En una reciente columna publicada en el diario El País, Ignacio Munyo ofrece un panorama incompleto de lo que sabemos sobre el desempeño de las empresas autogestionadas en Uruguay y en el mundo. En su “reflexión sobre la esencia de los emprendimientos autogestionarios”, Munyo se apoya en estudios nacionales sobre el tema, pero elige comunicar las malas noticias y olvidar las buenas. Además, utiliza referencias teóricas parciales que inexorablemente lo llevan a concluir que la autogestión “tiene problemas de fondo muy difíciles de resolver”.

A los efectos de identificar el “nudo gordiano” de la autogestión, se remite a un viejo argumento desarrollado por Armen Alchian y Harold Demsetz en un artículo publicado en American Economic Review en la década del 70. Para comprenderlo, es ilustrativo desarrollar la película de Alchian y Demsetz en cinco actos. Primero, la producción de bienes y servicios se organiza en equipos para aprovechar la existencia de economías de escala: la producción del equipo es mayor a la suma de lo que produciría cada uno de sus miembros trabajando separadamente. Segundo, la producción total del equipo puede observarse fácilmente, no así las contribuciones individuales a ésta. Tercero, cada miembro del equipo tiene incentivos egoístas a no esforzarse, en la medida en que es compensado en función de la producción total del equipo, y no por su esfuerzo personal. Se trata de una variante del popular dilema del prisionero: todos los miembros del equipo estarían mejor si se esforzaran, pero a cada uno por separado le conviene no hacerlo y descansarse en que el resto lo haga. Cuarto, el problema se mitigaría si los miembros del equipo se supervisaran mutuamente, pero esto da lugar a un problema con una estructura similar: a cada uno le conviene ahorrarse el mal momento de denunciar a un compañero que no está trabajando y beneficiarse de que otros lo hagan. En definitiva, el problema radica en que cuando un miembro decide hacer una contribución productiva al equipo, asume la totalidad del costo, pero recibe sólo una parte del beneficio. El final de la película es previsible: la empresa capitalista clásica resuelve este problema al concentrar la responsabilidad de supervisar a los miembros del equipo y la percepción de los beneficios derivados de la producción en una única figura: el propietario. Esto explicaría su predominancia frente a otras alternativas organizacionales.

Si bien se trata de un problema relevante de la estructura de incentivos en la producción cooperativa, mucha agua ha corrido bajo el puente desde que estos autores publicaron su artículo, en 1972. Diversas objeciones derivadas de refinamientos teóricos del argumento y nueva evidencia empírica han limitado el alcance de su crítica. Un primer punto que contradice la historia de Alchian y Demsetz es que en la empresa capitalista moderna la inmensa mayoría de quienes cumplen tareas de supervisión cobran un salario fijo que no depende del desempeño de los supervisados. Por otro lado, la producción en equipo se parece más a un “juego repetido” que a una interacción que se da por única vez. Si la interacción entre los miembros de la cooperativa se prolonga repetidamente en el tiempo (siempre que éstos no sean muy impacientes y le den valor a lo que suceda en el futuro), cada miembro del grupo puede decidir esforzarse y continuar haciéndolo en períodos subsiguientes condicionado por que los demás también lo hagan.

También se ha demostrado la efectividad de la presión horizontal entre compañeros de trabajo para sancionar a quienes se desvían de la norma en cuanto al esfuerzo esperado dentro de un grupo. Si incorporamos al problema el hecho de que el comportamiento de una fracción importante de individuos no está exclusivamente orientado por el propio interés, algo obvio para quienes no son economistas, pero que la profesión económica sólo recientemente ha incorporado de forma sistemática, las posibilidades de resolver exitosamente el dilema de un grupo cooperativo son aun mayores. Por ejemplo, habrá miembros del equipo dispuestos a esforzarse de acuerdo a lo esperado y a sancionar a quienes no lo hagan, aun a riesgo de asumir costos personales. Asimismo, la culpa y la vergüenza que se originan al violar una norma de esfuerzo grupal pueden ayudar a sostener una elevada ética laboral, incluso en empresas grandes, en las que los incentivos egoístas dictarían lo contrario.

