La muerte de Gregorio Álvarez me lleva a los 80 y a los años que vienen. El Goyo no fue sólo el dictador que simbolizaba la opresión y el terrorismo de Estado en mi juventud, sino también el dictador que ayudamos -muchos, de muy distintos modos- a derribar. Tuvimos ese placer en la dictadura, entre tantas desgracias, y no sólo ese placer sino también otros no tan políticos, aunque políticos fueron porque nos tomamos libertades.

Hubo una épica en aquellos años, pero también una estética. Y hubo, sí, felicidad. No fue ni podía ser plena, pero lo sabíamos y no por ello dejamos de gozarla intensamente, a nuestro máximo. Así ocurre, en cualquier momento de la historia, con las felicidades.

La narrativa sobre los años de dictadura trae consigo, por supuesto, la obligación de ser denuncia, memoria y explicación desde lo político, pero queda incompleta cuando sólo aborda pérdidas y ausencias, oscuridades de la represión externa e interna. Así no se comprende, por ejemplo, cómo, por qué y en qué medida se terminó aquello. Y comprender eso, aprenderlo, también es un requisito del “nunca más”.

Aclaremos un poco ese secreto: hubo, claro, creatividad, inteligencia, generosidad y coraje; pero hubo también, además de la rebeldía contra el dolor, de la conciencia y del compromiso, un simple y poderoso deseo de ser más felices, que no fue sólo promesa y horizonte. Hubo certeza de que, como cantaba el más reciente ganador del Nobel de Literatura, cuando era un relámpago de 23 años, “el que no se ocupa de nacer, se ocupa de morir”.

Aclaremos un poco más: no hablo de algo que le haya pasado sólo a mi generación o a parte de ella, aunque sería útil contar qué fue lo que nos pasó y hay todavía un gran hueco en la materia. Me parece que nuestra historia no se ha manifestado aún, o al menos no por completo, en la mayoría de las obras acerca del “pasado reciente”. Ni en las de historiadores e investigadores, ni en libros hondos y elocuentes como Se hizo de noche (2007), de Roberto Appratto, pero sí en Las arañas de Marte, de Gustavo Espinosa (2011), que no es sólo una gran novela sino también, entre otras cosas, una estupenda reconstrucción de lo que podía ser, en aquellos años, el descubrimiento simultáneo de los horrores (incluyendo algunos en los que Álvarez tuvo responsabilidad directa) y las maravillas del mundo; de la política, el amor, los libros, la música y el sexo. “La belleza incesante”, decía Juan Gelman.

Pero hablo, decía, de otro asunto, más general y a la vez más concreto: la vida siempre estuvo, siempre está. En mi generación, en las anteriores y en las actuales. Cuando contamos nuestros muertos, nuestras muertes -como ahora, cuando termina este 2016 despiadado que se llevó a tantos grandes junto con el diminuto Álvarez-, contamos también nuestras vidas. Y son nuestras vidas las que cuentan, las que importan. Si sólo nos proponemos atenuar el dolor, o si nos engañamos con la ilusión de hacerlo desaparecer, poco puede cambiar, poco cambiamos.

Cuando se olvida eso al relatar el tiempo de la dictadura o cualquier otro, cuando se olvida hoy, hay algo esencial que no comparece. En los años oscuros hubo luces, y no se encendieron sólo contra el dolor y el miedo, sino también para ver más allá, para hacer presente lo que queríamos después y empezar a vivirlo.

Luces así necesitamos, todavía y siempre. Las echo de menos ahora, cuando van a cumplirse 12 años del gobierno frenteamplista. Me parece que se pierde de vista, demasiado a menudo, la convicción de que no alcanza con estar menos mal, ni consuela que podríamos estar mucho peor. Que se pierde el recuerdo de que no era esa la idea. Siento que, como cantaba en 1978 el catalán Lluís Llach, “no era esto, compañeros, no era esto”.

Faltan esperanzas hechas acto, caminos que son la recompensa. Cantaba también Llach, sobre un texto adaptado del poeta griego Konstantinos Kavafis: “Ítaca te ha dado el bello viaje / sin ella no habrías partido. / Y si la encuentras pobre, no es que Ítaca / te haya engañado. / Sabio como te habrás vuelto / sabrás qué significan las Ítacas”.

Hace casi un siglo, los estudiantes universitarios de Córdoba dejaron escrito: “Los dolores que nos quedan son las libertades que nos faltan”. Hay por lo menos dos maneras de asumir aquella frase célebre: una enfatiza el sufrimiento, lo ausente, lo perdido, constata una carencia; otra enarbola un desafío: quedan dolores, pero que se cuiden de nosotros; no hemos llegado hasta aquí para detenernos.

Hagamos feliz a 2017.