Nadie regala su cuerpo a la helada amarilla de una mañana de invierno montevideano porque sí. Nadie que pueda se entrega a que el Hospital Maciel lo mantenga más o menos sano. Nadie es refugiado porque quiera o le guste. Simplemente “toca”. Y “toca” porque “toca”, y además porque esta es la palabra que en su habla cotidiana usan la mayoría de los colombianos para apurar cualquier mal trago, toda obligación molesta, aquella mala sorpresa llena de responsabilidad gravosa o las trompadas con que el destino les astilla de tanto en tanto los dientes. “Toca”.
Y si no se quiere que toque, toca tratar de hacer otra cosa.
Si tocó ser campesino y además pequeño propietario de algunas pocas hectáreas de tierra en cualquier área rural de la Colombia que controla o tiene presencia activa de las FARC, las Bacrim o el narcotráfico -sea de a uno, de a dos o todos juntos- sólo toca esperar a que un día golpeen tu puerta.
Si no se quiere ver partir rumbo al monte a un hijo apenas adolescente para que una nueva familia política de mesías camuflados lo adopte, y que lo desarmare y vuelva a armar como mero instrumento de una utopía guerrillera sucia y dudosa, tanto por novedad como por razones duras cual punta de pistola, toca irse. Si no se quiere ver a ese mismo hijo hecho un paramilitar transformado en poco más que un autómata feudalizado y dispuesto a engrasar la maquinaria de crimen, extorsión y asesinato al servicio y protección de la seguridad, la prosperidad y el crecimiento patrimonial del terrateniente de turno, amo y señor de la comarca, toca irse. Si se trata de esquivar el tercer destino posible, evitando llenar las vacantes del narcotráfico en su siempre generosa oficina de empleos disponibles y terminar viendo a ese hijo hecho “cocacolero” -peón para plantación y cosecha de coca-, aprendiz de laboratorio rural y clandestino para el procesamiento de la hoja, sicario a secas, “traqueto” de a ratos o simple “mula” rifada entre terminales, aeropuertos, la cárcel o un final de cementerio -con suerte- en vez de zanja, baldío o bolsa negra de “NN”, por supuesto que toca irse.
Así, cocidos en las variantes infinitas de violencia y muerte que durante más de 70 años los someten a uno, dos, tres o cuatro fuegos cruzados, sin una presencia ni siquiera testimonial del Estado colombiano garantizando la más mínima ficción de protección, defensa física, material y jurídica de las personas y bienes de los habitantes de “zonas calientes”, resistir de otra manera que no sea huyendo, es además de ver morir, hacerse matar.
Aquí está la primera verdad rotunda que ofrecen los miles de kilómetros cuadrados que salpican el mapa de esa Colombia “liberada”, que persiste año tras año negando la contracara de sus grandes ciudades repletas de restaurantes, buenas universidades, globalización, wi-fi y hoteles 5 estrellas; la Colombia que no aparece ni por chiste de mal gusto en los viajes de egresados ni en las lunas de miel que compró y puso de moda la clase media uruguaya presumiendo fotos y poca ropa, alineando postales gozosas remitidas desde San Andrés, Cartagena o algún otro feliz paraíso caribeño mojado en turquesa y acordeones, tarjetas de crédito, ron y vallenato corrido.
Valija contra la “vacuna”
Son 6.9 millones los colombianos desplazados de sus casas y vidas por decenios de violencia endémica, que superan cualquier antojo estadístico. Más del doble de la población de Uruguay huyó porque un día le “tocó” huir. Para la mayoría, con poner unos cuantos kilómetros dentro de su propia Colombia alcanzó para salvar la vida a cambio de un costoso desarraigo, inestabilidad, todavía más pobreza de la que se tenía y hasta la discriminación conspicua -tanto en áreas rurales como urbanas- de sus propios compatriotas, que no dudan en recibirlos como una peste ajena y molesta.
Para los otros casi 400.000, según ACNUR, irse a otra parte de su propio país no fue suficiente; tocó cambiar la condición de “desplazado” por la de “refugiado” y cruzar primero alguna de las dos fronteras nacionales inmediatas que comparten mismo color de bandera -Ecuador o Venezuela- para luego, si la sombra del brazo del que huían se hacía peligrosamente larga, apelar al “tercer país”, y terminar, en el caso de estas tres personas que me encontré casi contra el puerto, ateridos de un frío que no tenían idea que existía por estos recovecos del Sur: la Aduana que no dio para ser Ciudad Vieja y los vahos de hipoclorito de los pasillos del Maciel.
Antes de Montevideo y en ese segundo país, “estábamos cómodos y trabajando mucho, mucho, levantamos cabeza; teníamos un pequeño negocio, estábamos bien instalados y mal no nos iba”. Pero un día el aviso cruzó la frontera. También allí los estaban buscando y las 37 vacas y 4 terneros, el caballo, las 10 o 12 cuadras de campo donde pastaban, su leche, sus gallinas, su casa quitada “por derecha” y el hijo que no entregaron no alcanzaron para comprar el olvido necesario para el espanto de esa Colombia que insistía en no quedar atrás. No bastó con escuchar por años con resignada obediencia ese “Usted sabe que hay que colaborarle al movimiento” y recibir, pagando mansa y puntualmente, “la vacuna”. Esa extorsión sistemática que las FARC, las Bacrim, el narcotráfico, las AUC o meras bandas de criminales comunes aplican a pequeños campesinos, empresas, trabajadores independientes y comerciantes, muchas veces en connivencia y al amparo de las autoridades municipales y regionales legítimas.
