No sé qué me vio. Siempre me pareció alguien muy lejano y ajeno, de la raza de los hermosos de verdad, esos que son hermosos bajo la opinión de cualquiera, esos que sólo pasan las noches con sus pares, los hermosos. Siempre me pareció demasiado. Alguien demasiado bueno, demasiado sabio. Pero esto no se trata de merecer, y ahora busca mi cama todas las noches. Dice que yo soy real y dice que le doy paz. ¡Parece mentira!
No puedo negarme a su voz, es lo que más quiero oír. Anoche nos arrullábamos del frío en la parada y sentí otra vez el amor salírseme con el aliento. Era como muchísimos amores mezclados saliendo en busca del centro de su pecho. Algo tan tangible que pensé que podía atrapar un poco adentro de un frasco y conservarlo para siempre como recuerdo o como prueba. Justo cuando me creía incapaz de sentir eso de nuevo, justo cuando me rendía otra vez.
Hace poco hablábamos con una amiga sobre las bajas probabilidades de que dos personas se gusten a la vez y coincidan así, y son muy bajas. Tiene que haber algo malo, algo erróneo en todo esto. Todavía me cuesta creer lo que siento, me cuesta creer lo que siente, pero parece honesto lo que dice. Dice que va a amarme, que no tiene miedo, pero yo sí lo tengo. Entonces lo ve y lo transforma en algo que sirva. No sé cómo hace. Es de pocas palabras, siempre las justas, siempre las adecuadas, siempre esos sonidos hermosos. Y no paro de aprender, es como si supiera de todo, como si hubiera algo por encima de la inteligencia. Algunas veces cuando conversamos, me siento alguien muy ignorante.
El sábado vi nuestro reflejo en un vidrio oscuro mientras caminábamos por el centro y me sentí una persona fea. Pero eso son cosas mías. Deben ser cosas mías. Es que no saben de quién les hablo. Tienen que verle los ojos, sus manos capaces de todo lo bueno, tienen que ver. Su sonrisa hasta hace poco me intimidaba y ahora sólo la dirige hacia mí, como una mirada. Su mirada se me presenta todos los días como una sonrisa. A veces creo que soy lo único que mira realmente, lo único por lo que abre sus ojos, y aunque me parece una locura, yo hace días que hago lo mismo. Pero no importa si tenemos los ojos abiertos o cerrados; cuando nos acercamos mucho nos florece la saliva, y la sangre nos anima, y mi piel no quiere otra cosa. Sólo lo deseo y le deseo el bien, y la verdad es que últimamente no he podido concentrarme en hacer mucha cosa más. Nos elegimos, creo que no hay mucho más que explicar. Me gustaría creer que todos saben de lo que hablo.
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No entiendo qué hago con esto al lado. No le encuentro nada de sentido a este último tiempo juntos. No sé si es la costumbre o el miedo al dolor lo que me paraliza tanto. No sé cómo describir el tedio que me genera la carga de su presencia silenciosa. Jamás conocí a una persona tan desabrida, y a la vez tan irritante y complicada. El desamor enseguida se me convierte en repulsión y la verdad es que no sé cómo terminar bien con esto. Tienen que ver la cara de imbécil que pone cuando se fuma un porro y se echa a mirar la televisión durante horas. Tienen que escuchar cómo habla cuando llega en pedo de madrugada, balbuceando peor que alguien con un retardo mental, apestando y tumbándose a mi lado unos minutos antes de que me vaya al trabajo. Casi no habla y si lo hace es para mostrarme que tenía razón en algo que había dicho, como para refregarme en la cara lo mucho que sabe sobre cualquier cosa.
Hace un tiempo nos separamos y yo no estaba bien, aunque por lo menos sentía algo parecido a la tranquilidad. Pasaron unas semanas y me dijo para conversar y tomar un café en algún bar. No sé por qué, acepté. Nunca lo había visto llorar tan abiertamente. No era ese llanto de simples lágrimas cayendo sobre una charla, sino ese llanto jodido que te retuerce el rostro, el llanto de alguien habitado por el dolor, que contagia el llanto. Me pidió una última oportunidad. Me pidió perdón. Me dijo que iba a cambiar, que iba a ser mejor, me hizo sentir que me quería. Volvió a casa, cogimos como hacía tiempo que no cogíamos, y por unos días estuvo todo tranquilo aunque yo sólo sentía una cosa extraña que, doy fe, ya no tenía nada que ver con el amor, o con lo que creo que es. Me hizo un montón de promesas electorales.
Al tiempo, nos levantábamos a desayunar y yo me preparaba para ver otra vez ese rostro de nada, esa mirada hueca como de animal muerto que compartía el desayuno conmigo. Ya es un silencio de locos. A mí me desespera su silencio, nunca poder saber lo que pasa por su cabeza. Prendo la radio para escuchar algo.
Esa mañana no había más café, eso le molestó y se fue. No toma té. Salió haciendo sonar la puerta de un golpe y no volvió hasta después de dos días. Y yo, que al principio no entendí, enseguida le escribí un mensaje pidiéndole que, además del café, traiga algo dulce para el desayuno. Debió de pasar esas noches con otra persona, porque por más deterioro que le cause el vicio, sigue teniendo eso de supermodelo que hace que se le tiren arriba y sigue teniendo vínculo con los de su raza. Una raza a la que no pertenezco.
Gonzalo Cousillas.