Un grupo de docentes y estudiantes provenientes de diferentes disciplinas se reunieron durante una docena de miércoles, a instancias de un curso que tuvo como principal objetivo provocar una serie de diálogos, en torno a prácticas colectivas de participación en la toma de decisiones, que transcurrieron alternativamente entre el aula tradicional y la mesa de café.
Al cabo de estas sesiones, que en un principio aspiraron a develar múltiples incógnitas que abarcaron desde el sentido de la participación hasta la necesidad de educar en la materia, parece al menos necesario publicar (por hacer públicas) algunas reflexiones colectivas que fueron recurrentes a propósito del estado de la participación en el Uruguay contemporáneo.
La definición de “participar” que nos brinda la Real Academia Española -en su primera acepción: “dicho de una persona: tomar parte en algo”- nos hace ruido, por su referencia directa a lo individual. A primera vista esa acepción es muy bien recibida en todos los ámbitos y niveles de toma de decisiones, pero es bastante difícil de palpar, a pesar de que esencialmente involucre al cuerpo de cada uno de los participantes en relación con los otros.
Es que el motivo de sus recurrentes fracasos tanto como el de su posible éxito parece estar en otra dimensión: la toma de decisiones colectivas necesita tiempo (más tiempo que aquellas que se toman de manera individual), nuestro más escaso bien, si no el único de que disponemos con entera libertad.
Últimamente, la “participación ciudadana” se ha vuelto un factor estratégico a nivel político, pero el valor de esta participación es dudoso. Se trata de participar para legitimar espacios-creados-para participar. Se postulan proyectos, se manejan datos y se tejen indicadores, a modo de telón que vela el escenario donde finalmente sucede la toma de decisiones. El saber técnico diseña dispositivos para participar, y al tiempo que dice “acá sí”, también dice “hasta acá”.
Sumémosle a esto la visión del “participador” como un ciudadano-vecino/vecina, portador de una imagen, una presencia que lo hace reconocible como habitante de esos espacios de participación. Ciertamente, ser vistos de este modo no es para todos.
Las personas, potenciales participadores, nos encontramos pensando los problemas desde una ajenidad, en la que otros, que poseen un conocimiento específico, definen o prefiguran algunas de nuestras necesidades. Se nos invita entonces a participar en alguna etapa del proceso-programa-proyecto, sin la información o preparación necesarias y cuando muchas veces los objetivos y metas ya están definidos de antemano. Desde ahí, ¿es posible construir o transformar?
Cuando se trata de participación, cada quien (llámese institución, programa, actor político o participador) tiene algo que decir. Hemos aprendido a reproducir discursos sobre participación, pero ¿dónde, cuándo y cómo aprendemos a participar?
De(s)aprender
Una de las cosas que, tal parece, venimos aprendiendo es que la participación no es un problema, estamos llenos de participación. Y, si no hay problema, no hay necesidad de juntarse para cambiar nada. El precedente “ejercicio de sensibilidad” nos invita a cuestionar este aprendizaje. El discurso y la práctica de la participación son dos cosas bien diferentes y, en tanto no distingamos esto, no podemos hacer visibles ni discutir sobre los resultados de nuestras prácticas de participación.
La pregunta no es si participar cambia o no cambia las cosas, sino si consideramos que necesitamos transformar la realidad y, si la respuesta es sí, ¿de qué forma? ¿Mediante qué prácticas?
En las prácticas que dicen ser participativas, la escucha dialógica y la autocrítica ¿tienen lugar? Porque no estamos seguros de si realmente sabemos escuchar al que piensa diferente, porque es más fácil escuchar al que piensa igual a nosotros; pero los discursos y las prácticas son heterogéneos. Las asimetrías de poder de todo tipo (diferencias generacionales, de género, de uso de las nuevas tecnologías) pautan quién se hace escuchar. Los mismos discursos crean y reproducen asimetrías. Al nombrar, excluimos, habilitando a unos e invisibilizando a otros, fuera de ese circuito donde participan sólo los iguales, los individualmente homogéneos.
Una mirada crítica cuesta; salir de lugares comunes, los aprendidos, cuesta. A esto puede agregársele que distintas organizaciones de la sociedad civil se disponen constantemente a participar para contrarrestar las injusticias del sistema. Muchos son los aspectos a discutir en relación con estas prácticas: ¿a quiénes representan?; ¿son realmente transformadoras?; ¿quiénes están incluidos y quiénes no llegan a estos espacios, porque no son vistos u oídos como ciudadanos?
Son muchas las dudas, como para poder seguir dejando que la participación ande libre por ahí. Si mediante este ejercicio pudiéramos enjuiciar a nuestros discursos, para hacerlos responsables de nuestras prácticas, podríamos partir de este enunciado:
LA PARTICIPACIÓN NO EXISTE hasta que se demuestre lo contrario.
Reflexiones colectivas surgidas del seminario-taller “Diálogos sobre prácticas colectivas de participación en la toma de decisiones” (Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad de la República), que invita a participar en la última mesa de diálogos, a realizarse el miércoles 30 de setiembre a las 19.00 en el Café La Diaria, en el marco del Día del Futuro.