Por estos días, en Uruguay las autoridades consideran bloquear la aplicación que hace posible el funcionamiento de Uber, empresa tecnológica intermediaria de servicios de transporte urbano. Esto sentaría el temible precedente de haber ordenado el bloqueo de un sitio web o una aplicación mediante una decisión administrativa.
En Europa, por ejemplo, este tipo de sanciones se ejercen a través de organismos de control técnico-administrativos o, como mucho, por dictamen judicial “exprés”. En la actualidad, cientos de sitios son bloqueados en distintos países, y no es necesario que nos comparemos con Corea del Norte o China, tierras que son el escenario de ensayos de censura y control que luego son adoptados por las “democracias” occidentales. Basta con observar la cantidad de bloqueos realizados para restringir las descargas de contenidos que se consideran ilegales en Italia (238), Reino Unido (135), Dinamarca (41) o España (24). Éstos y otros países europeos bloquearon en sus territorios más de 500 sitios web en 2015 por motivos de infracción de copyright (ver https://torrentfreak.com/mpa-reveals-500-instances-of-pirate-site-blocking-in-europe-150918/).
Tampoco olvidemos que a veces los sitios web no están disponibles en ciertas ubicaciones geográficas, no por haber sido “baneados” por las autoridades, sino porque su estrategia comercial así lo define: por ejemplo, empresas como Spotify o Netflix deciden por sí mismas si entran a un mercado, y mientras no lo hacen, las IP de los países “no autorizados” no acceden al servicio. Además, estas empresas deciden qué contenidos están disponibles para cada región y país (mientras que en cada lugar se inventan trucos para evadir estas restricciones artificiales).
Por cierto, en el ámbito de la circulación de contenidos en internet, ningún gobierno se ha mostrado dispuesto a considerar regulaciones de derecho de autor más flexibles, que tomen en cuenta los cambios tecnológicos y las necesidades de acceso a la cultura de la población. En cambio, muchos países han terminado por ceder en la regulación del transporte público, tras negociaciones con Uber. No perdamos de vista que Uber no está en contra de la regulación, sino que desea modificarla a su gusto y para eso cuenta con ingentes recursos de lobby.
Es que Uber es más que meramente un sitio o una app útil para conductores y usuarios. Se trata de una empresa con una estrategia comercial global, extremadamente ambiciosa y muy bien definida. Se dice que Uber es “economía colaborativa” o sharing economy, cuando en realidad su funcionamiento se diferencia claramente de este fenómeno. La economía colaborativa funciona entre pares (es P2P, peer-to-peer, como la arquitectura de las redes de intercambio de archivos que hicieron popular el término) y, si bien puede ser facilitada por plataformas, no depende de una empresa intermediaria. Por ejemplo, para compartir viajes existen comunidades de encuentro entre viajeros y conductores con espacios libres en su coche que coinciden en un mismo camino. Existen plataformas como BlaBlaCar, en España, y Tripda o Voy a Dedo, en Uruguay, que facilitan esta conexión.
En cambio, Uber es una plataforma centralizada para contratar autos con chofer. No por nada este nuevo intermediario entre los usuarios y los conductores se lleva algo así como 30% de lo que pagan los clientes localmente hacia su casa matriz en San Francisco, Estados Unidos. No es un dato menor: Uber está en el número 48 del ranking de empresas más poderosas del país del norte (según el ranking Business Insider de 2015).
Pero imaginemos por un momento que Uber fuera un proyecto cooperativo, basado en software libre que pudiera ser adoptado y adaptado a la realidad de cada ciudad, ya sea por el propio sector del transporte, por los gobiernos locales o por redes autónomas de personas, o quizá por un convenio entre las tres partes. Sería una hermosa posibilidad de debatir públicamente sobre movilidad y llegar a nuevas políticas en beneficio de todos. Pero no es el caso. Uber desembarca en cada ciudad con estrategias de presión sumamente agresivas ocultas tras el marketing del “Uber Love”. Incluso, una vez instalada la empresa en un territorio, se han reportado prácticas desleales contra los competidores directos que no tardan en llegar: los “uber baratos”, como Lyft.
Con Uber no estamos hablando de simplemente desplazar un servicio por otro en las preferencias del consumidor individual, sino de algo que tiene impacto en el transporte de toda una ciudad. Por ejemplo: ¿estamos seguros de querer que el precio de un viaje se regule por un algoritmo (propiedad de la empresa) que supuestamente responde a oferta y demanda? En otros países ya se vio que esto genera sobreprecios durante eventos climáticos adversos o en zonas pobres de la ciudad, sin que los gobiernos puedan incidir en eso con criterios más justos.
Si bien es cierto que las regulaciones del taxi hoy favorecen el mantenimiento de un monopolio que no conforma a los usuarios y explota a los trabajadores, la solución no es cambiar eso por el monopolio de una multinacional, mientras el gobierno municipal y los ciudadanos quedan por fuera de toda posibilidad de incidencia. La emergencia de la sharing economy en las ciudades no debería imponernos un nuevo megaintermediario. ¡Esto es todo lo contrario al sharing! Pero si se disfraza de sharing adquiere la capacidad de evadir impuestos y responsabilidades, diciendo que “solamente” brinda un servicio de “comunicación” entre prestadores y clientes. Sabemos que no es así desde el momento en que la empresa define qué tipo de productos ofrece (modelos y colores de sus autos, forma de contratarlos, reglas de fijación de tarifas, etcétera) y hasta hace selección de personal, lo que de hecho está generando una seria controversia en distintos países, sobre si los choferes son empleados o no.
Finalmente, ¿cuántas chances deja Uber para la aparición de servicios realmente P2P? Los mapas, datos de tráfico, software y algoritmos con los que cuenta no son para nada de uso colaborativo. Maneja estos activos mediante los mecanismos privativos más típicos, como patentes y otras restricciones de propiedad intelectual que perfectamente podría utilizar para inhibir iniciativas reales de sharing.
¿Fomentar un sector del transporte con trabajadores menos explotados y clientes más satisfechos con la ayuda de tecnología libre, respetuosa de la privacidad, uso socialmente útil de datos abiertos y una regulación acorde? ¡Totalmente de acuerdo! Pero admitir que un nuevo y mayor intermediario, cada vez más poderoso, se disfrace de “economía colaborativa” pero con serias pretensiones de operar monopólicamente y modificar a su gusto la regulación, eso me parece que no.
Sobre la autora
Fossatti es socióloga y se especializa en TIC aplicadas al arte, la cultura y la educación. Forma parte del equipo de Creative Commons Uruguay y dirige Ártica Centro Cultural Online. Una versión previa de este artículo apareció en mariana.articaonline.com.