El pasado 6 de diciembre se dieron a conocer los resultados del ciclo 2015 de las pruebas PISA, conocidas en español como Programa Internacional de Evaluación de Estudiantes. Para muchos políticos y medios de comunicación, ese día era una fecha muy importante, pues en la aceptación de que los sistemas educativos pueden ser evaluados por esta prueba estandarizada de nivel mundial, los discursos apocalípticos sobre la educación pública de los próximos tres años estaban en juego. La difusión de las cifras de los resultados logrados por estudiantes de 15 años en las áreas de lectura, matemática y ciencias naturales avalaría la estrategia de ataque permanente a la educación pública proveniente de las clases neoliberales dominantes, con su pléyade de políticos, tecnócratas y grandes medios de comunicación. Sí, señores, ¡crisis en la educación pública! Y, en consecuencia, el país debería rendirse ante las evidencias de los informes de la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos) y poner en práctica sus recetas de desregulación laboral docente, autonomía de los centros educativos concibiendo a los directores como gerentes con potestad de contratar y despedir personal, y eliminación de los consejeros electos de los órganos de conducción -acusados de responder a intereses corporativos, aun sin haber presentado nunca una prueba empírica al respecto-.

En primer lugar, es de Perogrullo decir que la OCDE es una institución de corte económico. Entonces nos preguntamos: un organismo de este carácter, ¿puede determinar la marcha de los sistemas educativos en el mundo?

El sistema capitalista a escala global hace parecer naturales a las sociedades cuestiones que hacen a intereses de reproducción del propio sistema. El poder cultural y simbólico ejercido históricamente así lo determina: parece ser natural que un organismo transnacional dirigido por economistas nos diga qué hacer con nuestro sistema educativo. Pero si descorremos el velo y hacemos visible lo invisible, podremos comenzar a comprender que la dependencia cultural es un axioma impuesto por determinados intereses de clase, que no es algo inherente al ser humano, y que la dirección cultural no se configura a partir de causas naturales deterministas.

Dice Pierre Bourdieu respecto a estos mecanismos de dominación: “En virtud de que nacimos dentro de un mundo social, aceptamos algunos postulados y axiomas, los cuales no se cuestionan y no requieren ser inculcados. Por esta razón los análisis de la aceptación dóxica del mundo, que resulta del acuerdo inmediato de las estructuras objetivas con las estructuras cognoscitivas, es el verdadero fundamento de una teoría realista de la dominación y la política. De todas las formas de ‘persuasión clandestina’ la más implacable es la ejercida simplemente por el orden de las cosas”.

Por otra parte, PISA presenta los graves problemas de las pruebas estandarizadas. Pretender que estudiantes de 15 años de todo el mundo deben saber lo mismo constituye un claro intento de homogeneización, un intento de perpetuación de un sistema que pone al planeta al borde de una crisis civilizatoria, con inadmisibles registros de desigualdad entre y dentro de las diferentes naciones.

Según sus ideólogos, estas pruebas medirían la “calidad” de los sistemas educativos. Queremos detenernos en este punto, pues una evaluación que no considera los contextos históricos ni territoriales, ni responde a los modelos de desarrollo de cada país, es un evidente intento de dominación que ataca la libre autodeterminación de los pueblos y su soberanía.

Ahora bien, si el sistema educativo uruguayo está -según sus detractores- al borde del colapso por la falta de calidad, deberíamos en primera instancia debatir sobre los alcances de este vocablo, del que se han apropiado los proyectos educativos neoliberales. Desde nuestra óptica, la calidad de la educación refiere a la coherencia entre planes, programas, currículos, métodos y medios educativos en general con los principios y fines de la educación, a la participación docente y a su nivel de profesionalización. Además, se trata de la pertinencia de los procesos educativos con respecto a los proyectos social y educativo del país, del grado en que los aprendizajes resulten de estrategias y métodos en los que el educando se apropie no sólo del conocimiento, sino del proceso que conduce a él. Y también del grado en que los integrantes de la comunidad educativa se sienten comprometidos con los centros educativos de su localidad y contribuyen a sus buenas condiciones edilicias, equipamiento y mantenimiento.

Claro está que las pruebas internacionales no evalúan esto. Sí hacen hincapié en la sacralización de lo cuantitativo y lo tecnocrático, en una pertinaz búsqueda de resultados basados en la adquisición de competencias supuestamente necesarias para insertarse efectivamente en el mercado, llevando a la educación a un grave distanciamiento de la realidad social, y a la desatención de las propuestas de docentes, estudiantes y referentes familiares.

Tampoco las pruebas PISA evalúan programas como el de Maestros Comunitarios, Educación Física en todas las escuelas, programa de educación sexual en todos los subsistemas, enseñanza de la historia reciente, carreras tecnológicas terciarias coordinadas por la UTU y la Udelar, campamentos educativos, boletos gratuitos para los estudiantes. Tampoco nos dicen nada del insuficiente presupuesto que destina Uruguay a la educación, ni de los salarios docentes austeros, de la falta de maestros y profesores, de los problemas de infraestructura que afectan a una planta edilicia muchas veces envejecida; ni de un sistema de Formación Docente que no termina de convertirse en universitario, o de las causas que generan la pobreza -estrechamente ligada a los rendimientos académicos de niños, jóvenes y adultos-.

Las pruebas estandarizadas de corte global nada pueden decirnos de cómo avanzar hacia estados superiores de nuestros sistemas educativos, porque constituyen instrumentos de dominación y reproducción del sistema capitalista, que pone en rankings a personas, instituciones y países.

En definitiva, el problema no lo constituye cuántos puntos alcanzó nuestro país en las pruebas PISA, sino que, por el contrario, el punto crucial es comprender el alcance y la intención del instrumento.

Walter Fernández Val, profesor de Matemática, integrante del Grupo de Reflexión sobre Educación.