Hector Galmés tiene una clara conciencia del proceso creativo y reflexiona constantemente sobre él, pero plantea su propia incomprensión de tal proceso, que puede resultar útil para interpretar sus textos: “El mecanismo de la creación no es analizable, por lo menos para quien está metido en eso. Si lo fuera, si uno pudiera desmontarlo pieza por pieza, no escribiría jamás, porque tendría todos los problemas resueltos. Y el hombre escribe cuando tiene problemas y no sabe exactamente en qué consisten” (“La imaginación”). Propone, así, que la labor creativa parte de una situación que no está resuelta en el principio y que tampoco lo estará al final, por lo que hablar de lectura última, completa o acabada sería ir en contra de la noción galmesiana. Si bien la idea de obra abierta se hace extensible a todos los textos a los que un lector pueda enfrentarse, en la concepción narrativa de Galmés es un asunto central.

Su obra literaria parte de problemas y genera nuevos problemas. Esto se relaciona con su continuo trabajo sobre los textos (en “La imaginación” menciona haber escrito seis veces el cuento “El puente romano”), las reiteradas modificaciones que se observan en sus manuscritos y la noción que se desprende del título de su última novela: Final en borrador. Galmés instala el problema de la creación -y, a la vez, el de la interpretación-, de modo casi explícito, como un proceso incapaz de cerrar una obra, resultando, en sus textos, casi una obsesión.

Él acuñó la frase que da título a este artículo y la usa en un pasaje de Las calandrias griegas en el que el personaje Adonis, luego de una larga caminata por Montevideo, llega a la Aguada, donde la visión del entorno lo hace sentir “aliviado porque aquellas cosas vulgares lo libraban del delirio, de los fantasmas de la imaginación”.

La imaginación tiene para Galmés dos caras, es condena y liberación; elemento de creatividad interpretativa y proceso que afecta la producción en todos los ámbitos vitales, en forma positiva pero también negativa. Impulsa a los sujetos a actuar pero también los hace incapaces de amoldarse a la realidad circundante. Es una energía creadora y, a la vez, determina un alejamiento de las cuestiones más mundanas, como se refleja en los personajes que se presentan depresivos, alienados, utópicos, solitarios, soñadores, incomprendidos, cercanos a la locura.

A lo largo de su obra pueden encontrarse pasajes (enunciados de los personajes o de los narradores) que proponen algunas nociones sobre estos puntos. El protagonista de Necrocosmos conoció por casualidad a un pastor que ahora le envía a una joven para evangelizarlo. La joven, en cambio, será “corrompida” por el protagonista, que piensa lo que le diría el pastor a ella. Si “pudiera vernos a través de su cristal, si nos supiera aquí, hablando de barcos azules y de fugitivos, le susurraría una advertencia: 'cuídate de la imaginación, no le hagas caso. Fuiste a salvarlo y te perderá. La imaginación enferma fácilmente; no la dejes volar; la altura la debilita y la corrompe. No imagines más allá de lo prudente. Domina tu pensamiento. Recuerda que si el hombre cayó, fue por culpa de la imaginación. El futuro no será de los soñadores'”, reflexiona.

En este sentido, en la obra de Galmés pueden leerse varias reprobaciones de la rutina, la publicidad o la comodidad burguesas. Éstas formarían parte de la alienación que elimina las posibilidades de imaginar. Parece que el protagonista de La siesta del burro aún se mantiene a salvo: “A pesar de cuarenta años de oficina, Estévez conservaba imaginación”. Sin embargo, había pretendido cortar el lado enajenante en la imaginación de su hijo: “Juan Carlos se marchó sin decir nada cuando cumplió los veinte. El padre le había conseguido un puesto de auxiliar en su oficina y le pagaba un curso de contabilidad por correspondencia. Había que ubicarlo en el mundo para que se dejara de pensar en cosas raras”.

Dentro de esta misma dualidad se presenta al protagonista de Final en borrador. Luego de que Julián le cuenta la historia del barco del abuelo, Atilio López se imagina una película sobre esa embarcación, llamada El Deslumbrado, porque para él “el cine no era simplemente pasatiempo, sino una forma de ordenar el mundo, porque le ofrecía una imagen bastante coherente de la realidad a fuerza de machacar sobre los mismos recursos, mientras que más acá de la pantalla se estaba en medio del caos”. Para no encallar en la nada como aquel barco, López queda liberado por su imaginación y a la vez preso de ella, como dice hacia el cierre de la novela: “Lo que ocurre es que ya no puedo abandonar los itinerarios de El Deslumbrado, porque si lo hago y sobrevivo quedaré abandonado en una isla desierta. ¿Entendés? Quiero decir que me siento condenado, porque me han robado la imaginación”.