Muchos analistas temen que el triunfo de Donald Trump en las elecciones estadounidenses ponga al mundo y a la región al borde de una crisis. Ciertamente, las políticas proteccionistas y xenófobas que ha anunciado pueden causar en lo inmediato serios problemas para el ingreso de exportaciones e inmigrantes de América Latina hacia Estados Unidos. Sin embargo, siendo optimistas, aquí se intentará hacer fuerza y desentrañar algunas posibles consecuencias positivas que la nueva situación puede tener en el mediano y el largo plazo para el sistema mundial y, en particular, para el regionalismo latinoamericano.
Este optimismo es especialmente pertinente en la actual coyuntura de reacción conservadora. 2016 fue, en este sentido, un año bisagra. A nivel mundial, el triunfo de Trump y el Brexit amenazan con una radicalización de las políticas conservadoras y antimigración en los países más poderosos que lideran el actual statu quo internacional. A nivel continental, la situación no mejora: la derecha asume el gobierno en Argentina y Brasil, hay incógnitas sobre el rumbo de los procesos nacionales en Venezuela y Nicaragua, y se inicia un ajuste generalizado en toda la región.
Estas situaciones impactan fuertemente en el proceso de construcción regional que en la última década lideraron estos mismos países, en el marco del llamado “regionalismo poshegemónico” o “posneoliberal” latinoamericano. Este dio lugar a una serie de organizaciones regionales, como la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur), la Alternativa Bolivariana para las Américas (Alba) y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac). Con estas, por primera vez desde la creación de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, los países latinoamericanos conforman organizaciones internacionales que excluyen deliberadamente a Estados Unidos de su membresía y se proponen objetivos alternativos a las recetas promovidas por este: desde priorizar la superación de la pobreza o el fortalecimiento del Estado hasta abandonar la guerra a las drogas o negociar en La Habana un acuerdo de paz para Colombia con garantes latinoamericanos. Lamentablemente, en 2016 este proceso regional parece apuntar nuevamente hacia formas más neoliberales y conservadoras. Sin embargo, hay cierta esperanza en que los cambios que Trump ha anunciado tengan como efecto colateral el reencauce de dicho proceso de construcción regional, al posibilitar el fortalecimiento de la autonomía de la región frente a Estados Unidos, porque facilitarían la articulación entre experiencias periféricas y permitirían la generación de nuevas subjetividades políticas transnacionales. Veamos cómo sería esto.
Oportunidad 1: profundizar la autonomía de América Latina frente a Estados Unidos.
En primer lugar, el gobierno de Trump puede significar una oportunidad para que América Latina gane mayor autonomía en el sistema internacional, frente a la tradicional influencia y el contralor yanquis sobre el hemisferio. Esto obviamente no responde a una política específica del nuevo gobierno para la región. Más bien sería un efecto colateral de la retirada generalizada que este prevé de los ámbitos multilaterales, sobre los que se basa parte de la construcción de la hegemonía internacional estadounidense, de la que América Latina históricamente es cautiva. A nivel global, tal retirada puede dar lugar a un nuevo escalón en la pérdida de capacidad hegemónica de Estados Unidos, ante la intención manifiesta de apostar al unilateralismo y el bilateralismo en detrimento del multilateralismo y el ejercicio de un liderazgo internacional, que, desde el punto de vista de Trump, implica altos costos en las concesiones corporativas que otorga a sus socios. En este marco se ubican la anunciada retirada de acuerdos sobre cambio climático, la merma en la asistencia militar a la Organización del Tratado del Atlántico Norte y la negociación de los megaacuerdos comerciales. Esta estrategia puede alcanzar diferentes resultados en diferentes coyunturas. Y es claro que el margen de Trump para imponer el unilateralismo no es similar al que tenían Ronald Reagan y George Bush padre, por ejemplo. En la coyuntura actual, las primeras reacciones son de preocupación entre sus socios y optimismo en las potencias desafiantes (especialmente China y Rusia).
