“Ya tenemos una cama / ya tenemos un colchón / y la pija bien parada / pa coger a Peñarol”.
El machismo violentamente explícito en este cántico de barra brava se sostiene en una noción de virilidad bastante básica por la que el significante masculino por excelencia, el falo, articula todo el discurso. Lo sexual adquiere una centralidad casi obsesiva en la creatividad retórica de las barras: siempre el que coge (activo) es mi viril club, y el cogido (siempre un inferior pasivo, puto o mujer) es el otro. “La cancha” sigue siendo uno de los últimos reductos (públicos) legitimados en el que se puede ir a descargar violencia y machismo sin mayores sanciones. El repertorio recurrente de términos incluye huevos, leche, putas, putos y gallinas...
A veces sostengo, sin convencer demasiado y sin ser muy original, que estas expresiones arcaicas de machismo pueden ser entendidas como sexismo casi agónico, manotazos de ahogado de la masculinidad tradicional para reafirmar un status que se desvanece; manifestaciones del machismo más burdo como reacciones que reflejan la crisis contemporánea de la masculinidad ante mujeres cada vez más activas.
Como consecuencia de la aparente crisis, emergen sensibilidades masculinas disidentes de la norma tradicional. El hombre occidental históricamente se construyó a sí mismo a partir de la conformación de una otredad inferior y subordinada. En esta construcción especular hombre/mujer colaboraron desde Platón hasta Nietzsche pasando por Hegel. Pero ahora parece que las mujeres no sólo se han erigido como sujetos, sino que mediante ese proceso de subjetivación han incidido, directa o indirectamente, en la constitución de lo masculino.
Particularmente en los países con una socialdemocracia fuerte, donde esta ha ejercido el poder durante buena parte del siglo XX, la conquista de derechos sociales ha trastocado de forma significativa los marcos simbólicos dentro de los cuales se movía un hombre. Uruguay es uno de esos países donde la plataforma de reivindicaciones sociales ha sido actualizada (puesta en acto) por diversos colectivos, y ha logrado cristalizarse en medidas legislativas.
Hay un nuevo actor en juego que vino a disputar espacios y discursos. El feminismo está marcando agenda, establece marcos de discusión e instala los términos para el debate. En este proceso, en que las feminidades denuncian sus espacios periféricos y se constituyen como sujetos activos de su propio deseo, lo masculino es interpelado.
Claro, todavía siguen existiendo el acoso callejero, la violencia doméstica y obstétrica, los feminicidios y otras manifestaciones extremas para las que no hay explicación que pueda poner un pero éticamente respetable.
Masculinidades sensibles y sensibilidades posadas
El varón atento (de clase media, urbana, educada) se vuelve consciente de los artificios culturales sobre los cuales se asientan sus privilegios. Siguiendo a Bordieu: “Ser un hombre es, de entrada, hallarse en una posición que implica poder”.
Si bien no es muy difícil darse cuenta de que en los espacios donde se toman decisiones los hombres estamos sobrerrepresentados, la sentencia de Bordieu, no obstante, peca de cierto esencialismo; la clase, el color de piel y la sexualidad son variables ineludibles para, de entrada, detentar poder como hombre. La idea de hombre es construida (parafraseando a Beauvoir, hombre tampoco se nace) y, en tanto construcción, pasible de ser transformada.
La incomodidad masculina frente al modelo tradicional de hombre es creciente. Otras sensibilidades adquieren peso y la transición se nota aunque sea en detalles.
Las diferencias en el uso público de la ciudad son evidentes y las víctimas y victimarios del acoso callejero son fácilmente distinguibles por género. Cada vez son más los hombres que reconocen el problema y, avergonzados, optan por bajar la cabeza o internamente piden un perdón de género (con esa misma culpa que constituyó los sistemas morales más estrictos de occidente).
En el interior los ritmos son distintos y las prácticas sexistas adquieren otras formas. Los lazos sociales de comunidad chica son más cercanos y en consecuencia la represión más directa. Durante años un homosexual, por ejemplo, no tenía más opciones que la oscuridad clandestina, el escarnio, el exilio, el suicidio, o todas las anteriores.
Pero me consta que esas situaciones, si bien todavía existen, ya no son destino predeterminado. Algunos asumen su ser sexual con envidiable valentía e incluso pueden manifestarlo en sus trabajos y con sus amigos. Y no es poco.
En Montevideo las nuevas masculinidades transitan más cómodas por los círculos sociales de la clase media progresista. Pero esta situación plantea otros problemas: ¿cómo tener una visión global del machismo si estamos recluidos en microclimas que confirman lo que ya creíamos? ¿Qué pasa por fuera de estos marcos de protección? ¿Cómo entender la violencia que sigue operando en otros sectores de la sociedad a los que no accedemos? ¿Qué saben del conservadurismo aquellos que nunca lo vivieron en carne y alma? ¿Cómo salir del ombliguismo complaciente?
Ahora bien, dentro de estos círculos donde los hombres reconocemos como saludable la incomodidad y la interpelación de género y donde el machismo no parece ser un problema también existe la pose.
