiares de víctimas marcharon cada 8 de julio reclamando justicia. La primera vez con cerca de 400 personas, pero año a año fueron testigo de cómo la cantidad de gente fue disminuyendo: “Muchos han venido a decirme que no nos acompañan porque los policías amenazan con moler a palos a los familiares que tienen presos”, aseguró la madre. Ella y su esposo aseguran “de buena fuente” que “hay presiones del Estado en todo sentido; por eso se archivó la causa penal y la fiscal Adriana Rocha, que era la que llevaba el caso, fue trasladada un mes antes de expedirse”.

Tras la catástrofe, el jefe de Policía de Rocha, Alcides Caballero, aseguró que se tomaron algunas medidas para disminuir la población carcelaria: se trasladaron personas hacia Montevideo y Maldonado y la chacra policial local, y se instalaron contenedores como alojamiento provisorio. En diciembre de ese año eran 89 los reclusos en la Cárcel de Rocha. Serpaj visitó la cárcel en octubre de ese año y afirmó que las ranchadas seguían estando y que los métodos para combatir un incendio seguían siendo insuficientes: “Al momento de la visita no se contaba con dos de los extintores incorporados, y los existentes estaban colocados lejos de las cuadras, sin que hubiera 'medios alternativos': baldes de arena, boca de incendio, mangueras, ni rutas de evacuación debidamente señaladas”, señala el informe que publicaron. Desde el Comisionado Parlamentario también se constató que la situación no había cambiado: “Salvo el pabellón incendiado y el de al lado -clausurados-, el resto sigue funcionado en condiciones similares a las que existían antes. Las ranchadas no han sido eliminadas”. En ese momento, Garcé recordó que “la inmensa mayoría” de los establecimientos penitenciarios no cuenta con habilitación de Bomberos, y que 80% de los presos “se mantienen bajo riesgo elevado de incendio”.

A mediados de 2012 el establecimiento cerró y se trasladó a la chacra policial. Desde julio de 2014 la chacra depende del Instituto Nacional de Rehabilitación, y aún no tiene la habilitación de Bomberos. El 26 de julio de ese año Bonomi dijo que está “abierto a negociar un acuerdo” de indemnización con los familiares de los 12 reclusos.

No pasará

Desde ese maldito 8 de julio, Mariela se despierta pensando en el sueño que “no soñé por las pastillas para dormir”. Está “cansada”. Ya no le “importa que las paredes estén rasgadas”, y dice que si pasa por al lado de un muerto, le “da igual”. Desde el dolor aprendió que “no hay desdicha más grande” que la suya, y le “mortifica saber” que la tragedia “podría haberse evitado”. “Si se abría a tiempo”. Sólo bastaba con hacer las cosas bien. Sólo ellos saben cómo es tragarse “la rabia, la angustia y la impotencia, y reír cuando se puede y no cuando se quiere”. Dice Mario: “Para nosotros, no hay más cumpleaños ni Años Nuevos”. Aunque están más muertos que vivos, “mañana también te levantarás”, saldrás de tu casa y evitarás pasar por las calles que enmarca la tragedia, y esperarás “no cruzarte nunca con las personas que pudiendo, no la impidieron”. Sólo los que lo sufren saben cómo es vivir con la muerte tan trágica de un hijo al hombro. Mario cuenta: “La gente nos pregunta cómo seguimos, y dice: 'Si a mí me pasa, me muero'. Pero sigues justamente porque no te mueres. Te acuestas a dormir deseando morirte y de repente abres los ojos y estás despierto otra vez”.