Tras la muerte del ex presidente Jorge Batlle han abundado las semblanzas amables sobre su persona. Aunque coincido con algunas de ellas, creo que la tarea de situarlo en nuestra historia será colectiva, y que tal vez un poco de imaginación pueda ayudar a la tarea.
La mayoría de quienes se interesan por la trayectoria política de Jorge Batlle estarán de acuerdo en que su gran aporte fue la transformación radical del sector que pasó a liderar en 1964, tras la muerte su padre, Luis Batlle Berres. Si este había tratado de aggiornar los principios batllistas sentados por el fundador del movimiento, José Batlle y Ordóñez, Jorge Batlle se propuso alterarlos de forma sustancial, especialmente en lo que refiere a la incidencia del Estado en la economía. No sin resistencias, bajo la conducción de Jorge Batlle la lista 15, históricamente el ala progresista del batllismo (y del Partido Colorado), se convirtió en una usina del pensamiento liberal, y con ella llegaron a identificarse varios economistas que intentaron reformas liberalizadoras, como Alejandro Végh (por mencionar al más notorio).
Se tiende a identificar las ideas liberales en lo económico con las posturas liberales en lo social, dado que ambas buscan otorgar la mayor autonomía posible a las iniciativas individuales. Me cuento entre los que pensaban que el gobierno de Jorge Batlle (2000-2005) traería una mayor apertura en cuanto a libertades personales, no sólo por su impronta liberal, sino porque no costaba conciliar las políticas en esta área con los lineamientos del batllismo fundacional, que a principios del siglo XX había logrado materializar la mayor expansión de derechos que conoce (hasta hoy) la historia del país.
Sin embargo, durante el mandato de Batlle no hubo avances en esos ámbitos. Más bien, al contrario: el presidente se granjeó gratuitamente la antipatía de los militantes de movimientos gays y afines cuando afirmó en una entrevista con The New York Times que para él la homosexualidad era una patología. En cambio, sí se manifestó repetidas veces como partidario de la legalización de diversas drogas, pero no lideró iniciativa alguna en ese sentido. Fue especialmente frustrante conocer, en noviembre de 2002, su disposición a vetar una ley que habilitara la interrupción voluntaria del embarazo (cuando el proyecto contaba con apoyo transversal en el Parlamento y lo impulsaba una diputada, Glenda Rondán, de la propia lista 15), y aun más triste resultó enterarse de que la negativa presidencial se justificaba en un pacto que había entablado con la Unión Cívica a cambio de su apoyo previo el balotaje de 1999 (en el que se impuso a un candidato, Tabaré Vázquez, que llegaría a efectivizar el veto contra una ley del mismo tipo e igualmente impulsada por su propio sector político). Para alcanzar el gobierno tras cinco intentos, el Batlle liberal había debido aliarse con los sectores más conservadores del espectro político.
Lo que me interesa preguntar es qué habría pasado si el presidente Batlle hubiera prescindido del acuerdo con ese partido minúsculo, si no hubiese sido tan verborrágico en la entrevista con The New York Times, si hubiese dado algún paso por intervenir en el mercado de la droga (ya que lo consideraba ante todo un asunto de regulación económica).
La magnitud del apoyo social a las iniciativas sobre salud sexual y reproductiva, legalización de la marihuana y matrimonio igualitario no habría sido obstáculo para llevarlas adelante, y, en todo caso, el batllismo clásico ya proporcionaba los argumentos para defender el vanguardismo, curtidos tras recibir las repetidas crítica de la derecha (en la que, al menos en esto, habría que incluir a Carlos Real de Azúa), que acusaba a Batlle y Ordóñez de haber otorgado derechos fundamentales antes de que la sociedad los reclamara.
La crisis económica desatada en 2002, si bien consumió muchos recursos intelectuales (y obviamente, financieros), tampoco habría frenado esas iniciativas. Después de todo -y esta es una crítica que, ahora por izquierda, se les dirige los gobiernos del Frente Amplio-, la llamada “nueva agenda de derechos” ni sale plata ni altera significativamente las estructuras económicas.
Es frecuente, entre los que gustamos de la especulación contrafáctica, imaginar qué habría pasado si en la elección de 1999 se hubiera impuesto Tabaré Vázquez; seguramente, coincidimos, habría enfrentado problemas externos similares a los que enfrentó Jorge Batlle, habría fracasado igual que él, y tras ese gobierno fallido, el Frente Amplio habría conocido sucesivas debacles electorales (como el Partido Colorado).
Ahora bien, ¿qué imagen tendríamos del gobierno de José Mujica, durante el que se registraron numerosos avances en cuanto a derechos individuales, si muchos de esos derechos hubieran sido instalados diez años atrás? Recordemos que la agenda de derechos no figuraba en el discurso preelectoral de Mujica -y si lo hacía era de modo retrógrado, como en el caso de las drogas- y que su mayor mérito en estos asuntos fue “dejarse convencer” y no impedir el avance.
No sólo la imagen que tenemos ahora de Mujica sería distinta, sino también la de Jorge Batlle, al que tal vez tendríamos por un liberal parcialmente exitoso.