Isabel preparó la mesa para la hora a la que él llegaba. Sobre un mantel de nailon barato estaban puestos impecables los platos y los cubiertos, la fuente rebosante de ensalada y un par de velas encendidas. Habían cortado la luz otra vez. En el horno se enfriaba la gallina más grande que quedaba en el gallinero. Estaba orgullosa, la había degollado con el primer corte de cuchilla.

Escuchó ladrar a los perros y unos segundos más tarde el corcoveo de la Hondita 50 apagando el motor a unos metros de la puerta. Los pies en el suelo. Las ruedas sobre la gramilla rodando hasta el portón. El pasador haciendo gemir al hierro. Gabriel esa noche no estaba borracho.

Salió a la puerta del fondo a recibirlo escondiéndose las manos en el delantal. Desde chiquita le quedaban transpiradas y frías cuando se mandaba alguna. Él desenfundó la cabeza del casco y el pelo le cayó desordenado sobre la campera. Entró a la casa sin mirarla y al ver el despliegue volvió sobre sus pasos. Le dio un beso sin ganas respondiendo a lo que él suponía que era una tregua. Ella lo recibió con los labios encogidos. Sentía que el corazón le latía tan fuerte que le hacía sonar las piedritas de las caravanas. “Te esperé con la cena pronta”, le dijo, y él le contestó: “Así te quiero”.

Gabriel se sentó en la silla de la cabecera y dejó caer todas sus cosas en el piso. Isabel sacó la cena del horno y antes de tomar la cuchilla le ofreció el jugolín. Le respondió cuando ella ya descuartizaba la cena que le sirviera un vaso. Se limpió las manos nerviosa en el delantal y llenó uno de los esmerilados con jugolín hasta el borde.

Lo miró de reojo todo el tiempo. Gabriel le preguntó si tenía alguna novedad y ella negó con la cabeza, veía poco con esa luz de mierda y la gallina se le deslizaba por sus dedos. En un rapto de arrepentimiento se dio vuelta para arrebatarle el vaso pero ya era tarde. Gabriel se empinaba aquel almíbar hecho por las manos de Isabel, con el jugolín más berreta de la feria de los martes y un blíster enterito de lexotan molido.

Ella apenas pudo tocar su plato mientras lo miraba tragar como león las tiras de carne que desprendía de los huesos con la boca inmunda llena de grasa. Gabriel le dijo que se trajera un vaso para ella y sacó del morral un tetra de Santa Teresa rosado. Isabel le dijo que prefería que no. Él que sí, que cuando escaviaba se ponía menos pelotuda.

Gabriel volcó aquel rosado entibiado en el mismo vaso del jugolín, a ella le sirvió lo que quedaba. Armó un tabaco y luego de encenderlo se paró de la silla. Se estiró como un gato, echando humo por la nariz. Un metro noventa y cinco de ese ser que la había enamorado con aquellos risos y el pelito dorado sobre la cara virgen, que ahora se había tupido de unas canas trémulas sobre la piel cuarteada por el frío.

Gabriel se metió en el baño. Desde la cocina, ella escuchó el sonido sobre las baldosas de la hebilla al caer antes que el resto de la ropa, luego lo oyó gemir descargando la mierda de todo el día en un estruendo calamitoso, y finalmente meterse a la ducha. Que le alcanzara las toallas, le gritó después ya con la lluvia de la ducha corriendo. Ella las sacó del ropero y entreabrió la puerta del baño para dárselas. Prendé la estufa, gorda, le dijo, y a ella le dio pena. Sabía que cuando le decía “gorda” era que estaba todo bien.

Salió atolondrado del baño y desplomó su cuerpo en la misma silla en la que había cenado. Isabel se le paró al lado y con una de las toallas empezó a secarle el pelo. Él llevó las manos hacia sus piernas y la empezó a manosear por abajo de la pollera hasta llegar a la concha. Isabel intentó salirse pero él la tenía bien agarrada; le bajó la bombacha con la otra mano y le metió el pulgar en el culo. Isabel no pudo contener las lágrimas, todavía estaba lastimada de la noche anterior. Tomate el vinito, le dijo, y le sacó los dedos de todos los agujeros. Entonces lo miró a los ojos y notó la desorientación.

El tronco de Gabriel se descuajeringó y cayó hacia adelante. Escuchó el golpe del cráneo aterrizar contra el borde de la mesa, derribando todo lo que había encima. Observó paralizada. Era un animal caído sobre aquel cabello que, todavía húmedo, se confundía con el estampado de ese mantel que empezaba a arder vertiginosamente con el fuego de las velas.

No reparó siquiera en si estaba dormido o desmayado. Soltó la toalla que aún tenía entre las manos, tomó su cartera y corrió al fondo. Arrancó la Hondita y hasta no abandonar el camino de tosca que terminaba en la ruta se imaginó que Gabriel la alcanzaba y la mataba. La empalaba con la chaira, la descuartizaba y la enterraba en el gallinero.

Cuando las ruedas pisaron el asfalto de la ruta, Isabel se animó a mirar atrás. En la nube de polvo que había dejado con la moto se divisaba el resplandor naranja de las llamas tomando su casa. Se escuchaba aún a los perros ladrando desaforados para avisar al barrio de aquel espectáculo. La invadió un llanto espasmódico, casi infantil, que era de tristeza y ya no de miedo. Pensó en la madre de Gabriel, en quién le daría la noticia.

Avanzó despacio por la ruta, dejándose aliviar el ardor por la brisa que se le colaba entre las piernas y se dejó tragar por la noche hasta desaparecer de aquella vida.