En 1986, cuando Fernando Butazzoni publicó por primera vez El tigre y la nieve, hacía un año que la democracia uruguaya había sido restaurada. Muchos de los involucrados en atropellos a los derechos humanos mantenían sus cargos jerárquicos dentro de la estructura militar y se sabían lo suficientemente fuertes como para desoír a la Justicia. Esta situación se intentó emparchar mediante la ley de caducidad. Por el vecindario, Pinochet y Stroessner aún permanecían en el gobierno. Pero también estaba el miedo, después de 12 años cargándolo a cuestas; el temor no se disipa automáticamente cuando un presidente democráticamente electo saluda desde los balcones del Palacio Estévez.
Resulta importante repasar el contexto en el que fue editada esta novela. El lector distraído al que le llega esta obra podría pensar “otro pesado más hablando sobre la dictadura”, cuando fue justamente este libro uno de los que rompieron el silencio respecto de estos temas.
La trama de El tigre y la nieve es sencilla de resumir. Un narrador, que resulta bastante asimilable al propio Butazzoni, se encuentra exiliado en Suecia, más que nada porque es preferible prevenir que curar. De casualidad conoce en una fiesta a Julia Flores, uruguaya exiliada con quien inicia una relación de pareja. Julia estuvo 14 meses secuestrada en el centro de detención La Perla, en Córdoba, Argentina. A partir de este momento, la novela irá alternando la historia de su pasaje por los infiernos, los altos y bajos en la convivencia de estos dos uruguayos que intentan sobrevivir el hostil invierno sueco.
El enorme mérito de Butazzoni consiste en transformar los abusos y torturas sufridos por muchas víctimas del Plan Cóndor en una narrativa ficcionalizada que se sostiene por sí misma. Hoy en día, cualquier lector informado conoce, por otros medios, varias de las prácticas utilizadas en aquellos años. Las capuchas, los interrogatorios, la picana, el submarino y la violación sistemática de las detenidas forman actualmente parte del imaginario colectivo sobre las dictaduras, pero en aquel tiempo eran pocos los testimonios y documentos accesibles sobre el tema.
En este sentido, el libro tiene varios aciertos y evita que se transforme en un mero panfleto. El primer acierto es el propio personaje de Julia Flores. No se trata de una heroína ni de una supermilitante, sino de una mujer con simpatías de izquierda y la mala suerte de convivir con un uruguayo que sí estaba involucrado en una organización clandestina. Julia logra sobrevivir porque un capitán del ejército argentino (el actualmente procesado Ernesto Barreiro) se enamora de ella o al menos siente una fuerte atracción sexual. Ella acepta ser su pareja porque sabe que significa la posibilidad de vivir. Una vez que consigue poner un océano de distancia entre ella y sus torturadores, no le interesa involucrarse con ninguna causa de activistas en el exilio: tan sólo quiere anestesiar su dolor y sobrellevar las culpas.
Varios personajes presentan ambigüedades morales. Desde el momento en que Julia acepta ser la amante del mencionado capitán, se vuelve, en cierta manera, una prostituta. Apoyará también a los militares realizando algunos trabajos administrativos. Incluso, leyendo con suspicacia, queda la duda de si vendió o no a un conocido que militaba junto a su novio. El propio Barreiro pareciera por momentos estar realmente enamorado de ella, y si las circunstancias fueran otras, podría llegar a ser un marido tierno y comprensivo. En otros pasajes, da la sensación de que es un enorme cínico que encontró una forma de someterla en un nivel más profundo. Con cada gesto de ayuda que la protagonista recibe de un compañero, aparece otro preso aconsejando que se cuide de quien le dio esa mano, generándose un estado de desconfianza generalizada.
Los capítulos en los que se cuentan las andanzas del narrador y la protagonista por Suecia no sólo cumplen la función de darle al lector un respiro respecto del agobiante clima de los centros de detención. Funcionan, a su vez, para explorar las secuelas psicológicas con las que debe lidiar Julia, alimentadas en parte por las largas noches del invierno nórdico, que se pasan a solas, tomando alcohol mientras afloran los demonios internos.
La reedición de esta novela resulta oportuna por varias razones, no sólo por el número redondo de los 30 años desde su primera publicación. Puede funcionar como advertencia para todos aquellos que piden el regreso de las botas, legítimamente indignados por la violencia de ciertos crímenes que ocurren en nuestros días. Por otra parte, la noticia de que la Justicia argentina procesó a todos los involucrados en el centro de detención La Perla permite leer ahora estas páginas con la sensación de que finalmente se ha hecho justicia.
El tigre y la nieve
De Fernando Butazzoni, Planeta, Montevideo, 2016 (primera edición 1986), 333 páginas.