Imaginemos que Donald Trump lleva adelante la agenda que propuso en su campaña electoral: impone tarifas a las importaciones chinas, detiene la inmigración latinoamericana que provee a Estados Unidos de trabajo barato, recorta el financiamiento de la defensa de los aliados militares en Europa y el Lejano Oriente, y retira a Estados Unidos de las negociaciones de tratados de libre comercio. Sería el fin del orden neoliberal.
Trump desplegó estas propuestas mientras hacía campaña y se presentaba como el portaestandarte de la clase trabajadora estadounidense. Sin embargo, su gabinete, lleno de banqueros y CEO, parece desmentir este espíritu. Trump encarna una revuelta populista contra las elites económicas y políticas, al mismo tiempo que se prepara para presidir un gobierno ejercido directamente por sus miembros. Esto hace pensar que su programa proteccionista fue solamente un transformismo electoral; después de todo, no sería la primera vez que cambiara de opinión y simulara nunca haber sostenido la posición inicial.
Pero existe una solución a este problema, y sería que por alguna razón una fracción de la clase capitalista estadounidense estuviera también descontenta con el neoliberalismo. Si pensamos con el esquema de las últimas cuatro décadas, esto no tendría sentido. El neoliberalismo, después de todo, es por lo menos en parte un régimen internacional creado y defendido por el Estado estadounidense para defender los intereses del capital de ese país.
Esta arquitectura internacional está compuesta por los organismos de crédito, los tratados de libre comercio y la protección de inversiones y acuerdos militares que mantienen al mismo tiempo la pax americana y los flujos de capital que fuerzan a los estados a competir entre sí por captar inversiones, evitando asustar a “los mercados”. El neoliberalismo es, entonces, al mismo tiempo un sistema institucional de protección de la movilidad del capital y las mercancías, y la fuerza que mantiene la primacía de los intereses estadounidenses.
¿Pero si estuviéramos en una situación en la que estas dos cosas no coincidieran? ¿Si los estadounidenses, ricos y pobres (blancos), llegaran a la conclusión de que el régimen neoliberal los perjudica más que lo que los beneficia? Pareciera que, en el régimen de competencia por las inversiones, los países con menores salarios, más voluntad de destruir su medio ambiente, menos democracia política y más capacidad de dirigir la economía desde el Estado (es decir, China) llevan ventaja.
Estamos asistiendo, en todo el primer mundo, a una revuelta contra las políticas de austeridad y las competencias de la desindustrialización. En Grecia, la revuelta se dio por izquierda (y fue aplastada); en otros lugares de Europa, es canalizada por derechas racistas y antiglobalistas; en Gran Bretaña e Italia, se expresa en derrotas de las elites neoliberales en plebiscitos.
Las izquierdas primermundistas convencionales son incapaces de canalizar el descontento antineoliberal, por la sencilla razón de que están profundamente comprometidas con el proyecto neoliberal, incluso más que las derechas. El laborismo británico (antes de la victoria de Jeremy Corbyn), el socialismo francés y el español, la socialdemocracia alemana y los demócratas italianos y estadounidenses responden a la desesperación de sus trabajadores precarizados y endeudados con optimismo multicultural y buentipismo onuista. A falta de pan, buenas son las tortas.
Dice Slavoj Žižek que Walter Benjamin dijo que todo fascismo nace de una revolución frustrada. El fascismo de Trump y las ultraderechas europeas no son la excepción. Existe una mayoría social en el primer mundo dispuesta a dejar atrás al neoliberalismo, pero es una mayoría compuesta por trabajadores dispersos, segregados y difíciles de organizar gracias a la propia lógica de la economía neoliberal. En el 18 brumario de Luis Napoleón Bonaparte, Karl Marx señala que quienes no pueden representarse deben ser representados. Y en este caso, la izquierda se niega a representarlos. La mesa para el fascismo está servida.
Fascismo del que, por supuesto, no se puede esperar nada bueno. Además de entregar a los trabajadores descontentos para que sean nuevamente abusados por una clase empresarial que se mantiene en el poder, va a aumentar el riesgo de guerras interimperialistas y buscar chivos expiatorios entre minorías religiosas, sexuales, raciales y étnicas, con el riesgo adicional de que la izquierda neoliberal le haga el juego, acusando a los trabajadores de racistas, mientras trabaja para que las minorías sean hegemonizadas por tecnócratas y emprendedores, en lugar de buscar coaliciones y didácticas políticas que generen alguna forma de unidad popular.
Para la izquierda, elegir entre la competencia económica de la “normalidad” del régimen neoliberal y la competencia militar de la geopolítica de los nacionalismos enfrentados es imposible. Porque en el fondo son lo mismo: formas de hegemonizar a los pueblos detrás de “intereses nacionales” que van contra los intereses de la humanidad y a favor de los del capital.
Elegir entre una clase obrera fascista y una tecnocracia diversa también es imposible. Porque, nuevamente, se trata de un espejo. Esta elección sólo es planteable si ya se está dentro del pensamiento fascista, que no reconoce la existencia de la diversidad al interior de la clase trabajadora ni los vínculos entre la explotación capitalista, el racismo, el patriarcado y la destrucción de la naturaleza.
La caída del consenso neoliberal que incluye a las “centroizquierdas” presenta una oportunidad para crear izquierdas que entiendan estos problemas, oportunidad que sólo puede ser aprovechada con una gran imaginación política, que abandone el posibilismo, recree al internacionalismo y entienda que no hay avances posibles sin la construcción urgente de teorías y prácticas de unidad antiimperialista y antifascista.
Gabriel Delacoste.