La propia realidad también se ha encargado de desacreditar en parte el argumento. La supuesta inferioridad de las empresas autogestionadas en términos de productividad no aparece documentada en la mayor parte de los estudios internacionales. Como señala John Pencavel, profesor de Stanford que estuvo el año pasado en Montevideo disertando sobre la temática, “en numerosas instancias las cooperativas no resultan menos eficientes que las empresas convencionales, por lo que la presunción de su relativa ineficiencia carece de justificación”. Un estudio publicado el año pasado en Industrial and Labor Relations Review, revista científica de la Universidad de Cornell, revela que las cooperativas de trabajo uruguayas tienen un riesgo de disolución significativamente menor que empresas convencionales comparables. Este resultado se verifica tanto para el período 1997-2009 como para el subperíodo previo a 2005, cuando el entorno político no favorecía especialmente a este tipo de empresas, sino más bien lo contrario. También sabemos que, en promedio, las cooperativas de trabajo no son particularmente tolerantes con los malos desempeños de sus miembros: los despidos por razones disciplinarias ocurren con igual frecuencia que en las empresas capitalistas. Además, mientras que las empresas capitalistas deben dedicar una mayor proporción de su personal a tareas de supervisión, las empresas autogestionadas sustituyen el control jerárquico por el control horizontal entre los propios trabajadores. Esto sugiere que las cooperativas de trabajo tienen a su disposición mecanismos diferentes para asegurar que todos “transpiren la camiseta”.

En otro estudio, basado en una encuesta realizada para el año 2009, se obtuvieron indicadores de inversión promedialmente inferiores en las empresas autogestionadas, resultado que se continúa analizando en base a una nueva encuesta, realizada cuatro años después a las mismas empresas. Los problemas de subinversión estarían en gran medida explicados por un subgrupo de cooperativas con alta proporción de trabajadores mayores de 50 años. Como se explica en el estudio, el corto horizonte de permanencia en la empresa de estos trabajadores y su reducida capacidad de diversificar riesgos podrían conducir, en una empresa de propiedad colectiva, a priorizar el consumo presente de los excedentes por sobre su reinversión. Lejos de servir para sentenciar a muerte el modelo autogestionario, la teoría y la práctica de los grupos cooperativos exitosos indican que se trata de un problema remediable mediante el diseño de mecanismos internos que provean los incentivos adecuados. En el mismo estudio, se detectó que las empresas autogestionadas sufren mayores problemas de acceso al crédito. Por ende, en la explicación de las menores tasas de inversión también entrarían en juego factores ligados a la discriminación negativa de las instituciones bancarias a este tipo de empresas.

Es cierto que se verifica un menor dinamismo en la contratación de personal, aunque también las tasas de destrucción de empleo son menores en estas empresas. Las empresas autogestionadas exhiben, en general, un empleo más estable y remuneraciones más flexibles a lo largo del ciclo económico, por lo que absorben los efectos de las crisis económicas de forma diferente a las empresas convencionales. Se ajustan el cinturón por precios (remuneraciones), y no por cantidades (despidos). También se observó que este tipo de emprendimientos tiene similar propensión a realizar actividades de I+D y mayor propensión a implementar innovaciones en la organización del trabajo. Pero, nuevamente, las buenas noticias parecen ser dejadas de lado.

En Uruguay, se encuentran activas más de 400 cooperativas de producción. En su primera etapa, el Fondo para el Desarrollo (Fondes) ha apoyado a apenas 28 empresas, la mayoría de ellas con un perfil y un historial empresarial particularmente complejo, de las cuales unas pocas han tenido problemas. Seguramente, hay mucho para seguir corrigiendo en el diseño operativo del Fondes. Lo que no termina de quedar claro es cuál es el tipo de razonamiento que conduce a inferir del fracaso de un puñado de emprendimientos conclusiones respecto de la viabilidad del modelo autogestionario en su conjunto. Es una buena novedad que se discuta sobre autogestión. Mejor aun que lo podamos hacer sobre la base de resultados de investigación. Pero, si realmente queremos aportar a la comprensión pública del tema, no podemos contentarnos con consultar únicamente el estante de la biblioteca que se lleva mejor con nuestros preconceptos.