“Algo increíble. Cansa más el viaje que el empleo”, le dice un viajero anónimo a Clara en el cuento “Ómnibus”, incluido en Bestiario, de Julio Cortázar. Ese relato, que parodia el tópico literario del viaje y ubica a sus protagonistas en un espacio de acción cotidiano y abrumador, es antecedente directo de Leyland, primer libro de Rosana Malaneschii.
La palabra de origen latino “ómnibus” significa “para todos”, y en Leyland se decodifica a modo de ironía. Aquello que es para todos no es el transporte público sino una cualidad de lo mísero que suele activarse en el trayecto.
El libro, que toma su título de la marca de coches que durante años la empresa CUTCSA importó de Inglaterra, cuando abundaban la carrocería de buen metal y los asientos mullidos de cuero verde, está compuesto por 12 relatos conectados por el mismo espacio de acción y transcurso -un viaje en ómnibus en Montevideo- y por la construcción coral de los mismos hechos.
En el prólogo, Enrique Estrázulas dice que Leyland “se compone en su totalidad de simples viajes en ómnibus”. Aunque sus temas lo aproximen a la extendida y despectiva concepción de la historia mínima, porque se centra en personajes activados en un contexto cotidiano, aquí no hay simpleza, sino acertada construcción de arquetipos que responden a la condición local y dolorosa del viaje en transporte público, pocas veces abordada en la literatura rioplatense con tanta lucidez.
A la manera de un mural, que incluso con personajes caricaturizados no abandona su componente realista, los cuentos recrean una cotidianidad urbana y mezquina, que obliga a los viajeros a mezclarse en un espacio acotado y miserable de circunstancias perturbadoras e interacciones obligadas, de carteles que prohíben, además de fumar, salivar -como si esa acción fuese aún frecuente-, de encuentros indeseados y de una construcción ilimitada de prejuicios. Ante todo, los personajes de Leyland son porque hay un otro que los hace existir al observarlos, juzgarlos o interpelarlos.
La voz del narrador creado por Malaneschii no sólo es irreprochable técnicamente, sino que además la autora jamás descuida la coherencia de los fragmentos que ofician de encastres entre los relatos. Malaneschii se preocupa por la consistencia de éstos, y es evidente su esmero al hacer que algunas frases funcionen al mismo tiempo como vehículo de lo que se cuenta y como piezas independientes. Es frecuente encontrar expresiones lúcidas que, lejos de aparecer como un ejercicio pretencioso de retórica, son funcionales al relato y se sostienen incluso fuera de contexto: “la vejez es también un error, pero del tiempo”, o “salvar a alguien es perderlo para siempre”.
Entre los relatos sobresale el fundacional “Guardman”, que presenta a varios de los pasajeros, luego protagonistas. La historia parodia el ascenso y descenso del guarda como un héroe trágico del “cerrá atrás” y desentraña, a modo de epifanía, el nombre del libro: “Alguien le dijo que quería decir ‘tierra de ley’. Ese bondi es tierra de ley. Sí, Leyland. Mira el pasaje que viaja sin saber que algún día, o más precisamente hoy, será su rebaño”.
También se destaca “La verdad desnuda”, que recrea con humor cáustico el desamparo social de las personas obesas mediante un personaje denominado “la gorda” (“Superando la circunstancia de su entrada se deslizó hasta lograr acomodo. Constituía una novedad extraña. Al ocupar los dos asientos especiales y contiguos, pareció dividirse. Mitad asiento maternal, regazo acogedor; mitad asiento lisiado, regazo mudo”); y también “Enfundá la mandolina”, en el que se narra el viaje de una anciana que se cuestiona su condición de mujer mientras escruta su pasado en la juventud de una pareja de viajeros: “Si algo la mató un poco fue su época: estaban de moda las lindas. Había que ser muy linda para ser linda, no como ahora que están de moda las exóticas y cualquiera sobresale”.
Los cuentos de Leyland son económicos por su extensión breve, pero no por la cantidad de recursos que coexisten en ellos, especialmente el humor, que siempre es efectivo, aun en los pasajes en los que las citas de canciones populares son un exceso. Es el caso del relato “Simplemente una rosa”, hilvanado por extractos de letras de canciones, que se destaca como ejercicio narrativo, pero cuyo recurso se va volviendo predecible, en desmedro de la historia.
Éste es un debut literario que sortea su escasa difusión a fuerza de narraciones verosímiles y personajes bien construidos, y se instala con comodidad en la narrativa uruguaya reciente. Mediante relatos que pueden resultar simples si se juzgan de forma perezosa, la autora retrata situaciones cotidianas para cualquier usuario del transporte público, que funcionan como crítica inteligente a una idiosincrasia que, aun con su reputación apacible, continúa elaborando prejuicios por encima del hombro. Leyland es, en definitiva, una invitación a viajar por el pasillo salvaje del pasito al fondo, que hay lugar.