Cuando choqué contra los ojos de Jazmín apenas superaba el apabullamiento de voces desconocidas. Supe que en esos ojos desnudos vivía la distancia y tras ella un mundo inabarcable donde apenas un sitio, un rincón como un umbral de comprensión era capaz de abrirme un universo nuevo. Entendí en ese momento que la intuición era mi sentido más fiel.
La primera vez que la vi bajaba una calle teñida de banderas nacionales, el pabellón empapelaba los muros y los gatos poblaban las veredas. Banderas como manchas, como la sangre en las montañas, como el tamaño de las murallas que crecen minuto a minuto a lo largo y ancho del planeta.
Esa noche dormí en casa de Chesko, cerca de Taksim. En la plaza ya no había protestas y el parque Gezi aún resistía. Chesko hablaba rapidito y a veces se comía algunas letras, cada dos horas también me comía el sexo, algo que entre charla y charla caía muy bien. La posición distendida con las piernas sostenidas por sus manos y su cabeza adentro me permitía ocupar la mía en otros menesteres. Esa noche ante el último orgasmo caí fundida y soñé con Jazmín.
Al día siguiente volví a verla y la seguí. Jazmín detenida ante un muro con un gato. Escuché entonces que todo gato tiene derecho a ser acariciado, así como todo humano tiene derecho a acariciar a uno. Es grato saberse consentido sin tener que dar a cambio más que unos maullidos y un roce entre las piernas.
Cada mañana Chesko se despertaba entre mis piernas y tras el placer él volvía a su puesto de trabajo y yo huía. Aunque sólo iba hasta el café de la esquina del Gran Bazar, temprano, cuando abren los primeros puestos, intrusa de esa intimidad. Al principio sólo quería verla pasar. Volví mis despertares pequeñas sesiones de voyeurismo ante sus pasos.
Jazmín entraba en la mezquita pequeña de Nuru Osmaniye, un bastión arquetípico del barroco otomano. En sus torres la bandera volaba con el viento de la bahía y ella se inclinaba en el costado permitido para ellas. Aunque luego eran charlas y risas cómplices las que mantenían el encuentro.
Dudé en seguirla, ¿qué sentido tenía? Y por qué era especial, me pregunté. Pero no pude con esa pasión que supera mis miedos y la seguí, día a día, la seguí. A media mañana, en la segunda llamada al rezo, Jazmín volvía tierra arriba. Los primeros días caminé apenas unas cuadras haciéndole sombra. El trayecto era insufrible y mi entusiasmo no superaba los 500 metros de subidas, adoquines, escaleras y desvíos. Así que volvía frustrada prometiéndome que mañana haría un poco más.
Cada mañana volvía a la rutina madrugadora y obsesiva de los cafés comestibles y el espionaje esperanzado.
Aprendí a decir buenos días, gracias y a pedir un poco más. Pensé por un momento que la facilidad fonética me encontraría hablando turco de la noche a la mañana, me equivoqué.
Mis esfuerzos lingüísticos no dieron los frutos deseados pero en cambio mis esfuerzos físicos permitieron caminatas cada vez más largas hasta que esa mañana, la última, caminé tras sus pasos. Casi sin dormir, aún con aliento a raki, seguí hasta la mezquita del Conquistador en el barrio de Fatih. Intenté ser discreta pero no precisaba más que mi apariencia para ser identificada. A medida que me adentraba en el barrio las estrechas calles que circundan los templos se dividían arbitrariamente entre las que pisan mujeres y las que habitan los hombres. Atravesando un parque infantil atiné rápidamente a cubrir mi cabello con una ruana negra, una ruana de algodón que siempre había tenido la misión de protegerme. Sentí traicionarme. Disimulé mis pasos ante las vitrinas de librerías donde todo era desconocido. Supe al pasar una esquina, donde las calles no llevaban nombre y los vestigios europeos se perdían entre construcciones modestas, que había abusado de mi confianza cuando al dar la vuelta me topé con ella. ¿Qué haces aquí? ¿Por qué me sigues? Lo dijo en perfecto inglés y mi lengua se volvió pastosa y mis rodillas volvieron a llenarse de temblores descontrolados como ante las explosiones provocadas por la lengua de Chesko. Me supe estúpida sin nada para explicar, tiesa, aproveché descarada los instantes donde su mirada escrutadora me permitía mantener la dirección de sus encantos. Ella sabía utilizar sus ojos, en ellos se concentraban sus intenciones, sus convicciones, su destino, su legado. Y yo, de origen delincuente, intenté robarme un trocito de su ser.
Alguien la llamó por su nombre. Era otra mujer, y así supe que su gracia vivía incluso en esa nomenclatura. Me retiré vaciada, descubierta más allá de mi apariencia, retratada en eso que quiso ser audacia y sólo fue una breve obsesión. Corrí, tomé un bus hasta el ferry y volví a cruzar el Bósforo, aunque algo en mí siguió camino, se desprendió y cruzó el Marmara. De Chesko conservo el teléfono y el recuerdo de una maratón de orgasmos, pero al bajar la mirada es a Jazmín a quien veo. Y a mí sin saber qué decir.
Valentina Viettro.