Deborah es ayudante en una materia optativa de la Facultad de Arquitectura que desde el año pasado se viene enfocando en la escuela sustentable de Jaureguiberry. Se viste en tiendas de segunda mano, va a todos lados en bici y toma clases de contact. No es de extrañar que se fascinara con la posibilidad de colaborar con los preparativos de la bienvenida a los extranjeros que vienen a construir la escuela, que llegaron el domingo 31. Como tantos otros voluntarios que se han ido acercando sin planificación, ella no forma parte de Tagma ni de Earthship, las organizaciones a cargo del proyecto. Ella es una aventurera más como Juana, la argentina viajera nata que cuando se enteró escribió mails a todas las direcciones que pudo, rogando participar, que finalmente consiguió un lugar casi a prepo entre los cocineros que trabajarán en el Yacht Club durante el mes de la construcción de la escuela, y que cuando llegó muchos reconocían con la pregunta: “¿Vos sos la que mandaste como mil mails?”. Deborah es casi tan emprendedora como Gabriel, dueño de un bar junto a la Facultad de Arquitectura, que cuando entre sus clientes oyó de esta movida, se acercó sin dudarlo al club para ofrecer sus servicios y su pericia como empresario. Fue Gabriel quien finalmente se interesó por Juana y también contactó con el sirio Hussein, quien fuera el traductor de los niños refugiados de su país, pero que ahora está desocupado y cocina muy bien, sobre todo la quinoa con crema de queso. Deborah es tan colgada como el Conejo, que lleva adelante, con su pareja Leticia, el vivero y mercado artesanal local Las Manos de Jaure y que cuando supo que había un espectáculo de recibimiento ofreció su tambor y fue contactando a otros, y así fueron llegando de diferentes balnearios más y más tambores con sus respectivos músicos para lograr una cuerda respetable.

Ella llegó el viernes, después de tener una discusión con un colega de otra facultad que la invitaba a una reunión de planificación de actividades del año durante el fin de semana. “Sábado o domingo todos pueden”, le explicó. Ella le dijo que ella no, que estaría trabajando en Jaureguiberry. El colega, revolucionario de la guardia vieja, le respondió: “¿Extranjeros, fin de semana, balneario? Eso no es trabajo, es joda de burgueses”. Ella no se dejó desanimar.

Llegó y tomó la posta de la carpa que una compañera que había pasado toda la semana trabajando allí le dejaba armada en el camping de Magisterio. Los demás compañeros ya estaban o llegarían durante el fin de semana; la diferencia estaba en que todos ellos tenían dónde pasar la noche con amigos o familia en balnearios cercanos, pero ella no. Ni carpa tenía. Pero arregló con la que se volvía a Montevideo y se largó con su mochila en el Copsa. Llevaba un libro para leer en la supuesta soledad de la nochecita, pero nunca paró de conversar. Le dolían los carrillos de tanto sonreír y le latían las sienes con historias de vida que escuchó y la sorprendieron. Desde la primera noche no cenó sola. Tres francesitas establecidas muy cerca de su predio la invitaron a compartir sus verduras hervidas con aceite de oliva, semillas de sésamo y salsa de soja. Estudiantes de arquitectura en Francia, cursaron en 2015 una materia en la Universidad de la República como parte de un intercambio y así entraron en contacto con el proyecto de Jaureguiberry. Ahora están aquí de nuevo, con la misión de grabar un programa de radio online en el que relatarán los detalles de las obras que ellas observarán de cerca, y entrevistarán a los involucrados en una sección llamada “Sentate en el sillón amarillo”, que no es otra cosa que un sillón destartalado que hay en el Yacht Club, donde se acomodarán los interrogados. Es cómico escucharlas hablar español rioplatense con la cadencia francesa, alegre como el trino de un pájaro.

El domingo fue la fiesta de bienvenida. Música, cuerda de tambores, comida. Deborah notó dos ausencias: no estaba Michael Reynolds, el supuesto cacique de aquella tribu, invisible, esquivo como una leyenda; no estaban los niños de la escuela, destinatarios del alboroto. Ella me lo cuenta como triste. Estamos tomando un té (como siempre que nos vemos) y nos quedamos mirando nuestras respectivas tazas, las volutas de vapor que salen de ellas.

De pronto dice:

-No sé por qué me acordé de Paulo Freire, que decía algo así como que la liberación tiene lugar cuando se construyen sueños. Imponer conocimientos sin sueños no sirve de nada.

-¿Vos decís que esta escuela no es el sueño de los niños y sus familias?

-Que es un sueño, seguro, pero ¿de quién? Uruguay adentro, lejos de toda ciudad, donde no llega OSE ni UTE, morirían por un proyecto así.

Me mira.

-¿Pero quién iría hasta ahí?

Toma su último trago de té y pregunta si hay más agua. Ya se distrajo y entonces se le ilumina el rostro con entusiasmo. Saca su celular y me muestra fotos de sus nuevos amigos extranjeros, una grabación de parte de un ensayo de “Sentate en el sillón amarillo” y un video de un niño en el escenario cantando “We are the world, we are the children”.

El fin de semana que viene va de nuevo.