En la ficha técnica de FUÁ no hay sonidista porque son las voces, el murmullo, la palabra disociada de su contexto y de sus referentes, la respiración, la carne y el golpe del cuerpo en el piso los que construyen musicalidad. Es la última creación de Federica Folco, junto a Florencia Delgado, Matías Chocho, Juan Núñez, Cecilia Graña, Tiago Rama, Martina Gramoso, Sofía Lans, Candai Calmon, Sebastián Niz (en escena) y la iluminación de Ivana Domínguez. El grupo se conformó a partir de LAMASA, una práctica abierta de improvisación y exploración sensible en el marco conceptual y vivencial de la comunidad.

La sala del Mercado Agrícola, donde se presenta la obra, tiene ese efecto subterráneo que promueve la sensación de que entramos en un paréntesis de acontecimiento, dejando atrás (o arriba) la ciudad, el mercado-shopping, las verduras.

Al inicio, un guía de la sala nos explica que no habrá sillas y que somos invitados a circular como deseemos durante la hora y diez minutos de duración de la obra. “Ahora ya sabemos todo lo libre que podemos ser”, bromeamos con uno de la fila a quien también le llamó la atención tanta explicitación.

FUÁ es apta para ansiosos/inquietos”, pienso, y luego, durante la obra agradezco esta decisión, ya que la intensidad de lo que presenciamos y su proximidad sin desniveles ni límites invita al cuerpo a moverse, y éste agradece no estar condenado a la butaca. El uso del espacio maximiza la belleza de sus posibilidades y el trabajo de iluminación de Domínguez. Estamos dentro sin estarlo; la materia prima coreográfica es de elementos desconocidos. Respiración, sexo, saliva, sudor, contacto, piel, mirada, gritos, susurros y palabras activan la memoria de su presencia en nuestros cuerpos.

Contaminación contemporánea

Aunque la indefinición quiere ser una de sus principales características, si a algo refiere la palabra “contemporánea” al lado de “danza” en “danza contemporánea” es al modo en que las informaciones circulan entre cuerpos y obras. En este sentido FUÁ se sitúa en diálogo con obras anteriores de Folco; Periférico, donde la tensión grupal ya empezaba a explorarse, LAMASA, en la que cuerpos in o des-civilizados exploraban el deseo y la deslimitación del contacto con el otro, NI-Je, en la que la irreverencia, la palabra traficada y la sensualidad ya aparecían como pistas de su estética y de su investigación.

Directa o indirectamente, FUÁ también nos hace recordar a algunas otras obras vistas más o menos recientemente en Montevideo: Multitud, de Cubas, Las cosas se rompen, de Martinelli y Matadouro, Lote Preto, de Gente de Evelin, Otro Teatro, de Achugar, Mordedores, de Russo y Levi, y hasta Episodio II (obra de quien escribe).

Vigente y urgente parece la pregunta sobre lo grupal o lo que nos hace humanos; sea lo social o aquella animalidad transmutada en civilización. Aunque no hay un intento (ni posibilidades reales) de volver a algún estado primitivo anterior, y sería terrible querer representarlo, FUÁ explora estados de presencia alterados y alternados. Al referirse a la improvisación, Steve Paxton -cuya filosofía teórico-práctica es referente aún hoy- hablaba del “animal” que subyace al self socializado de cada uno, es decir a ese yo que se expresa por medio del lenguaje verbal, del pensamiento lineal, del comportamiento adecuado.

“El propio animal” es una inteligencia física compuesta de patrones de movimiento y reflejos heredados y aprendidos, que conforman nuestra habilidad para sobrevivir y para encontrarnos y jugar con nuestro ambiente (como dice Lepkoff en “What Happens When”). Algo de él (el animal) vemos en esta obra. Rostros afásicos o histéricos, lenguas afuera, el rictus del placer o del ensimismamiento causado por su búsqueda, el contagio de una exacerbación o de una calma que se esparce en esta cadena humana. Como en toda buena receta en este horno de cuerpos mojados, los ingredientes son ellos, pero cobran sabor en la reunión gastronómica. Estos cuerpos movidos por el deseo complican cualquier posibilidad de neutralidad contemplativa.

Enseguida después de FUÁ, volví a ver Esto no es cultura, animal, de Restuccia y Beti Faria. Unos días después visité la muestra Arte degenerado, de la Colección Engelman Ost. Pienso que no sólo entre danzas se contaminan y trafican preguntas y estéticas. Pero FUÁ no termina de ajustarse a etiquetas ni busca ser identificado como pervertido o salvaje; su estética no es la de la afirmación sino la de la oscilación sensible. Durante su coreografía una serie de ambigüedades constituyen la riqueza de la creación. Es la inestabilidad del código la que le sube el volumen a nuestro mirar perplejo. Incluyendo al pudor como una posible experiencia de los espectadores, también están la empatía y agitación que producen estos cuerpos inmersos en respiración, ondulación, relación, gemido.

