La extensa trayectoria de Fidel Castro fue tan crucial como compleja. No dejó, como Ernesto Che Guevara, el recuerdo de un líder revolucionario talentoso y carismático que murió joven, en el combate, sino que permaneció durante décadas en el difícil gobierno de Cuba (de su Cuba, que no se puede explicar sin él) y asumiendo un papel internacional de primera línea. Siguió adelante por intrincados rumbos, y fue dejando tras de sí decisiones que vale la pena discutir. Pero lo que Fidel simboliza es mucho más claro y sencillo, comprensible para multitudes: fue el hombre capaz de hacer una revolución socialista a 150 kilómetros de Estados Unidos (la distancia que separa, por ejemplo, a Montevideo de Juan Lacaze) y de mantenerla en pie hasta que se murió de viejo. Así, encendió la posibilidad de que el ciclo de las revoluciones libertadoras en América Latina continuara con un alcance más profundo; la idea de que podíamos conquistar una vida sustancialmente mejor.
Con su elocuencia y su capacidad de persuasión, que se volvieron legendarias, y apoyado en un enorme prestigio, convenció a muchas personas dentro de su país, y a muchísimas más en el resto del mundo, de que la relación entre beneficios y costos de la revolución cubana era inevitable. De que para evitar el fracaso de la experiencia y preservar sus notables logros, por ejemplo en materia de salud y educación, era indispensable acotar el ejercicio de algunas libertades (la versión más pedestre de su hermano Raúl, este año durante la visita de Barack Obama, fue que en ningún país se disfrutan plenamente los 61 derechos humanos y civiles reconocidos por la Organización de las Naciones Unidas, y que en Cuba eso sucede con 47 de ellos, lo cual no es poco). Otros aspectos del sistema institucional cubano -que muchos izquierdistas no aceptarían en sus países pero toleraban en la isla- no fueron defendidos por Fidel en términos pragmáticos, como privaciones forzosas para la supervivencia, sino por convicción ideológica: en primer lugar, la existencia de un solo partido. En Cuba la gente dispone de una formación excepcional, pero sólo puede emplearla dentro de los límites que vaya determinando -para la actividad económica o la política, para el periodismo o para el ejercicio de la sexualidad- el Partido Comunista, al que la Constitución define como “la fuerza dirigente superior de la sociedad y del Estado”. Y que, como era esperable, ha cometido errores. Errores cuyas consecuencias han sido de especial gravedad, precisamente, por su condición empedernida de partido único.
Todo eso conviene debatirlo, así como las luces y las sombras de la política internacional desmesurada que logró desplegar, su alineamiento en el “bloque socialista” y sus iniciativas a menudo independientes del precavido juego soviético, su arriesgada solidaridad con tantos pueblos y su apoyo a iniciativas y sectores que a veces contribuyeron a la gestación de desastres en otros países. Todo eso, sí, vale la pena discutirlo, porque también así se puede aprender de Cuba y de él. Pero lo otro es indiscutible, y poco tiene que ver con tal o cual aspecto de la realidad cubana. Eso otro que Fidel simboliza, la esperanza que abrió e hizo ver, aunque él no le diera satisfacción completa. Por eso las multitudes comprenden que fue un héroe.