Quizás, el mejor ejemplo sean las negociaciones de megaacuerdos comerciales, como el Tratado Transpacífico (TPP, por sus siglas en inglés) y el Tratado Transatlántico de Comercio e Inversiones. Estos acuerdos, promovidos por el gobierno de Barack Obama y negociados en el más absoluto secreto, parecían ser el destino de la globalización económica liderada por la hegemonía mundial estadounidense, luego de la falta de acuerdo en las negociaciones multilaterales en la Organización Mundial de Comercio (OMC). Ahora, Trump ya ha anunciado la retirada de dichas negociaciones, en favor de políticas proteccionistas que beneficien la producción estadounidense. Frente a esta situación, muchos de los países participantes de las negociaciones del TPP plantearon que China ingrese al acuerdo, posibilidad que fue acogida con optimismo por el presidente chino, Xi Jinping, en la reciente Cumbre del Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico, en Lima. El caso de China resulta notable: recién en 2001 ingresó a la OMC, es decir, hace menos de dos décadas que adhirió a las normas internacionales impuestas por la hegemonía estadounidense, y hoy ya aparece como alternativa para liderar las negociaciones comerciales en la región más dinámica de la economía mundial. Y no sólo es una pretensión: los países de la región parecen dispuestos a legitimar el nuevo liderazgo (incluso socios tradicionales de Estados Unidos en el Pacífico, como Australia).
A su vez, la alternativa que Trump propone a los megaacuerdos también es expresiva sobre la falta de voluntad de liderazgo: apostar a los tratados de libre comercio bilaterales. Obviamente, el bilateralismo fortalece en lo inmediato la posición de la parte más poderosa, pero sacrifica cualquier ambición de universalidad. Justamente, esta política de renuncia al multilateralismo en favor del bilateralismo fue una de las condiciones de posibilidad para el surgimiento del regionalismo poshegemónico latinoamericano. Es común en parte de la izquierda vernácula lamentar que, luego del fracaso del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), Estados Unidos igual se haya impuesto en la región por medio de tratados de libre comercio. Sin embargo, tal razonamiento omite la importancia que las organizaciones internacionales tienen en la construcción de consensos. Con el rechazo al ALCA, Estados Unidos perdió su capacidad de mantener a la región alineada, lo que dio lugar al nuevo regionalismo latinoamericano, cuyas instituciones hoy son, justamente, los interlocutores privilegiados de China en la región (por ejemplo, el Foro China-Celac). En otros términos, la articulación bilateral con varias particularidades es una tarea mucho más accesible que liderar a un conjunto mayor con ambiciones de universalidad. Pero este costo menor se refleja en un menor potencial para generar alineamiento y construir una totalidad. Y esto abre para América Latina un abanico de nuevas oportunidades de inserción en el sistema internacional, con mayor autonomía, sin los constreñimientos que impone la hegemonía estadounidense.
Oportunidad 2: superar las divisiones en el regionalismo latinoamericano.
Pasando más directamente a nuestro continente, los cambios anunciados por Trump pueden suponer una oportunidad para superar dos grandes divisiones que afectaron a América Latina durante la última década. Por un lado, hay una división entre la América Latina pacífica y la atlántica: la primera mantuvo y redobló la apuesta aperturista, mientras que la segunda mantuvo políticas proteccionistas y -al menos teóricamente- de integración productiva. Esta división, que aplica a la mayoría de los países de uno y otro lado del continente, también se refleja en los procesos de integración regional: la Alianza del Pacífico, de un lado, y la Alba y el Mercosur ampliado, del otro. En los últimos dos años, a partir de la decisión manifestada por los segundos de sumarse al dinamismo negociador del Pacífico, esta división parece estar desdibujándose. No obstante, en la medida en que Estados Unidos se aleje de las negociaciones multilaterales transpacíficas y China pueda liderarlas, no parece improbable que estas asuman un nuevo patrón de adhesión, en el que la apertura irrestricta mediante levantamiento de aranceles deje de ser el principal criterio para incorporarse al acuerdo. De hecho, la importancia de los vínculos comerciales y políticos entre China y los países atlánticos de América Latina puede sumar mayor expectativa en tal sentido.
