Vivimos en una era en la que los ideales de los derechos humanos se han colocado en el centro de la escena, tanto política como éticamente. Se ha gastado una gran cantidad de energía en promover su significado para la construcción de un mundo mejor, aunque la mayoría de los conceptos que circulan no desafía fundamentalmente las lógicas de mercado liberales y neoliberales o los modos dominantes de legalidad y de acción estatal. Vivimos, después de todo, en un mundo en el que los derechos a la propiedad privada y el beneficio aplastan todas las demás nociones de derechos.
Quiero explorar aquí otro tipo de derecho humano, el derecho a la ciudad. ¿Ha contribuido el impresionante ritmo y escala de urbanización de los últimos 100 años al bienestar humano? La cuestión de qué tipo de ciudad queremos no puede estar divorciada de la que plantea qué tipo de lazos sociales, de relaciones con la naturaleza, de estilos de vida, de tecnologías y de valores estéticos deseamos. La libertad de hacer y rehacer nuestras ciudades y a nosotros mismos es, como quiero demostrar, uno de nuestros derechos humanos más preciosos, pero también uno de los más descuidados.
Desde sus inicios, las ciudades surgen mediante concentraciones geográficas y sociales de un producto excedente. La urbanización siempre ha sido, por lo tanto, un fenómeno de clase, ya que los excedentes son extraídos de algún sitio y de alguien, mientras que el control sobre su utilización habitualmente radica en pocas manos. Esta situación general persiste bajo el capitalismo, por supuesto; pero, dado que la urbanización depende de la movilización del producto excedente, surge una conexión íntima entre el desarrollo del capitalismo y la urbanización.
El proceso urbano ha experimentado una transformación de escala. Se ha hecho, dicho en una palabra, global. Los booms inmobiliarios en Reino Unido y España, así como en otros muchos países, han ayudado a propulsar una dinámica capitalista de modos que se asemejan a grandes rasgos a lo que ha sucedido en Estados Unidos. La urbanización de China durante los últimos 20 años ha tenido un carácter diferente: se ha concentrado en el desarrollo de su infraestructura, y ha sido incluso más importante que el proceso estadounidense. Su ritmo se intensificó enormemente tras una breve recesión en 1997, al punto de que ha consumido casi la mitad de la producción mundial de cemento desde 2000.
El boom urbanizador global ha dependido, como sucedió con los que le antecedieron, de la construcción de nuevas instituciones y dispositivos financieros para organizar el crédito necesario para sostenerlo. Sin controles adecuados de evaluación del riesgo, esta ola de financiarización se tradujo en la doble crisis de las hipotecas subprime y del valor de los activos inmobiliarios.
Los ideales de identidad urbana, ciudadanía y pertenencia -ya amenazados por la difusión del malestar de la ética neoliberal- resultan hoy mucho más difíciles de sostener. La redistribución privatizada mediante la actividad criminal amenaza la seguridad a cada paso y promueve demandas populares para que sea suprimida por la Policía. Incluso la idea de que la ciudad podría funcionar como cuerpo político colectivo, un lugar en y desde el cual los movimientos sociales progresistas podrían emanar, no parece plausible. Existen, sin embargo, movimientos sociales urbanos que intentan superar el aislamiento y remodelar la ciudad de acuerdo con una imagen diferente de la promovida por los promotores inmobiliarios respaldados por el capital financiero, el capital corporativo y un aparato de Estado cada vez más imbuido por una lógica estrictamente empresarial.
Desposesiones
La absorción de excedente mediante la transformación urbana tiene un aspecto todavía más siniestro: ha implicado repetidas explosiones de reestructuración urbana mediante la “destrucción creativa”, que tiene casi siempre una dimensión de clase, dado que son los pobres, los no privilegiados y los marginados del poder político quienes sufren primero y en mayor medida las consecuencias de este proceso, en el que la violencia es necesaria para construir el nuevo mundo urbano a partir de las ruinas del viejo. En el corazón de la urbanización característica del capitalismo radica un proceso de desplazamiento y lo que yo denomino “acumulación por desposesión”. Se trata de la contraimagen de la absorción de capital mediante el redesarrollo urbano, que da lugar a numerosos conflictos en torno a la captura de suelo valioso en manos de las poblaciones de renta baja que han podido vivir en esas ubicaciones durante muchos años. En algunas ciudades, los poderes financieros, respaldados por el Estado, presionan para que se produzca un desalojo por la fuerza, con la intención de apropiarse violentamente de terrenos en algunos casos ocupados durante una generación. Ejemplos de desposesión pueden encontrarse también en Estados Unidos, aunque estos tienden a ser menos brutales y más legalistas: el derecho del Estado al dominio eminente ha sido objeto de abuso con el fin de desplazar a residentes establecidos en viviendas razonables en beneficio de usos del suelo de mayor importancia como grandes edificios de viviendas y centros comerciales.
