Si bien todo esto del petróleo en Uruguay es, por ahora, una mágica posibilidad, el tema ya da que hablar. Desde la optimista declaración del presidente Tabaré Vázquez, que afirmó que, de concretarse, tal hallazgo “cambiará la historia del Uruguay definitivamente”, hasta la sugestiva expresión de deseo del ingeniero Juan Grompone en la tertulia (o mesa, o como quieran llamarla) del programa En perspectiva, de Radio Oriental, resumible en un escueto “ojalá no encuentren nada”.
Hay algo que es verdad: si no tenemos un mango y se rompe algo en la casa, tenemos que arreglarlo; en lo posible, con nuestras propias manos, sin pagarle a alguien “que sepa”. Si estamos un poquito mejor, ya nos da pereza y, en vez de arreglar el enchufe, compramos otro, o mejor aun, llamamos al electricista. Tiene su lógica: por lo general, el resultado de esto último será mejor, más seguro, etcétera.
Como contra, aumenta la tendencia a no saber hacer nada (en lo personal, recuerdo que solía meterme con reparaciones que ahora se me antojan imposibles) y a basar nuestra economía en ingresos generados de esa forma, por lo general mecánica y poco creativa a la que llamamos “empleo”, lo cual nos permite observar, termo y mate en mano, cómo el electricista pone una térmica donde había un fusible o el plomero cambia el cuerito de una canilla.
¿Estoy haciendo una apología de la pobreza? No. Pero no me van a negar que la necesidad suele agudizar el ingenio, o que -me gusta más está versión- la comodidad lo adormece.
Recuerdo una conversación que oí hace décadas, en la que alguien decía: “Fíjense en los japoneses, todo lo que tienen: tecnología de punta, transistores, marcas prestigiosas, y todo sin petróleo; ¿se imaginan lo que serían si lo tuvieran?”. La respuesta fue: “Sí; no tendrían tecnología, ni transistores, ni nada; serían unos samuráis millonarios”. Todos se rieron ante lo que parecía una verdad clara, aunque no evidente.
Entonces, es momento de pensar en cómo nos pararemos, llegado el caso, ante esa situación. Escuchar a los pesimistas. El pesimista tiene un rol social importantísimo y poco valorado en estos estúpidos tiempos de optimismo obligatorio: es quien dedica gran parte de su energía a buscarles el lado malo a las cosas, especialmente en cuanto a sus consecuencias. La capacidad de previsión, si bien no es exclusiva de nuestra especie, es, cuantitativamente, una de las diferencias más notorias que tenemos con el resto de la fauna (aunque no la apliquemos). No es necesario que recorramos todos los caminos, perdiendo vidas y dejando sólo puñados de sobrevivientes en algunos de ellos. Hasta cierto punto, podemos prever las consecuencias negativas de elegir determinada vía, y evitarla. El pesimista es quien nos dice: “si vamos por ahí, moriremos todos”. Es cierto que un pesimismo absoluto tampoco aporta gran cosa, ya que en ese caso tampoco tomaríamos el camino correcto; es responsabilidad del pesimista (y también del optimista) saber hasta dónde ejercer su condición.
¿Y qué nos dice el pesimismo acerca de este petrolífero entuerto? Que el dinero se distribuirá, muy probablemente, en favor de unos pocos, y que en todo caso será mal utilizado. Por ejemplo, aumentará de golpe la cantidad de autos, pero, como el Estado tendrá más dinero, podrá realizar obras (túneles, viaductos, ensanches, autopistas) que minimizarán los males evidentes que ello acarree, salvo los de siempre: contaminación, tendencia a la vida sedentaria y esa engañosa sensación de que se vive mejor con nafta más barata y autos más modernos. Se puede caer, por ejemplo, en la tentación de subsidiar la electricidad, en vez de estimular el desarrollo de formas nuevas de producirla. Y las obras no pararán aquí: horribles puentes, ramblas y hoteles asolarán las bellezas naturales para que los nuevos ricos, paradoja mediante, podamos disfrutarlas. Se abrirán carreras universitarias vinculadas a cuestiones petrolíferas (en una era en la que el petróleo tiende, necesariamente, a ser sustituido por fuentes de energía más limpias y perennes). Muchos nos creeremos el cuento de que nos arrimamos al primer mundo por mérito propio, cuando en realidad el mérito será de la casualidad. Podremos comprar, como país, todo lo que precisemos; la producción nacional se desdiversificará (qué fea palabra), y seremos más y más dependientes de quienes nos provean alimentos, ropa y tecnología, a quienes miraremos por encima del hombro, como el noble miraba a los artesanos, agricultores y comerciantes que lo vestían y alimentaban (y eventualmente decapitaban). Del mismo modo en que los parásitos, a lo largo de su evolución, van perdiendo paulatinamente sus habilidades de desplazamiento, búsqueda de alimento y defensa, el Uruguay se convertirá, kafkianamente, en una garrapata tonta y especializada, que sucumbirá ante el primer cambio ambiental importante (escasez de perros, por ejemplo).
Bien, pienso que cumplí con la tarea de dar la visión pesimista. No parece haber nada descabellado en ella; de hecho, las consecuencias de la bonanza económica de principios de este siglo van, en gran parte, en esa dirección. Ahora les toca a los optimistas -especialmente a los que tienen cierto poder de decisión- justificar responsablemente su optimismo y mostrarnos cómo no caer en esa hiperanunciada trampa de la historia; lograr que ese dinero se utilice para mejorar de verdad la situación de los más vulnerables, la educación, la cultura media de la población, la inteligencia. Planear todo para que, cuando el petróleo se termine, seamos mejores. Sí, ya sé, no va a pasar, pero ta; es importante que exista la discusión; incluso si el petróleo nunca llegara a brotar. ¿Para qué esperar a metamorfosearnos en garrapatas, si nos suben un poco el sueldo y ya nos achanchamos?