El “fenómeno Trump” genera dificultades de interpretación en el esquema izquierda-derecha al que estamos acostumbrados. Llama la atención que siendo tan de derecha no apoye el libre comercio y plantee proteccionismo. Varios analistas tienden a pensar que buena parte de los planteos y actitudes recientes que han asombrado al mundo son sólo poses con fines electorales, ante una ciudadanía harta de los políticos tradicionales, pero que una vez en el poder, tendrá una actitud más o menos continuista, funcional a los grandes intereses económicos globales, y todo seguirá igual. Sinceramente, creo que eso sería lo menos malo que podría pasar, pero soy más pesimista y creo que sus planteos son la sincera expresión de la más extrema versión de la derecha que, a lo largo del mundo, vuelve por sus fueros. Seguramente no podrá llevar adelante todo lo que ha planteado, seguramente algunas de sus bravuconadas estaban más pensadas para la tribuna que otra cosa. Pero creo que en sus ideas hay una perversa coherencia que hará que su gobierno no pase desapercibido.

Estamos acostumbrados a asociar a la derecha con el liberalismo, principalmente en lo económico, en su versión neoliberal. Sin embargo, en una mirada histórica más amplia, el liberalismo ha jugado un papel que ha variado entre revolucionario y conservador.

Vamos por el principio; entiendo a la derecha como los movimientos políticos que buscan perpetuar y profundizar relaciones de poder asimétricas, relaciones de sumisión y, su contracara, privilegio; es decir, desigualdad. Y a la izquierda como los movimientos que buscan superarlas, erradicar esas relaciones de desigualdad, reivindicando la igualdad entre las personas. Creo que esa simple -quizá simplista- definición tiene la fuerza de darle sentido interpretativo a la historia política, mucho más allá de la autoidentificación ideológica de los sujetos. Y permite caracterizar en el continuo izquierda-derecha a los movimientos desde mucho antes de que estos conceptos (y los términos usados para denominarlos) fueran creados. Así, las rebeliones de esclavos a lo largo de la historia serían expresiones de izquierda, el feminismo, el movimiento LGTB, todos los que lucharan por igualdad entre las personas serían expresiones de izquierda, aunque los propios actores no lo reconozcan. Con el nacionalismo pasa algo particular. Los movimientos de liberación de naciones sojuzgadas, en las que sus miembros son considerados inferiores o de segunda, serían expresiones de izquierda, pero cuando se trata de un nacionalismo de base xenófoba que resalta la diferencia y la excepcionalidad de cierto grupo nacional sería claramente una expresión de derecha. Es que la derecha se identifica allí donde se combaten los movimientos igualitaristas y se defienden privilegios. Por eso la derecha suele referir a la tradición y a las instituciones religiosas; dos grandes defensoras de los privilegios, a los que legitiman mediante su naturalización y sacralización, respectivamente. Por eso la derecha suele tener una mirada nostálgica del pasado, “cuando las cosas estaban claras”, “cuando había valores”, como se suele escuchar en el debate cotidiano uruguayo.

Desde esta perspectiva, las doctrinas políticas no son de izquierda o derecha; sino que se ubican a la izquierda o a la derecha dependiendo del contexto histórico en que se desarrollan y los privilegios a los que sirvan para combatir o defender.

El liberalismo ha jugado un papel cambiante. Supo ser revolucionario, volteó a las monarquías hereditarias, al poder por vía sanguínea, a la diferenciación legal entre personas propias de la sociedad estamental medieval; al poder de algunos de disponer de la vida de otros. Supo erradicar la esclavitud, la expresión más trágica y perversa de la desigualdad, y en sus expresiones radicales llegó a cuestionar fuertemente la desigualdad económica y hasta la propiedad y el Estado. Fue una expresión evidente de izquierda durante siglos e inspiró a los movimientos de avanzada. Generó más revoluciones que ninguna otra concepción, con su inspirador llamado a la libertad y la igualdad (ante la ley, solamente).

