No se puede decir que Gregorio Conrado Álvarez Armelino, llamado El Goyo, sea un personaje querido. Hasta en las Fuerzas Armadas de la dictadura caían muy mal sus ambiciones, y para llegar a ser dictador tuvo que enfrentar duras resistencias. Pero no cabe duda de que su muerte será noticia, y pareció que lo era antenoche, cuando comenzaron a circular con insistencia versiones de que había fallecido en el Hospital Militar, donde está internado. No era para nada inverosímil, ya que se trata de una persona que cumplió hace poco 91 años y que ya ha tenido trastornos importantes de salud, pero que algo parezca muy posible no significa, por supuesto, que sea cierto (y la confirmación más reciente de esa obviedad fue la divulgación de que Uruguay había tenido los peores resultados en la historia de las pruebas PISA). Lo interesante es el modo en que se produjeron, en el caso de Álvarez, los rumores primero, las presuntas confirmaciones después y finalmente el desmentido.
El falso dato se difundió mediante las redes sociales, sin que se le atribuyera con claridad una fuente, y así les debe de haber llegado también a los equipos de periodistas que esa noche estaban de guardia o cerrando ediciones, lógicamente tentados por la posibilidad de ser los primeros en dar la noticia. Pero como uno, en este oficio, debe confirmar los datos que le llegan antes de publicarlos, en la diaria tratamos de ponernos en contacto con el Hospital Militar y con diversas personas que supusimos que estarían enteradas del asunto. Supongo que en todos los demás medios hicieron lo mismo.
No tuvimos mucho éxito. En el centro de salud no fue posible obtener respuestas, y algunas de las fuentes consultadas nos aseguraron que Álvarez ya estaba muerto, pero no nos aportaron nada que confirmara la veracidad de esa afirmación (probablemente, se lo había dicho alguien a quien le creían, pero eso no probaba nada). A medida que se acercaba la hora inexorable de cerrar la edición, aparecieron “confirmaciones” de algún medio y algún periodista, que tampoco incluían referencias a una persona o institución como fuente. Y también la “confirmación” de que en la entrada de Wikipedia acerca de Álvarez ya decía que había fallecido (pero, conviene decirlo porque mucha gente no lo sabe, la gran fortaleza de Wikipedia en el largo plazo es también, en el corto, su gran debilidad: puede modificarla cualquier persona, con buena o mala información y buenas o malas intenciones).
Quienes todavía estábamos en la redacción de la diaria manejamos la alternativa de informar sobre lo que sabíamos al cierre (que circulaban versiones no confirmadas) y también tuvimos que tener preparado un texto para la eventualidad de que el fallecimiento pudiera verificarse antes de enviar las últimas páginas a imprenta. Al filo de nuestros plazos, colegas de Búsqueda dieron a conocer que habían logrado comunicarse con el Hospital Militar, y que allí les habían informado que Álvarez se encontraba vivo y en condición estable. Si eso no hubiera ocurrido y, en cambio, nos hubiera llegado información falsa que consideráramos veraz, o si hubiera fallado alguno de los mecanismos básicos de verificación que son (o deberían ser) rutinas del oficio, tal vez en la edición de ayer habríamos metido la pata. En el peor de los casos, en la portada.
Si este episodio nos hace pensar un poco sobre el modo en que nos estamos acostumbrando a creer que las redes sociales nos tienen más informados que nunca, e incluso que las prácticas tradicionales del periodismo se van volviendo prescindibles, quizá Gregorio Álvarez haya hecho, por una vez e involuntariamente, algo beneficioso para este país.