Mediodía de un 5 de enero en Salto. Hace calor. Al movimiento habitual de la víspera de Reyes se suman unos nubarrones que cubren todo el cielo. Toda lluvia es más que amenazante en un escenario en el que más de 6.000 personas están desplazadas de sus hogares a causa de las inundaciones. Las áreas más afectadas son los barrios de la costanera del río Uruguay y las proximidades de los dos arroyos que atraviesan la ciudad, Ceibal y Sauzal.

Afuera del Centro Coordinador de Emergencia Departamental (Cecoed) hay gente haciendo cola. Adentro hay cinco escritorios tras los cuales funcionarios en sus computadoras atienden a los que llegan, buscan sus datos, encuentran o crean registros. Las personas vienen a comunicar que ya sacaron de sus casas toda el agua con lodo que las cubrió; los funcionarios las ingresan en una planilla para que un equipo integrado por personal de UTE, de la Dirección Nacional de Bomberos y un arquitecto -de la Intendencia de Salto o del Ministerio de Transporte y Obras Públicas- inspeccionen las casas para corroborar que no hay riesgo eléctrico, sanitario ni estructural; también les dan un vale para retirar productos de limpieza que fueron donados por la iglesia adventista y otro tanto que llegará por intermedio del Sistema Nacional de Emergencias. En el patio, otros funcionarios y voluntarios organizan las donaciones -alimentos secos, pañales, productos de limpieza y de higiene personal-. Se larga la lluvia y quienes esperaban afuera se van mientras los funcionarios terminan de cubrir con lonas las montañas de donaciones.

Nicolás Palacios, coordinador del Cecoed, se hace un lugar para atender a la prensa. De pie frente al mapa de la ciudad de Salto, señala las áreas afectadas, que involucran a 1.500 familias. Allí están representados los siete albergues donde se alojan los evacuados, así como los grandes conjuntos de carpas de las personas que no quisieron irse de sus barrios, principalmente para no perder de vista sus casas o a quienes ingresaban a la zona, porque aún en estas penosas situaciones hay personas que van en bote y se llevan todo lo que encuentran: una chapa, un inodoro, una canilla. Personal de Prefectura y policías hacen recorridas en bote cada dos horas por la zona.

La cota de seguridad del río Uruguay es de 12 metros. El 23 de diciembre llegó a 16,30, algo que no había ocurrido en los últimos 45 años. Esa historicidad fue referida por varios: la creciente con la que se compara es la de 1959. El operativo retorno comenzó el lunes, y desde entonces ha descendido fundamentalmente el número de autoevacuados, es decir, aquellos que se alojaron en casas de familiares o de conocidos. Palacios explicó que quienes residen en los albergues y en carpas son, fundamentalmente, los que están en la franja del nivel de 12 metros del río a 13,50 o 14 metros; sus casas están todavía bajo agua, puesto que el río bajó ayer hasta 14,80 metros.

El Ejército se encarga de la alimentación de todas las personas evacuadas y autoevacuadas en campamentos. Palacios, militares y muchos vecinos saludaron la atención de la cena de fin de año, cuando el cuartel hizo asado para 821 personas; el menú se completó con arroz primavera, refresco y pastafrola de postre. Tanto los albergues como los campamentos autogestionados reciben tres comidas diarias. Se ha puesto cuidado en que cada campamento autogestionado tenga acceso a agua potable, y los baños químicos se limpian diariamente; los albergues cuentan con esos servicios. También hay comisiones barriales que han organizado ollas populares; cada una lleva el registro de las personas que requieren alimentación y que precisan recibir donaciones, y hace el nexo con el Cecoed. Además, hay tres iglesias que tienen desplazados en sus albergues.

En las calles*

El parque Harriague es uno de los lindos paseos salteños. Hoy está entre la mugre y despide un olor penetrante, mezcla de río y saneamiento. En las calles y veredas hay de todo: televisores arruinados, heladeras, colchones, camas, calderas; objetos de todo tipo, que antes de la crecida tenían su valor. “Esto es de no creer”, se lamentaba el taxista que nos llevaba mientras mostraba áreas que nunca en su vida había visto inundadas.

El gimnasio Bernasconi, en el barrio Salto Nuevo, es uno de los albergues dispuestos por el Cecoed. Ayer residían ahí 18 familias, hablando en números, algo así como 36 adultos y 36 menores. Afuera, un niño de unos dos años jugaba descalzo en un agua que no debería pisar, pero eso no parecía sorprender a los pocos adultos que estaban cerca. Enseguida llegó la madre y lo sacó del lugar; otra de sus hijas prefería probarse zapatos que sacaba de la montaña de ropa dispuesta en el hall del gimnasio; casi todos le quedaban grandes, pero disfrutaba en la proyección. Lo que en otros momentos funciona como campo de juego estaba cercado por pallets cubiertos por sábanas, frazadas o cortinas que dividían las parcelas de cada familia. Adentro estaban las camas, los colchones, televisores, ropa y heladeras, lo poco o mucho que habían podido rescatar. El panorama era desolador. Algunos dormían en medio del calor apenas aliviado por ventiladores, otros legaban a visitar familiares, otros esperaban el paso de las horas y la bajada del río e ignoraban con qué situación se encontrarían.

Vanesa, del barrio La Estrella, está allí desde el 15 de diciembre con sus cinco hijos y su esposo. Su casa está próxima al río y con una cota de 12,5 metros ya tiene que irse; ella y su esposo informan que tienen 24 asuntos ingresados a la Intendencia y que les han dicho que su casa tiene peligro de derrumbe, pero dicen no haber recibido una respuesta concreta.

En su habitación, Yolanda y Marta reciben a la prensa; le hacen un lugar con tal de plantear su malestar porque alquilan por 4.000 pesos la pieza de una pensión que se inunda, cuando su único ingreso es la pensión de una de ellas, de 7.400 pesos. Quisieran tener una casa.

Miguel Giménez se llama el presidente de la Comisión Vecinal del barrio Ceibal. Estaba al mediodía en el Cecoed, con un listado largo de las personas de su barrio que estaban en condiciones de recibir la canasta con productos de limpieza. Horas después, estaba en su taller terminando de sacar el agua, que había infectado todo. Profesor de carpintería, nos mostraba las máquinas que había salvado y las que perdió. En la pared, un calendario estaba detenido el 22 de diciembre, el último día en que pudo trabajar en su taller. El 23 ya tenía el agua en el patio como nunca antes. Contó parte de su historia y mostró las fotos de sus dos nietas, que están internadas en Montevideo, en el hospital Pereira Rossell, ambas por cáncer. Aseguraba que van a salir adelante, pero que no es fácil. “Es duro, gurisas”, decía. La comisión vecinal se ubica a dos cuadras de su casa, funciona en un viejo liceo. Allí estaban su esposa y su hija, que en estos días han cocinado para los vecinos. Un ratito después apareció Miguel para entregar los productos de limpieza que había retirado y que repartiría entre los vecinos. Al despedir a la prensa recordó: “Destacá la solidaridad de los vecinos y la buena voluntad de las instituciones”.