Quizás fue Neruda el primero en darse cuenta de la ventaja de una pose reflexiva de género con su verso -repetido hasta neutralizarse- “sucede que a veces me canso de ser hombre”.
En clichés parecidos suelen caer aquellos que adoptan la (im)postura de izquierda open mind en redes sociales y aprovechan la moda correcta para posicionarse moralmente mientras cosechan likes. Pero el relato autocelebratorio de esta moral progre bienpensante puede volverse un boomerang cuando, con una actitud o comentario, la hilacha sexista queda expuesta y se desmorona toda la fachada pública construida con tanto esmero.
Ocurre a menudo que ese relato individual, que parece coherente desde la perspectiva de quien lo enuncia, entra en franca contradicción con prácticas concretas: un argentino sin remera sosteniendo un pretencioso cartel en la marcha Ni Una Menos, pero que huía de las responsabilidades legales para con su hija y ex esposa, un tuitero que se la daba de feminista hasta que su pareja lo escrachó públicamente por violencia de género en un artículo de prensa, y tantos otros ejemplos aún no develados.
Residuos simbólicos
La corrección discursiva (prefiero no usar el sintagma “corrección política”) se ha instalado institucionalmente, pero al limitar su acción al plano de las representaciones, parece ser incapaz de disputar el poder real.
Incluso desde la misma centralidad mediática, en la que la corrección discursiva ha permeado con menor resistencia, aparecen las representaciones más conservadoras de los estereotipos de género. A pesar de la creciente incertidumbre masculina respecto de sí misma, la publicidad, por ejemplo, sigue reafirmando una supuesta identidad viril y reproduciendo anacrónicos modelos de referencia para hombres y, por extensión, modelos de mujer.
Yendo más al hueso, pensar la sistematicidad del machismo requiere de articulaciones conceptuales y discursivas más complejas que las consignas militantes, de manera que nos permita no sólo dar cuenta de lo obvio sino también vislumbrar ese machismo que se nos escapa (o el que nos habita silenciosamente), el que verdaderamente sostiene la estructura económico-social.
Donde más invisibles son las relaciones de poder, es donde la cultura (y la ideología) más actúa.
¿El hombre nuevo?
Pocos directores como Aldo Garay han tratado en el cine de forma tan transparente, cruda e interpelante la cuestión de género. Con su ópera prima, el mediometraje Yo la más tremendo, Garay se ocupó de retratar la humanidad del mundo de las transexuales. Era 1995, momento de las primeras, tímidas y poco concurridas marchas del orgullo.
Diez años más tarde estrenó El hombre nuevo, en la que volvió sobre una de aquellas trans, Stephania, antes un niño nicaragüense, ejemplar sandinista, adoptado por una familia de uruguayos de izquierda. Ese niño devenido mujer trans termina cuidando coches en Montevideo.
La relación de la izquierda con las sexualidades disidentes era un tema que de forma muy provocativa ya se anunciaba desde el título.
Stephania, trans que como tantas otras debió recurrir a la prostitución y que ahora consigue las monedas para el vino haciendo de cuidacoches, es un cuerpo viviente y sufriente que nos debería inquietar: ¿para qué sirve tanto discurso?
Y sí, queda mucho por hacer en la matriz conservadora del imaginario social uruguayo a pesar de los derechos conquistados en papel.
Puede ser de Perogrullo señalar en 2016 que el hombre nuevo, en el caso poco probable de concretarse, será una cosa distinta de aquella utopía guevarista. Aquel ideal deberá incluir necesariamente a mujeres y peluqueros (término con el que Fidel calificó despectivamente a los homosexuales).
En esto que llaman patriarcado (adopto el término con cierto temor a que termine por lexicalizarse en una etiqueta vacía), el varón no tiene más enemigo que sí mismo. Quizás el desafío mayor resida en evitar que esta lucha sea absorbida por el magma de la globalización mercadocéntrica.
Y por supuesto que la acción es política; una vez que la constitución misma del sujeto no se justifique (o excuse) culturalmente a partir de dualismos biológicos, será hora de ocuparnos de la transformación radical, porque de poco sirve actuar sobre lo simbólico si no se interviene en lo material: no se puede atajar con curitas la hemorragia estructural.
Esta transición de la que emergen nuevas masculinidades (múltiples, diversas y contradictorias) que acompañen la acción feminista no nos vendría mal ante tanta esterilidad política que sólo propone adaptarse a lo dado.
Nuevas masculinidades que implican la apertura a potencialidades subjetivas no conocidas, con menos recursos de poder, pero a la vez, menos exigencias para responder a modelos de virilidad en decadencia, lo que derivaría en una deseable reconfiguración de prácticas públicas y privadas.
Imposible saber qué viene después, pero una vez sepultada toda idea de superioridad no hará falta violencia para sostener la ficción. Quizá entonces las categorías masculinidad y feminidad se disuelvan por improcedentes.
Matías Carbajal.