Mucho se ha escrito sobre el vínculo entre algunas consecuencias de la globalización para importantes sectores sociales en los países desarrollados y el ascenso reciente de movimientos antisistema, particularmente de ultraderecha. El caso de Donald Trump es el más emblemático, pero no el único. Es que la globalización ha generado efectos bastante paradójicos en términos distributivos. Por un lado, un incremento fuerte de la desigualdad interna de los países, que en casos extremos, como el de Estados Unidos, ha desandado todos los avances sociales logrados a lo largo del siglo XX y ya presenta niveles de concentración superiores a los de principios del siglo pasado. Pero, por otro, una disminución de la brecha de ingresos entre países. Esto, que se expresa claramente en el ascenso actual de China -que ha sacado a cientos de millones de personas de la pobreza- y otros países emergentes, pero que ya se había manifestado antes con el ascenso de Corea, hace 25 años, o el de Japón, hace 40, tampoco se podría explicar sin la expansión del comercio internacional y la reestructuración productiva que conocemos como “globalización”. Es que la creación de cadenas de valor internacionales impulsada por las grandes transnacionales se basa en la segmentación del proceso productivo y la localización de cada uno de los segmentos donde su producción sea más barata, para aprovechar las ventajas de cada localización. Así, los segmentos de producción que usan intensivamente mano de obra de baja calificación (típicamente actividades de ensamblado) se desplazan a países como México, China y Vietnam, donde los salarios son más bajos, mientras que actividades más intensivas en conocimiento y trabajo altamente calificado (diseño, investigación y desarrollo) se ubican en los países desarrollados, donde estos factores abundan. Ese proceso sólo es posible de la mano de una fuerte expansión del comercio internacional, ya que un mismo producto y sus distintas partes varias veces traspasan fronteras a lo largo de su proceso productivo, lo que requiere de medidas de liberalización del comercio (acuerdos multilaterales, regionales o bilaterales) y sólo se viabiliza a partir de los avances tecnológicos, principalmente las tecnologías de la información y la comunicación, que permiten coordinar y controlar en tiempo real procesos productivos complejos distribuidos por el globo. Esta menor demanda de trabajo de baja calificación asociada a la desindustrialización de los países desarrollados ha generado una tendencia a la caída en los ingresos de los trabajadores de baja calificación en varios de ellos, de forma que en Estados Unidos estos han ido cayendo en términos reales desde la década del 70 hasta ahora. Es decir, un trabajador no calificado en Estados Unidos hoy vive peor que sus padres 40 años atrás. Los efectos electorales de esos cambios están a la vista.

Trump ha manifestado a viva voz que va a recuperar esos empleos perdidos y que va a sacar a Estados Unidos de los grandes acuerdos de libre comercio. ¿Cumplirá con su palabra? La primera consideración es que, si bien importantes sectores de Estados Unidos se han visto perjudicados por estos procesos, otros se han visto beneficiados y sus compañías son grandes ganadoras de la globalización. Basta mirar la predominancia absoluta de las empresas estadounidenses respecto de las más valiosas del mundo. Son las grandes transnacionales de origen estadounidense o con grandes intereses en Estados Unidos las que han aprovechado las ventajas de la globalización y construido las cadenas de valor. Sacar a Estados Unidos de estos acuerdos implicaría enormes pérdidas para aquellas, que ya no podrían vender en el gran mercado estadounidense sus productos hechos de esta forma. Desarmar esas cadenas, abandonando grandes inversiones en otros países, implicaría un costo que difícilmente estarían dispuestas a aceptar. ¿Trump pensará subsidiarlas como acordó en estos días con Carrier para evitar que trasladara parte de su producción a México? El costo sería difícilmente asumible y el choque con los intereses de estas empresas generaría un escenario extremo. Además, objetivamente, la producción en cadenas de valor implica costos sustancialmente menores, en parte por la mayor eficiencia productiva por la especialización y en parte por aprovecharse de los menores salarios y costos tributarios y regulatorios en países más pobres. Romper con eso también implicaría un incremento de costos y precios para las empresas americanas con consecuencias en su capacidad de competencia global.

Por otra parte, esa actitud proteccionista tendría otra consecuencia en clave geopolítica. El comercio para las grandes potencias es también un instrumento de influencia política. Los países que colocan su producción en los mercados de esas potencias generán dependencia hacia ellos, lo que facilita la influencia política de los intereses de las potencias. Así, México, que coloca 80% de sus exportaciones en Estados Unidos, tiene el centro de sus intereses en ese país y no participa activamente en los procesos de integración latinoamericana. Esto tiene consecuencias evidentes en términos de poder global. Un Estados Unidos más proteccionista y aislado comercialmente perdería mucho peso internacional. Y ese espacio no quedaría vacío. China está desarrollando una activa política para usar su también enorme mercado interno como arma para ganar influencia global y aliados. Si bien su posición global actual está aún muy por detrás de la de Estados Unidos, viene acortando distancias a gran velocidad. La tentación de Estados Unidos de compensar esa tendencia con una mayor agresividad militar es una posibilidad inquietante.

Por otra parte, en lo que a aspectos monetarios refiere, Trump ha cuestionado repetidamente a la Reserva Federal por el bajo nivel en que mantiene la tasa de interés. La salida de la crisis en Estados Unidos se basó en un activismo monetario fuerte que se expresa en una fuerte emisión de dólares. La abundancia monetaria repercute en bajos niveles de interés, lo que implica bajas tasas para empresas, lo que, a su vez, promueve la inversión productiva y el consumo. La contracara es el bajo rendimiento para las colocaciones financieras. En este sentido, el contraste con la reacción a la crisis de Europa, que apostó todo durante años a la austeridad fiscal, es fuerte y se expresa en que mientras Estados Unidos ya tiene niveles de desempleo menores que los de la precrisis, Europa aún se debate con niveles de desempleo escandalosos. Para un especulador como Trump, esta apuesta a la recuperación de la administración Obama es inaceptable. Así, una política monetaria mucho más restrictiva, que genere altas tasas de interés en Estados Unidos y atraiga grandes sumas de capital internacional (que se retraería de la inversión en nuestros países), es un riesgo serio, que implicaría mayores costos de financiamiento para nuestros países; es decir, tendríamos que pagar más intereses por la deuda externa y obtendríamos menos flujos de inversión extranjera.

En todo caso, y más allá de lo que efectivamente haga el gobierno Trump, parece claro que este giro hacia una derecha con discurso proteccionista en los países desarrollados marca un cambio de época de significación histórica, que podría estar señalando el fin de la segunda globalización y una nueva época de políticas más proteccionistas, una actitud militar más agresiva con múltiples imperialismos en disputa y menor cooperación internacional, semejante a lo que sucedió a principios del siglo XX y cuyas trágicas consecuencias deberían servir como inquietante advertencia.

Fernando Isabella Director de Planificación de la Oficina de Planeamiento y Presupuesto.