Después de pasarse varias horas parado frente a la puerta del banco, el agente Mario Rodríguez se toma el 109 para dormir una pequeña siesta en su casa. Mucho más no puede hacer. Sus gurises revolotean alrededor mientras él le pide a su mujer que los aparte. Sólo piensa en descansar un poco antes de encarar hacia la comisaría.

Creado en 1964, el servicio de vigilancia conocido como 222 -ése era el número del artículo que lo autorizó en la Ley 13.318- era un mecanismo que permitía a los policías compensar su bajo salario, a la vez que los responsables de los gobiernos de turno encontraban en él la válvula de escape a su descontento, sin afectar el presupuesto. ¿Y las ocho horas? Bien, gracias: guardadas en un cajón, o en un discurso, o en algún manual escolar. Al igual que las horas extras -por aquel mecanismo bien explicado hace más de un siglo-, esa mercancía que venden los trabajadores, mezcla de tiempo, esfuerzos y saberes, se abarata en forma significativa cuando alguien consigue eludir un magro salario para sumarle otro.

Pero, para una sociedad que empezó a sentirse acosada por los miedos y los medios, se hizo evidente que no se podía exigir un buen servicio de seguridad si sus trabajadores corrían la liebre de un lado para el otro. El mecanismo del 222 empezó a ponerse en duda.

No sólo los policías cumplen con este servicio. También lo hace otro sector público históricamente relegado en lo salarial: el docente. Maestros y profesores corren de un laburo al otro, acumulando público y privado o, desde hace unos años, público más público, escuelas de tiempo completo, cargos de adscripto, laboratorista, bibliotecario, etcétera, en general, peor pagos que el salario de aula, pero imprescindibles para que los que viven de su salario lleven algo medianamente útil a sus casas. Como hace 50 años con la Policía, funciona como válvula de escape. La gente se va acostumbrando. Y los gobernantes silban bajito.

Claro que, igual que en el caso de la Policía, la tarea docente se resiente. Entonces, profesores y maestros hacen su trabajo peor de lo que quisieran. Dejan de actualizarse, planifican a la bartola, evalúan y califican como pueden, preparan a las corridas algo para enfrentarse a ese público que enfrentan a diario y que los desenmascara a la primera de cambio. O (en muchos casos) extreman su esfuerzo hasta donde pueden, quitándoles tiempo a los suyos, al descanso, sin sábados ni domingos, y agradeciendo cuando un feriado, una alerta roja o un paro les permiten cumplir con el trabajo atrasado. Y se queman. Tratan de buscar otras opciones que les permitan ganar más o trabajar menos, y abandonan la docencia. Así se va un porcentaje importante de los más interesados y mejor preparados.

Las diversas propuestas del gobierno de la educación o de representantes del Poder Ejecutivo que analizan los gremios de la enseñanza están lejos de terminar con el multiempleo docente. Y ése es el mayor problema de la enseñanza, tanto de la pública como de la privada.

Mientras tanto, un porcentaje importante de los egresados de los centros de formación docente dejan las aulas para dedicarse a otra cosa, entra menos gente que la necesaria a estudiar magisterio o profesorado, y los distintos subsistemas encuentran cada vez más difícil llenar las horas vacantes.

La huelga, en este caso la del Estado, hace perder un número mucho más importante de clases que cualquier lucha sindical.