Intraducible

FUÁ: onomatopeya intraducible. FUÁ presenta a un uso de la palabra que se resiste a mediar entre vos, yo y la escena que nos hace encontrarnos con los bailarines y con los demás espectadores, a quienes vemos entre esta masa móvil de pieles, músculos, sexos, huesos, ropa. El sudor visible y olfateable, la mirada que nos incluye, los cambios repentinos de foco o de lugar nos hacen más conscientes de nuestra presencia, de la temporalidad de las acciones, y por ahí, también, del hecho de que nosotros también tenemos un cuerpo. FUÁ es como jugar al quemado, con la diferencia de que aquí algunos jugadores sí quieren quemarse/sí quieren fuego. Las diversas reacciones y reverberaciones de la obra en los cuerpos de los otros -nosotros- son parte de FUÁ.

La incomodidad de algunos y el visible placer de otros cumple una promesa de la que nace la danza: afectarnos mutuamente. Si el arte dejó esto para los bailes o el ritual, entonces es hora de recapitular, hibridar, desincronizar para dar de nuevo. FUÁ no es una obra “interactiva” en el sentido de que nuestra acción no está prevista y sus respuestas condicionadas. El inicio nos presenta un cuadro “típico” de la danza contemporánea: cuerpos “arrastrados” y en meditación somática, un uso central del espacio, un espacio escénico bien delimitado. Todo esto desaparecerá.

Si yo, que estoy habituada a ser espectadora de una danza que busca transgredir, me sentí afectada, me pregunto qué les pasó a espectadores de danza cuyas expectativas jamás salen del rectángulo definido de un palco a la italiana. El olor, las palabras, el aire que estos cuerpos mueven, el atropellamiento por momentos, la casi succión (literal) del público al final también integran la coreografía. Mientras, el grupo murmura en tono bajo o a veces cantante palabras que distorsionan nuestro entendimiento o se distorsionan en nuestro intento de entender: “Te amo”, “Me llamaron”, “Mencioname”, “Traicioname”. La voz está presente toda la obra, hasta que una pausa de cara a la pared (que cobra una gran tensión dramática) dará signos de un posible final. Algo se quiebra.

El propio animal, cultura

Más que una pregunta sobre lo insurrecto, FUÁ es una investigación coreográfica y colectiva sobre el afuera de los marcos normativos de las políticas de la proxemia, de la sexualidad, del “arte”, de la vida. Aunque hay un esbozo de incluirnos en ese experimento, éste se da sobre todo entre los cuerpos de los diez bailarines. En el trabajo a base de estados que hacen los intérpretes, es interesante que su directora ponga también el cuerpo en escena.

“Buscamos llegar a estados que distorsionen nuestros sistemas perceptivos habituales. Ahora la acción es la atención, el afecto se desparrama y la lengua es lengua”, dice el texto de la obra. Como bien dice Restuccia: el lenguaje dice cosas que no quiere decir y no dice cosas que quiere decir. Es decir, engaña. Y el cuerpo no está exento. El postulado de “el cuerpo es el cuerpo” es sobre todo un horizonte utópico para la deconstrucción de las estructuras semióticas que lo afectan. Pero difícilmente sea una misión cumplida.

La tensión entre la sensualidad que cada cuerpo va produciendo hace que el espacio entre ellos cobre vida; la respiración hace nacer cuerpos y de ellos voces y gemidos, palabras proferidas casi como escupitajos o deslizadas por el aliento que suena raspando la garganta y expandiendo el aliento.

Durante la función, la musicalidad de las acciones compone una otra musicalidad, la de nuestra subida y bajada por sus intensidades, que van mutando junto a los estados que van apareciendo y también a partir de la proximidad/lejanía de un grupo que no para de moverse, que nos sorprende en nuestros rinconcitos elegidos, modificando la relación con lo que vemos (y con los que nos ven). Entre ceremonia posesa y ritual privado, FUÁ es un espacio de intimidad pública y de caderas hambrientas, pendulantes, rastreras y mordedoras. Los sexos y los sexos: juntos y diferentes bajo los idénticos shorcitos, entre championes y piernas desnudas al piso concreto del salón. Musculosas sin sutienes exponen la vulnerabilidad del pezón y la cualidad desinhibida de la obra y sus cuerpos. Pero insurrección no es cualquiercosismo, y la tensión entre lo que es posible coreografiar y lo que se escapa a cualquier estructura des-obediente es una pregunta que la obra me deja planteada e irresuelta.

FUÁ explora y utiliza, en vez de censurar los impulsos y reflejos con los que los cuerpos van respondiendo en cada una de las escenas, que -difíciles de identificar de modo discreto- pasan por momentos de minimalismo y otros de energética explosión, de exageración, de exceso. Si bien hay toques de Los idiotas (Lars Von Trier, 1998), el estado de juego y desinhibición está menos codificado y estereotipado, y es alternado con informaciones que agitan y sirven sus sentidos una y otra vez hasta el final. Todos nos vemos un poco ahí, todos nos vemos un poco acá. Normalidad y anomia, normalidad y anormalidad. Todos somos un poco de esas cosas.

FUÁ es un estudio de intensidades. Es sacar la lengua y con la lengua afuera darse a desconocer. La obra termina y la pregunta por la posibilidad de insurrección nos invita a salir a la noche fría y terránea del Cordón con una pregunta bajo el brazo (o entre las piernas): “Y después qué” de la insurrección.