La descentralización tiene muy buena prensa. En principio, se trata de una iniciativa atractiva e implica devolver poder a la gente. Es de lo más políticamente correcto en tiempos en que la corrección política a veces asfixia. Por eso, entre otros motivos, la descentralización ha devenido en lo que la ciencia política conoce como un asunto de “valencia”. Ningún político se opone a la descentralización (al menos en público), sino que todos compiten para ver quién la impulsa y logra implementarla con más fuerza. Esta tendencia se ha profundizado en circunstancias de crisis de la política tradicional. En virtud de ello, aquí me interesa hacer una aclaración y tres advertencias sobre la descentralización, en base a la evidencia comparada.

La aclaración es que reformas descentralizadoras hay muchas, y se configuran en secuencias diferentes. No es lo mismo desconcentrar servicios administrativos que desconcentrar recursos económicos. Tampoco es lo mismo desconcentrar servicios y recursos descentralizando al mismo tiempo el poder político. Entre otros, el trabajo de la politóloga argentina Tulia Falleti sugiere que la combinación de estos tres tipos de descentralización, así como la secuencia en que se estructura y procede una reforma descentralizadora (¿cuál de los tres tipos instrumentamos primero?), tiene consecuencias profundas respecto del alcance mismo de cada reforma, así como del régimen político que termina emergiendo al final del proceso.

En suma, los impulsores de la descentralización deben pensar también en la secuencia de la política pública y en cómo diseñar caminos para llegar al orden deseado. La discusión se entrevera cuando todos apoyamos la descentralización (probablemente connotando el término de diferente manera) y cuando los impulsores de la medida no tienen claro qué tipo de descentralización impulsan y para qué. En ese entrevero, los políticos muchas veces terminan impulsando medidas que en el mediano y el largo plazo generan efectos perversos. Sobre esto último, me gustaría mencionar tres ejemplos asociados con instancias de descentralización política y su interacción con condiciones estructurales de las sociedades latinoamericanas.

Primero: la consolidación de mecanismos de representación segmentada. Los dos mapas que acompañan esta nota corresponden a las zonas metropolitanas de Santiago de Chile y Montevideo. Las zonas más oscuras de los mapas corresponden a los niveles socioeconómicos más bajos, y las claras, a los niveles más altos. Como puede observarse allí, ambas zonas metropolitanas poseen grados significativos y similares de segmentación socioeconómica (los más ricos viven en una zona determinada, los pobres en otra). Sin embargo, si uno analiza las campañas electorales y el modo en que operan los parlamentarios electos en una y otra zona metropolitana, encuentra diferencias muy significativas. Esas diferencias responden no sólo a los muy distintos sistemas electorales de los dos países, sino también a una característica específica de la descentralización política que implementa Chile. Allí, los distritos electorales coinciden con los límites socioeconómicos (la línea punteada en el mapa de Chile corresponde a la demarcación entre distritos para la elección de la cámara baja). La combinación, en Chile, de una sociedad fragmentada socioeconómicamente y reglas de juego que refuerzan dicha fragmentación genera una representación segmentada. La política opera de muy distinta forma para ricos y pobres, y termina reforzando (en vez de mitigar) las desigualdades de base. Esto también termina generando, en el tiempo, tasas de participación electoral y política muy diferentes entre localidades de distinto nivel socioeconómico. Tenemos, en otras palabras, una democracia que no redistribuye y que funciona de modo muy diferente para ricos y pobres.

Segundo: la interacción entre la política y la ilegalidad, y la interacción entre ambas y la descentralización. En los últimos años, el crimen organizado se ha expandido y consolidado en la región. El caso de Argentina (pensemos especialmente en los casos de la provincia de Buenos Aires y de la ciudad de Rosario) provee un ejemplo interesante, especialmente porque sólo en períodos y espacios locales muy específicos la presencia del crimen organizado ha generado espirales de violencia abierta (similares a los que predominaron hasta hace poco en Colombia, o a los que aún prevalecen en áreas de México y Centroamérica). En general, la presencia de extensas redes criminales convive pacíficamente con la política y constituye lo que Matías Dewey denomina “un orden clandestino”. Esta convivencia (y en varios casos connivencia) constituye lo que conocemos como “zonas liberadas” en distintos espacios locales, y restringe, de modo muy claro, la capacidad de los ciudadanos de ejercer libremente sus derechos civiles más básicos. Como todos sabemos, Uruguay no es ajeno a este tipo de fenómeno.

Pero ¿qué tiene que ver esto con la descentralización? Si descentralizamos poder en un contexto en el que distintas localidades están penetradas por el crimen organizado, generamos oportunidades para que la ilegalidad capture a la política, sea compitiendo directamente por el poder local, sea financiando candidatos que aseguren a las bandas condiciones para seguir funcionando con seguridad. Y de lo local es posible ascender a lo nacional. En el Perú actual, así como en Colombia y México, se habla de las “narcobancadas”, en referencia a grupos de parlamentarios de distintos partidos que son directamente financiados por los narcotraficantes y que operan representando sus intereses en el Parlamento. Aunque no nos guste y prefiramos tapar el sol con la mano, hay que empezar a mirar mucho más de cerca la interacción entre la política institucional y la ilegalidad.

Tercero: el invento puede terminar matando al inventor. El Uruguay actual es el Parque Jurásico de los partidos. Mientras que en buena parte de la región estos, tal como los conocimos en el siglo XX, han colapsado, en Uruguay, con matices y ciertos síntomas de desgaste, los partidos siguen siendo centrales para la política y la sociedad. Según argumentan Eduardo Dargent y Paula Muñoz en el contexto de un libro recientemente publicado sobre los desafíos de sostener y construir partidos en América Latina, la descentralización política es una clave explicativa fundamental del colapso de los partidos peruanos y de la creciente debilidad y fragmentación de los colombianos. En ambos casos, y en contextos en los que cundió el descontento masivo con la política tradicional, los partidos perdieron su capacidad de alinear liderazgos locales y parlamentarios, generando inmensos problemas de coordinación electoral y para la acción de gobierno. Y una vez que el sistema se desestructuró, no fue posible rearticularlo.

En el caso de Perú, donde la descentralización se combinó con un mecanismo que permite la revocación de un mandato (a muy bajo costo para quienes deseasen revocar el de una autoridad local), se generó un efecto adicional: el vacío de poder municipal. Luego de haber pasado por varios procesos de revocación de mandato, hay localidades en las que ningún vecino se postuló a cargos públicos, por el temor al escarnio y a ser revocado. El sistema político peruano funciona, desde hace más de 20 años, sin partidos. Y en varias localidades, sin poder elegir candidatos para puestos locales. Y sabemos que eso no es lo ideal.

En suma, la idea de la descentralización tiene muchas virtudes y trae consigo la promesa de un orden político más democrático y participativo. Pero tenemos que tener muy claro de qué estamos hablando, cómo se va secuenciando la descentralización y cómo este mecanismo institucional interactúa de modo complejo con factores estructurales de nuestra sociedad, como la desigualdad, la presencia creciente del crimen organizado a nivel local y la expansión de una ola global de descontento con el establishment político.

Juan Pablo Luna Profesor titular del Instituto de Ciencia Política, PUC-Chile. Investigador principal del Núcleo Milenio para el Estudio de la Estatalidad y la Democracia en América Latina (RS130002).