¿A cuál Seregni deberíamos recordar hoy? La respuesta no es fácil, porque si bien el general mantuvo una notable coherencia en algunos aspectos centrales de su pensamiento y su conducta, también fue mostrando, en función de los momentos históricos, facetas muy distintas, y destacar sólo una puede serle infiel. Además, muchos nos preguntamos qué pensaría sobre la realidad actual de su Frente Amplio (FA) y del país, o a qué rumbo apostaría para superar los grandes problemas de ambos, pero hay que cuidarse mucho de contrabandear opiniones personales al amparo de su prestigio. Me arriesgaré, de todos modos, a recortar algunos aspectos de su trayectoria que considero centrales y especialmente iluminadores en estos momentos.

El primero tiene que ver con los motivos que lo convirtieron en un conductor, y que se ubican muy precisamente en el punto de intersección entre el coraje, la ética y la visión estratégica. Hablo del Seregni que eligió quedarse en Uruguay y permanecer preso de la dictadura, aunque tuvo a su alcance la posibilidad de exiliarse, y que fue capaz de adoptar en 1982, con la autoridad que le daba esa elección, una posición no menos valiente a favor del voto en blanco en las elecciones internas de los partidos habilitados por el régimen. “No hay libertad con miedo, no hay vida plena con miedo, no hay democracia con miedo”, dijo en su último discurso público, el 19 de marzo de 2004. Había que animarse en 1982, para defender la supervivencia del FA, a discrepar con la posición de un Partido Comunista cuya importancia para esa supervivencia él conocía mejor que nadie. Lo hizo porque estaba profundamente convencido de que en política había que practicar el análisis racional más riguroso que fuera posible, exponerlo con franqueza y comprometerse con las posiciones asumidas.

Cuando el Seregni de las estampitas es recordado por aquello de “decir lo que se piensa y hacer lo que se dice”, a menudo se pasa por alto la importancia básica, en esa frase, del verbo “pensar”. Quizá estemos demasiado acostumbrados a una idea de la “autenticidad” que implica soltar lo primero que a uno se le ocurre.

El segundo se relaciona, a la inversa, con las razones que lo llevaron a dejar de ser el conductor del FA. En un discurso de mayo de 1985 en el Cilindro Municipal montevideano, que levantó polvareda, el general había expresado su convicción de que la presencia del FA como “intruso” en el escenario político, esa que él había querido preservar con el voto en blanco, podía conducir a un nuevo bipartidismo, en el que los dirigentes colorados y blancos se alinearan para defender los mismos intereses. Este razonamiento estratégico lo llevó, más de una década después, a defender el proyecto de reforma constitucional que se plebiscitó en 1996: estaba seguro de que blancos y colorados, al aceptar en la negociación de ese proyecto que los partidos ya no pudieran presentar varias candidaturas a la presidencia de la República, habían sacrificado un mecanismo clave para el ocultamiento de su naturaleza; la reforma facilitaría la percepción popular de las semejanzas entre ambos y de su contraposición con el FA, y de que pagar el precio del balotaje era una concesión menor, que con paciencia llevaría a la victoria.

Pero el pensamiento estratégico de Seregni iba más allá de la polarización entre el FA y los otros dos grandes partidos. A la vez, buscaba un escenario en el que el FA fuera capaz de articular políticas de Estado, con el aval y la participación de por lo menos buena parte de los colorados y blancos (para ello trabajó en los últimos años de su vida, desde el Centro de Estudios Estratégicos). El general no deseaba, por cierto, un gobierno frenteamplista con la ciudadanía dividida en mitades.

La mayoría de los dirigentes del FA no aceptó en 1996 esa intrincada hoja de ruta, y esto terminó precipitando el alejamiento de Seregni de la presidencia de su fuerza política, cuya cúpula, por cierto, lo maltrató bastante en los años siguientes. Hasta hoy, a gran parte de los frenteamplistas les cuesta combinar, como el general quería, la demarcación clara de diferencias y la búsqueda de acuerdos.

El tercero es el común denominador de los otros dos: la importancia del pensamiento estratégico en la política. Decía Seregni, al cumplir 84 años en 2000: “Levantemos el punto de mira, dejemos esa mirada ramplona de la inmediatez, pensemos otra vez en términos históricos, en términos trascendentes, para poder operar sobre el presente”. Y eso también era, es, un imperativo ético.