¿Qué opinar, por otro lado, de la propuesta aparentemente progresista de conceder derechos de propiedad privada a las poblaciones que ocupan ilegalmente y proporcionarles activos que les permitirían salir de la pobreza? Un plan de este tipo se discutió para las favelas de Rio de Janeiro, por ejemplo. El problema es que los pobres, asediados por la inseguridad de su renta y sus frecuentes dificultades financieras, pueden ser persuadidos fácilmente de vender ese activo por un pago en metálico relativamente bajo.
Formular demandas
La urbanización, podemos concluir, ha desempeñado un papel crucial en la absorción de los excedentes de capital, siempre a una escala geográfica cada vez mayor, pero al precio de un proceso impresionante de destrucción creativa que ha desposeído a las masas de todo derecho a la ciudad, cualesquiera que sean estos. El planeta como terreno de construcción choca con el “planeta de ciudades miseria”. Los signos de rebelión se prodigan por doquier: el malestar en China e India es crónico; las guerras civiles desgarran África; América Latina está en fermento. Cualquiera de estas revueltas podría ser contagiosa.
A diferencia del sistema financiero, sin embargo, los movimientos urbanos y periurbanos de oposición, que abundan en todo el mundo, no se hallan estrechamente interrelacionados; de hecho, la mayoría no tienen conexión entre sí. Si algo los hiciera conectarse entre sí, ¿qué exigirían? La respuesta a esta pregunta es realmente simple en teoría: mayor control democrático sobre la producción y la utilización del excedente. Dado que el proceso urbano es un canal esencial de uso del excedente, instituir una gestión democrática sobre su despliegue urbano constituye el derecho a la ciudad. A lo largo de la historia capitalista, parte del plusvalor ha sido gravado fiscalmente, y durante las fases socialdemócratas la proporción a disposición del Estado ha crecido de modo significativo. El proyecto neoliberal de los últimos 30 años ha estado orientado hacia la privatización de ese control. Los datos del conjunto de países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos muestran, sin embargo, que la parte gestionada por el Estado del Producto Bruto Interno se ha mantenido prácticamente constante desde la década de 1970. El mayor logro del asalto neoliberal ha sido, por consiguiente, impedir que la cuota pública se expandiese como lo hizo durante la década de 1960. El neoliberalismo también ha creado nuevos sistemas de gobernanza que integran los intereses del Estado y de las empresas, y que, mediante el uso del poder del dinero, han asegurado que la utilización del excedente por medio de la administración pública favorezca el capital corporativo y a las clases dominantes a la hora de conformar el proceso urbano. Incrementar la proporción del excedente detentado por el Estado únicamente tendrá un impacto positivo si este es sometido de nuevo a control democrático.
El derecho a la ciudad, tal como se halla hoy constituido, se encuentra demasiado restringido, en la mayoría de los casos, a una reducida elite política y económica que se halla en condiciones cada vez mejores de conformar las ciudades de acuerdo con sus propios deseos. Desafortunadamente, los movimientos sociales no han convergido todavía en torno al objetivo singular de obtener un mayor control sobre los usos del excedente y mucho menos sobre las condiciones de su producción. En este momento de la historia, esta tiene que ser una lucha global, predominantemente contra el capital financiero, ya que esta es la escala a la que trabajan en la actualidad los procesos de urbanización. Obviamente, la tarea política de organizar tal confrontación es difícil, cuando no apabullante. Sin embargo, las oportunidades se multiplican, porque las crisis estallan recurrentemente en torno a la urbanización, tanto local como globalmente, y las metrópolis se han convertido en el punto de colisión masiva -¿nos atrevemos a llamarlo “lucha de clases”?- de la acumulación por desposesión impuesta sobre los menos pudientes y del impulso promotor que pretende colonizar espacio para los ricos. Dar un paso adelante para unificar estas luchas supone adoptar el derecho a la ciudad como eslogan práctico e ideal político, porque este plantea la cuestión de quién domina la conexión necesaria entre urbanización, producción y utilización del excedente. La democratización de ese derecho y la construcción de un amplio movimiento social para hacerlo realidad son imprescindibles si los desposeídos desean recuperar el control sobre la ciudad, del que durante tanto tiempo han estado privados, e instituir nuevos modos de urbanización. Henri Lefebvre tenía razón al insistir en que la revolución tiene que ser urbana, en el más amplio sentido de este término, o no será.
David Harvey
*Una versión más extensa de este artículo fue publicada en la revista New Left Review Nº 53. Esta versión fue autorizada por el autor para su publicación en Dínamo.