Tampoco fue suficiente ser obligados a asistir bajo pena de igual suerte y acompañados por casi toda su comarca al espectáculo público de ver a ese vecino al que “los paracos le arrancaron las uñas, una por una, delante nuestro y de toda su familia porque decía que no iba a dejarse vacunar más”. No bastó con repetir la historia naturalizando el horror como cosa de todos los días, quitarles la tierra y junto a ella el hogar, el presente, todo pasado y toda noción de futuro. Había que hacerlo de nuevo y de nuevo. Tocó irse. Tocó intentarlo por tercera vez. Ahora hasta aquí, junto a las otras 150 y tantas historias de una Colombia que acusa cédula nueva y estatus de refugiado en Uruguay.
Cansarse, rebelarse y decir que no primero de boca y luego con lo que se tuviese a mano. La primera amenaza y luego el segundo correo traído por tus perros degollados, sus tripas colgando en los alambrados y el cartelón poblado de letras, sentidos, plazos y consecuencias tan macabras como inmediatas de entender. El entumecimiento y el golpe de adrenalina súbita confirmando lo que siempre se supo: todo es como es y como siempre fue porque “allí en Colombia nadie amenaza en vano” y porque “ahora sí que la jodimos”. Dos horas, ya en el segundo país, para pensar qué dejar y qué no. Sólo cajas y bolsas que se puedan llevar en las manos; bolsos y mochilas para colgar en espaldas y brazos; todo el dinero que se pueda y tenga, una sartén, una olla y un par de vasos para cuando atrape la noche y el hambre; latas de sardinas y “bocadillo de guayaba”; cinco o seis fotos contra el pecho y cada quien con sus documentos bien seguros pero a mano.
La madrugada; la última mirada a la tierra, la segunda, retemblando de rabia, dolor y angustia compartidas, la caminata y el cura que todavía está vivo sólo porque todos aprueban que “saque gente” en contacto con ACNUR. La camioneta, el amanecer en una terminal polvorienta de pueblo a cinco horas de casa y tres más sacudiéndose hasta la frontera. Saber que se hizo lo correcto, que “la vida está por encima de todo y que lo otro va y viene”. Saber también que el precio fue tan alto, tan duro, que muchas veces vivir parece que sólo sirve para recordar y seguir pagando lo que se pagó; y de tanto recuerdo, un día hasta se duda de haber hecho bien. Volver a empezar hasta que ya se empezó. Obligarse a pensar de nuevo; pero ya en un avión aterrizando a 7.000 kilómetros de casa. Que sí, que estamos vivos pero que tenemos que volver a volver a empezar. Pensión, tufo a comida lamiendo las cortinas de las piezas, cuchetas y bolsos apilándose.
Dominicanos a la izquierda y arriba, cubanos y un par de peruanos a la derecha como nuevos vecinos del mismo desarraigo y la misma esperanza y desesperación. Afuera invierno en revuelo de cédulas nuevas, calles con nombres largos en vez de números y una catarata de “eses” y “yes” seseando duro en un castellano que al principio costó acomodar en el oído. Direcciones, teléfonos, documentos, guías impresas mitad para ayudar, mitad para confundir, y los pocos pesos para el arranque que facilita ACNUR; correr a buscar trabajo a la desesperada, sin currículum en Word ni foto a color, con porte de acento y a cara descubierta para ya y para hoy mismo y sin saber que sin “Carné de Salud vigente y al día” no hay compasión que valga. Difícil. Todo muy difícil, pero “un colombiano no se vara y hay que echar pa’lante mi niño”. Y echaron.
Personas
Uno acomodando autos, limpiándolos y cuidándolos 14 horas al día en un estacionamiento donde el sensible empresario criollo de turno paga cifras de menos de tres dígitos por hora de jornada a él y a sus dos compañeros también inmigrantes. Otra salta de hospital en hospital para ponerse -nunca con sueldo, horario o día fijo- de inmediato en la cabecera de la cama de alguien a quien ese día nadie pudo, quiso o le interesó cuidar.
Una tercera limpia, lava, canta y cocina en “casa de familia” por un sueldo casi decoroso a cambio de que le repitan todos los días -haciendo que escucha- la misma historia de hijos que ya no vienen o se fueron a España y tampoco volvieron; el terror de los “planchas” que miran de reojo a la salida del Abitab y el consuelo de un Uruguay mágico, muerto y pasado; eternamente mejor pero de tan bueno que era nunca alcanzó para llegar hasta acá. ¿El Hijo? El hijo ya está pronto para entrar a Ingeniería el año que viene. “Le gustan las computadoras”, dice un padre apoyándose en el balcón del apartamentito que parece mirar largo al puerto. Muy largo, a pesar de que está sólo a un par de cuadras.
Michel Caprioli
(Fechas, datos, detalles geográficos particulares y toda la información filiatoria específica de los entrevistados fueron omitidos para preservar su anonimato).