La obra de Florencio Sánchez nunca dejó de hechizar a directores y puestistas. Lo central se ha vuelto cómo escenificar al autor de M’hijo el dotor en diálogo con las tendencias estéticas, sociales y políticas de cada época. La reconocida directora y dramaturga Marianella Morena se ha destacado por resignificar a figuras como Shakespeare (Las Julietas) o Sánchez (Los últimos Sánchez). En sintonía con esa impronta, Morena ensayó una versión libre del clásico Barranca abajo (1905), que como sabemos desde el liceo narra el desmoronamiento de la vida de don Zoilo, a partir de la pérdida de sus tierras y del afecto de su familia. El Barranca abajo de Morena se desarrolla en dos actos: en el primero, a partir de un texto propio, se presenta a una familia descendiente de Zoilo, perdida entre el sinsentido y el karma heredado del suicidio; el segundo se concentra en una síntesis de Barranca abajo, en el que se cruzan la tragedia personal, la comedia y el humor cruel. Una serie de canciones -musicalizadas y trabajadas junto a Malena Muyala- funcionan como distintas payadas a lo largo de la historia, y logran uno de los puntos más altos de la pieza, a la vez que se convierten en claves de lectura (“al atardecer no lo aguanta cualquiera” o “el pasado siempre está”).

¿Cómo nuestro pasado puede vulnerar al presente que ahora somos? Esta pregunta resuena a lo largo del espectáculo, que históricamente se ha leído como el estallido final del conflicto entre el viejo mundo campero y la modernización capitalista. Como ya lo han señalado incontables teóricos, Barranca abajo se convierte en un grito, testimonio de la incompatibilidad del viejo sistema y un nuevo mundo. Así es como don Zoilo, entre el silencio y la angustia, nunca logrará, por más que intente vías alternativas, modificar una realidad signada por el imperio de un nuevo sistema, ni aprenderá a convivir con su fracaso. Más bien se indignará frente a la reacción de su familia, “Y si yo tuviera la culpa, menos mal. Si hubiese derrochao; si hubiese jugao; si hubiese sido un mal hombre en la vida; si le hubiese hecho daño a algún cristiano, pase; lo tendría merecido. Pero jui bueno y servicial; nunca cometí una mala acción, nunca... ¡canejo!, y aura, porque me veo en la mala, la gente me agarra pal manoseo, como si el respeto fuese cosa de poca o mucha plata”, se lamenta casi al final. Quedan al descubierto el dolor y un vacío enorme. Incluso cuando en su canto final advierte: “yo no me mato por ellos / yo me mato por mí mismo”.

Reversiones

En esta puesta de Morena, lo valioso no radica en el qué, el cómo ni el cuándo, sino en el resultado de la combinación simultánea de esas tres variables. Porque, en verdad, lo significativo es cómo cada personaje percibe lo que sucede y reacciona en determinado momento de la historia. Robustiana (Lucía Sommer) es una militante activa; Prudencia (Stefanie Neukirch) la sigue de lejos, aunque sobre todo se preocupa por seducir al trío de hombres (Fernando Dianesi, Daniel Spinno Lara y Luis Martínez) que bien pueden remitir al estanciero Juan Luis y a los comisarios, responsables de quitarle a Zoilo sus bienes y su dignidad. A estos personajes se suman Aniceto (Fernando Vannet), Dolores (Roxana Blanco) y el propio Zoilo (Juan Antonio Saraví). Por medio de esos seres, Sánchez cuestionaba al sistema de su época, y se convertía en un pintor de escenas domésticas, a partir de una vida campera a principios del siglo pasado y de un Zoilo que, en más de una ocasión, fue visto como “el rey Lear de las pampas”.

Una vez más, Blanco demuestra que sobre el escenario es posible construir, más que un personaje, un ciclón que arremeta contra el mundo. Y lo hace entre miradas perturbadas, gestos, saltos imprevistos y suplicios que embisten -literalmente- al espectador. Saraví, después de aquel entrenador desquiciado de El gato de Schrödinger (puesta anterior de Santiago Sanguinetti), vuelve a sorprender con una sólida y sostenida interpretación, al tiempo que hace patente la desintegración de esa estampa criolla y guerrera en manos del saqueo: lo despojan de su tierra, de su cultura, de su identidad. En esas escenas en carne viva se evidencian la denuncia social y el verdadero significado del dolor de Zoilo, que en su soledad irremediable comienza a caer en un pozo por el que la familia, la tierra, los amigos, el honor y la totalidad de su mundo se fugan hacia la nada.

El trío maldito de los compadritos, que encarnan a las potencias del mal y que van poblando al campo de vapores infernales -que también alcanzan a Dolores y Prudencia-, como si fueran las brujas de Macbeth en versión criolla, por momentos queda a la deriva en la historia, como si fueran un engranaje suelto, cuando en verdad son los que operan para transformar la realidad en un sentido trágico. Esa suerte de desarticulación y la extensión del primer acto -que por momentos se resiente en sus referencias al pasado y a la representación- pierden importancia ante el acierto de las lúcidas narraciones musicales y la captación de la esencia del conflictivo clima familiar, en el que todo se mantiene al borde, trastornado por el vértigo. Así es como se elabora una relectura despojada de monumentos, en la que el cuadro de desintegración se vuelve una certeza, y desde la cual se detona en forma simultánea al poder político y a la tradición, mediante un paisano que se enfrenta a las fuerzas sociales de su entorno, aunque esa hazaña termine con él. Evidentemente, lo que vuelve a confirmar Morena es la decidida vigencia de la iniciática Barranca abajo.

Realismos sociales

“Los personajes se fueron, salieron de la escena y se fueron a la realidad. Los personajes son los políticos, los personajes son los medios, los talk-shows, los reality, el escándalo, los atentados, la masacre editada. Los personajes y los montajes están en el mundo real, no en la ficción; en la ficción no hay más espacio para los personajes. Por eso la palabra está de duelo”, advertía Morena durante el primer Coloquio Nacional de Teatro en 2005. Cuando se asiste a su puesta sobre un clásico rioplatense como Barranca abajo, todo se resignifica desde un presente apremiante, y se vuelve una observación de la condición humana y sus múltiples posibilidades. Por eso es que Sánchez primero, y Morena después, apostaron por la imposición del cierre trágico. Porque, como anotaba Goethe, “todo lo trágico se basa en un contraste que no permite salida alguna. Tan pronto como la salida aparece o se hace posible, lo trágico se esfuma”. Y en este caso todo implica que esa maldición del sistema que recayó en Zoilo sigue siendo heredada generación tras generación, sin que nadie pueda hacer algo para evitarlo.

Esta Barranca abajo se construye desde lo visual, desde la poesía cadenciosa, desde un procedimiento de síntesis que tensa el presente de la representación. Así, la tragedia se vuelve una proyección de la vida contemporánea, urbana o campera. Se vuelve desesperación, se transforma en un grito absurdo que recuerda la imposibilidad de ser felices en un mundo que se viene abajo. Como sentencia un Zoilo loco de vergüenza y desesperación antes del fin: “Todos somos güenos pa’ consolar y pa’ dar consejos. Ninguno pa’ hacer lo que Dios manda”.

Barranca abajo

Versionada y dirigida por Marianella Morena. Con Juan Antonio Saraví, Roxana Blanco, Lucía Sommer, Stefanie Neukirch, Fernando Vannet, Fernando Dianesi, Daniel Spinno Lara y Luis Martínez. Sala Zavala Muniz, viernes y sábado a las 21.00, domingo a las 19.30.