Por otro lado, en la última década también se ha verificado una creciente divergencia de caminos entre la América Latina del norte y la del sur. Si recién se mencionaba la creciente autonomía conseguida por los países latinoamericanos, también debe decirse que esta experiencia es mucho más fuerte en Sudamérica, pues México, Centroamérica y el Caribe aún permanecen muy ligados a Estados Unidos. Diversas cuestiones han influido en esto: la importancia en esta región de fenómenos como la maquila, las remesas y el turismo, el recelo brasileño hacia la competencia del liderazgo mexicano, así como su desinterés por entrar en una disputa con Estados Unidos en su patio trasero, y la prioridad estadounidense de mantener un mayor dominio sobre su hinterland, por motivos geopolíticos o de seguridad (control de migración y narcotráfico). Eso hizo que Sudamérica ganara validez como unidad geopolítica, por sobre el tradicional apelo a la Patria Grande (la Unasur es reflejo de esto). Sin embargo, la propuesta de Trump de construir un muro en la frontera con México es representativa sobre el futuro del Tratado de Libre Comercio de América del Norte y, más en general, sobre los problemas venideros en el vínculo de aquella región con Estados Unidos. En este punto, las políticas de Trump pueden representar una oportunidad para recuperar la unidad latinoamericana como dimensión geográfica de nuestro horizonte emancipatorio y al bolivarianismo como fuente de sentido para nuestra experiencia integracionista.
Oportunidad 3: construir nuevas subjetividades políticas transnacionales.
Por último, hay una tercera cuestión que, más que una oportunidad, es una moraleja que tanto el triunfo de Trump como el Brexit pueden dejar para la experiencia latinoamericana. Ambos han sido interpretados como movimientos populistas de derecha, cuyos discursos proteccionistas y xenófobos logran interpelar el descontento de amplios sectores de Estados Unidos y Reino Unido con la globalización y la defensa que de ella hace el mainstream político, al asumirla como destino inevitable para la humanidad. De esta forma, ambos encarnarían cierto decisionismo político, frente a la mera administración que representa el mencionado mainstream. Por supuesto, no significa que Trump y el Brexit sean la única alternativa, sino que concretamente son las alternativas que, en dos casos puntuales, lograron imponerse en las urnas al interpelar a estos sectores y movilizar los sentimientos que la identidad nacional todavía genera frente a la amenaza foránea.
No tiene sentido cuestionar la legitimidad del descontento popular con los efectos nocivos de la globalización y con la desidia del sistema político. Sin embargo, es cuestionable que los estados nacionales sean la entidad más adecuada para ofrecer una respuesta al respecto. Esto se hace mucho más dudoso para el caso de los estados latinoamericanos, más débiles en términos relativos que Estados Unidos y Reino Unido.
Esto nos lleva nuevamente al regionalismo como alternativa. Autores como Björn Hettne (que se basa en las ideas de Karl Polanyi) plantean que el regionalismo puede ser una segunda respuesta por parte de las sociedades a la agresividad de los impulsos globalizadores del capitalismo (luego de que el Estado de bienestar fuera una primera reacción, a mediados del siglo XX). En estas latitudes, la teoría de Alberto Methol Ferré sobre los estados continentales guarda similitudes con esta idea. La integración regional parece ser la alternativa para nuestras sociedades periféricas, mucho más expuestas a los abusos de la globalización. La cuestión, entonces, es cómo evitar la misma situación de Reino Unido y Estados Unidos, donde los procesos de apertura a la región fracasaron por una creciente distancia entre el pueblo, por un lado, y la tecnocracia y la clase política, por otro.
La evaluación de los avances en los procesos de construcción regional latinoamericana en la última década puede no ser la mejor. Es un lugar común lamentarse de “la sopa de letras” de organizaciones que produjo el regionalismo poshegemónico. Sin embargo, esta perspectiva pierde de vista la cuestión del largo plazo en el que se dan las transformaciones en el sistema internacional. Se trata no sólo de lograr los acuerdos de los respectivos gobiernos nacionales, sino también de incorporar mecanismos de articulación popular que den lugar a la emergencia de una subjetividad política de carácter regional. Eventualmente, esta podrá articularse con otras posicionalidades periféricas, con las que compartimos inquietudes y urgencias, como la inclusión de millones de personas a estándares de vida mínimamente aceptables por la modernidad. La articulación de un sur global, por medio de grupos como BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) u otros mecanismos, es también una incipiente tentativa en tal sentido, aunque ya mucho más ambiciosa que la articulación regional.
Por ahora, si se logra que América Latina vuelva a ser nuestro horizonte emancipatorio y que, como región, active afectos e identidades y movilice a los pueblos, de la misma forma que lo consiguen hacer los estados nacionales, ya se habrá dado un paso fundamental. Estos parecen ser, por ahora, los principales desafíos para aprovechar realmente las oportunidades que el gobierno de Trump puede estar generando.
Diego Hernández Profesor de Estudios Internacionales de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República.