El 6 de diciembre se harán públicos los resultados de la prueba PISA 2015, en la que Uruguay participó junto con otros 71 países. Esta prueba se aplica de manera trienal a alumnos de 15 años de edad, con el objetivo de conocer en qué medida logran desarrollar habilidades complejas, y la capacidad de aplicarlas a situaciones reales.
PISA contribuyó significativamente a derrumbar el mito de la calidad de la educación en Uruguay. Hoy no quedan dudas de que no sólo estamos lejos de los países desarrollados, sino que tampoco salimos tan bien parados al lado de los países de la región. Ejemplo: los estudiantes uruguayos saben menos que los chilenos y están en el mismo nivel que los mexicanos (estos últimos, más pobres y expuestos a un sistema educativo plagado de corrupción y corporativismo). Por si no bastara, Uruguay ha empeorado sus resultados en los últimos diez años, situación que hace de nuestro país un caso excepcionalmente crítico a nivel mundial. Y eso no es todo.
Si bien este sacudón ha reposicionado a la educación dentro de la soñolienta agenda nacional, por lo general los debates y propuestas se centran en mejorar la calidad de la enseñanza. Sin desconocer su importancia, considero tanto o más urgente atender a la desigualdad educativa. Primero, porque están en juego la justicia y el derecho a la educación de miles de niños y jóvenes. Segundo, porque la desigualdad es inseparable del problema de la calidad. Tercero, porque la desigualdad educativa en Uruguay es extremadamente elevada.
Existen muchas formas de definir la desigualdad educativa. Aquí me refiero específicamente a la desigualdad en los aprendizajes que es atribuible a las diferencias socioeconómicas entre los alumnos. Dicho de otra forma, a la medida en que las diferencias socioeconómicas se transforman en diferencias de aprendizaje. En todos los países evaluados existe una relación entre el origen social y el desempeño escolar; el problema es que en Uruguay esta relación es particularmente intensa.
En 2012 participaron en PISA ocho países del continente, en su mayoría con niveles de pobreza y desigualdad socioeconómica más elevados que los de Uruguay. Lo impactante es que, a pesar de sus condiciones relativamente favorables, nuestro país mostró la relación más fuerte entre origen social y desempeño educativo -junto a Perú y Chile-. En pocas palabras, Uruguay es uno de los países que traducen con mayor eficacia las desigualdades sociales en diferencias de aprendizaje.
Una comparación con México ayuda a ilustrar este fenómeno. Si ordenamos a los estudiantes de ambos países en un continuo de acuerdo a su condición socioeconómica, la brecha de aprendizajes entre el 25% inferior y el 25% superior es considerablemente mayor en Uruguay (108 puntos) que en México (64 puntos). Entre otras cosas, esto implica que los alumnos más “pobres” de México se desempeñan mejor que los más “pobres” de Uruguay. Los mexicanos cuyos padres no tienen primaria, o sólo estudiaron hasta secundaria básica, logran mejores resultados que sus pares uruguayos (entre 40 y 20 puntos). Sólo los uruguayos de superior origen social (los hijos de universitarios, o los pertenecientes al cuartil más alto del índice socioeconómico de PISA) se despegan y obtienen mejores aprendizajes que sus iguales en México.
Estos resultados ponen en entredicho, al menos en principio, el discurso que reduce la desigualdad educativa a un epifenómeno de la inequidad social. Si bien es un factor relevante, las marcadas diferencias entre países en la intensidad de esta relación indica que hay otros factores en juego, de nivel nacional. La explicación estructural de la de- sigualdad educativa no puede ser un dato; deben desentrañarse sus condiciones de posibilidad. Sobre todo, es importante entender hasta qué punto esta relación puede estar afectada por ciertas características del sistema educativo.
Muy probablemente, algunos de estos rasgos son los mismos que explican los bajos resultados (especialmente en secundaria). En principio, toda falla del sistema afecta más a quienes, despojados de otros capitales, sólo tienen a la educación pública como posibilidad de acceso a la formación. Programas desactualizados; currículos extensos y fragmentados; la abrupta transición de primaria a secundaria, con su efecto de desestructuración de las experiencias escolares; la elevada incidencia de la reprobación (sanción institucional que no corrige nada, pero desalienta y propicia el abandono); el desarraigo de los profesores de secundaria con respecto a los centros educativos. Todos estos elementos ya han sido diagnosticados, así como la parálisis nacional que ha impedido implementar medidas que en otros países ya son moneda corriente y que podrían estar dando resultados.
El punto que quiero enfatizar aquí es que, además de los aspectos sistémicos, debe atenderse también a la forma en que funcionan y se gestionan los centros educativos. En Uruguay, aproximadamente la mitad de la desigualdad educativa se explica por diferencias entre escuelas. Estas diferencias no son independientes de la composición social y educativa de los centros. La segregación residencial y la migración al sector privado agrupan en distintos centros a alumnos con recursos y experiencias educativas muy disímiles. Esto, además de condicionar sus disposiciones hacia el aprendizaje, incide sobre la probabilidad de instituir condiciones mínimas para enseñar. El resultado es que muchos centros se limitan a administrar el caos o, en el mejor de los casos, intentan “contener” a los alumnos, pero no desarrollan un proyecto educativo.
Dado que des-segregar a las escuelas es imposible sin muertos de por medio (porque la clase media alta se reproduce mediante la segregación), es urgente enfocarse en mejorar las posibilidades de los centros para educar a la población que tienen; dotarlos de apoyo y herramientas para consolidar proyectos adaptados a sus realidades específicas, sin perder de vista el objetivo principal de mejorar los aprendizajes. Para esto, cierto grado de autonomía escolar es necesario, pero no suficiente. Lo fundamental es que los recursos materiales y humanos del sistema se canalicen de forma prioritaria a las escuelas en situaciones más precarias, para apoyarlas en el desarrollo de iniciativas innovadoras, de proyectos sociales y educativos adecuados a los intereses, códigos y necesidades de los alumnos. Para esto se requieren nuevas capacidades institucionales y profesionales, que no pueden surgir (como alega la derecha) a fuerza de rendición de cuentas, pero tampoco (como alegan los sindicatos) a base de mejores salarios. Trillado como suena, el punto de partida inevitable es un pacto político y social de amplio espectro, lejos del populismo y la victimización, que establezca metas comunes, asigne responsabilidades claras y disponga de incentivos para su cumplimiento.
Hasta hoy, la política educativa se ha limitado a poner parches en los intersticios tolerados por las complicidades y equilibrios políticos. No cabe esperar, en consecuencia, mejoras relevantes en los resultados de las evaluaciones. El repunte relativo en las condiciones socioeconómicas no tendrá, estimo, mayor repercusión en los aprendizajes, porque estas condiciones no agotan la explicación de los resultados educativos; es necesario cambiar las instituciones y su efecto amplificador de las desigualdades. El problema es que esta tarea podría ser más difícil que la de promover la equidad, que ya es mucho decir.
Una versión previa de esta nota fue publicada en Razones y personas.