Pero con el devenir histórico, llegó a ponerse viejo y, como tal, conservador. Es que una vez superadas las lacerantes diferencias legales entre hombres (en las repúblicas liberales las mujeres siguieron siendo ciudadanas de segunda), el centro de atención de las diferencias se volcó a la economía y su -ahora- enorme poder de diferenciación. La industrialización multiplicó el poder de las fuerzas productivas y, por tanto, el poder diferenciador de la economía, con lo que pasó a ser una herramienta de poder de primer orden. Ahí hizo foco el marxismo, gestado en el más opresivo momento de la segunda revolución industrial, cuando las condiciones de vida de las mayorías eran visiblemente aberrantes. Y esa bandera fue tomada por los partidos y movimientos políticos que siguieron su inspiración. Es que la libertad económica irrestricta, si bien logró superar una enorme fuente de diferenciación social como eran las rentas feudales y los privilegios gremiales medievales, demostró terminar generando otra no menor fuente de diferenciación en el funcionamiento de los mercados. Las diferencias de origen social, transmitidas por herencia económica o formativa, de acceso a la propiedad de capital, las diferencias de origen geográfico, e incluso vocacionales, terminaron multiplicándose en las inmensas diferencias entre personas que hoy conocemos, y cuyo combate es la razón de ser de izquierda actual.

Pero las diferencias no sólo se generan en la economía y, como vimos, sus expresiones más extremas son anteriores a la industrialización y el capitalismo. La lucha de clases, como expresión de la contraposición de intereses económicos entre grupos sociales, no da cuenta de todas las disputas en la sociedad, ni explica todas las relaciones de subordinación ni abarca todas las luchas. Visto así, no dudaría en calificar de izquierda al feminismo, en su lucha por la igualdad de género y su combate al patriarcado. Y a los movimientos contra el racismo, la peor expresión de la desigualdad, ya sea por color de piel o grupo étnico de pertenencia. Y a los movimientos por los derechos de las minorías, ya sean de orientación sexual o de lo que sean. Todas combaten relaciones de subordinación; todas combaten privilegios asentados en esas relaciones de subordinación, todas combaten la injusticia. Y es que la verdadera lucha entre humanos no es por dinero o poderío económico; es por poder, sin apellidos. El poder económico es sólo una (muy importante, sin dudas) de sus expresiones. Pero ciertamente no calificaría a alguien de izquierda si no adhiere a estas causas, así se recite de memoria El Capital y use camisetas del Che.

Volvamos a Trump, entonces. Se trata de la expresión más reaccionaria de derecha en mucho tiempo. Vuelve contra las conquistas que ya dábamos por largamente asentadas. Es racista, xenófobo, misógino. No cree en la igualdad entre hombres y mujeres, ni entre blancos y negros, ni entre ¿cristianos? y musulmanes. Ni entre estadounidenses y otros. Por supuesto que tampoco cree en la igualdad entre ricos y pobres. Coherencia no le falta. Entonces, su rechazo al libre comercio no resulta sorprendente; ni mucho menos es una expresión “progresista”, ni tampoco una buena noticia para los oprimidos del mundo. No busca superarlo en busca de relaciones económicas más igualitarias entre trabajadores y patrones o entre intereses de los países ricos e intereses de los países pobres. Ahora bien, si se trata de una adhesión a los intereses de sectores capitalistas estadounidenses afectados por el libre comercio o fue sólo una estrategia de demagogia electoral, es algo que está por verse, pero esto, en cualquier caso, no cambia la esencia del mensaje de su irrupción y la de tantos otros líderes ultraderechistas en el mundo, como Vladimir Putin, Marine Le Pen, Nigel Farage: la derecha vuelve por sus fueros y reclama los privilegios perdidos en siglos de avance social. No veo forma de entender eso en términos tranquilizadores, y me temo que se vienen tiempos difíciles.