La inseguridad como tema copa la agenda cada pocos meses, instancias durante las cuales los medios de comunicación, así como buena parte del sistema político y de la sociedad, transmiten la idea de que se ha tocado fondo y es necesario un cambio radical en la materia.

Estos momentos suelen ser disparados por alguna muerte violenta, que rápidamente va generando indignación en todas las capas sociales. Los actores más destacados en el combate discursivo contra la inseguridad suelen afirmar que se llegó a un punto en que el gobierno tiene que “hacer algo ya” para evitar una tragedia social de magnitudes insospechadas. Sin embargo, el tema rara vez ocupa el centro de la agenda durante más de una semana, comenzando a ceder paulatinamente frente a otros acontecimientos, pero sin que haya operado ningún cambio significativo, a veces ni siquiera una promesa.

Así, este suceso mediático, social y político se repite desde hace años sin mayores variantes. Como si estuviésemos presenciando un espectáculo cuyos protagonistas repiten siempre, de modo idéntico, los mismos parlamentos. De un lado se exige mano dura y, en las versiones más extremas, se reniega de los derechos humanos y hasta de la democracia. Del otro, se afirma que la inseguridad es producto de la desigualdad y la exclusión, y que la mera represión no soluciona un problema complejo, que se resolverá cuando dé sus frutos la inclusión social, cultural y económica.

A simple vista, parece claro que el discurso centrado en el endurecimiento de la represión y las penas ha ido ganando espacio, y las causas pueden ser varias: un aumento objetivo de la violencia en ciertos episodios delictivos, lo que genera alarma y miedo en la población; un tratamiento mediático del tema cada vez menos cuidado y más morboso, enfocado más en la generación de reacciones que en la promoción de la reflexión y el análisis; el hecho de que la oposición política, carente de proyectos con peso propio, encuentre en la inseguridad un fenómeno a explotar, logrando cierta identificación con la sociedad. Pero otra de las razones de este triunfo del paradigma de la mano dura tiene que ver con la torpeza con que el progresismo social y cultural suele pararse frente a las demandas de mayor seguridad.

La etiqueta de “facho” puesta en toda persona que muestre preocupación por el tema y demande al gobierno una solución, lejos de significar una respuesta, se parece más a un abandono del terreno en el que se libra la batalla cultural.

Claro que existen discursos fascistas en torno al tema seguridad, los cuales representan una amenaza para la convivencia democrática, el progreso social y el mundo del pensamiento. Pero nunca podrán ser combatidos extendiendo indiscriminadamente la acusación de fascismo o golpismo a cualquier crítica sobre el estado de la seguridad ciudadana. Porque incurriendo en tal actitud no sólo se niega al interlocutor, sino que también se obvia el problema de fondo, real, dejando el terreno libre para que las posturas más reaccionarias sí recojan las demandas sociales, interpretando los temores y proponiendo soluciones (ahora sí) de inspiración fascistoide.

Así, las víctimas de la inseguridad y quienes no lo son, pero se sienten con temor, han sido abandonados por la retórica progresista. Incluso, a veces, satirizados y responsabilizados de todo lo que ocurre.

Desde luego, la inseguridad y la violencia hunden sus raíces en problemáticas sociales cuyos responsables políticos suelen mirar para otro lado. Del mismo modo que la ciudadanía no asume ningún grado de responsabilidad en el deterioro del tejido social, explicación de buena parte de los flagelos que nos afectan como colectivo. Ahora bien, una víctima de la inseguridad es, antes que cualquier otra cosa, una víctima; el victimario, aun siendo víctima del sistema, es también un victimario; y que nadie quiera ser la próxima víctima parece un planteo sensato.

Si desde el progresismo no comprendemos y asumimos esto, nuestra batalla estará perdida de antemano.

Marchar por seguridad no tiene en sí nada de malo, siendo algo tan válido como exigir mejor educación o buenos salarios. En todo caso, deberemos discernir quiénes son los ciudadanos que honestamente están preocupados por la inseguridad y quiénes utilizan dicha preocupación para operar en términos político partidarios, buscando obtener mediante la agitación de fantasmas aquello que no consiguen en las urnas. Con estos últimos, obviamente, la discusión es estéril, porque la inseguridad no les interesa: sólo es parte de una estrategia que persigue intereses inconfesables.

Pero los ciudadanos que solamente quieren sentirse seguros merecen, aun cuando caigan en planteos reaccionarios y errados, algo más que una etiqueta que los anule. Antes que esgrimir una descalificación sin más, deberíamos empezar a dedicar más tiempo a explicar por qué estamos en contra de la pena de muerte y de la justicia por mano propia, por qué es importante ayudar a los sectores más desfavorecidos y redistribuir la riqueza, y por qué los derechos humanos son una garantía para todos. Sí, lo sé, se trata de una tarea desgastante. Pero que siempre dará más frutos que el “son todos fachos”, peligrosa contracara del “hay que matarlos a todos”.