“¿Cuál es tu mejor hora?”, le pregunté. “Al atardecer, cuando cae el sol”, me respondió. Y así quedó concertado el encuentro.

Hacía tiempo que no hablaba con él. Me lo había cruzado en la rambla o en la fila para entrar al teatro, pero desde El proyecto de Beti y el Hombre Árbol, un documental que filmamos entre 2011 y 2013, y que lo tiene —junto con el escritor Felipe Polleri— como protagonista, no nos tomábamos el tiempo para dialogar sin rumbo ni reloj.

Lo entrevisté muchas veces para aquella película (o ensayo fílmico, o artefacto travesti), en invierno y en verano, en su casa o en bares, sentados o caminando. Conocía bien sus encadenamientos verbales y mentales, a veces difíciles de seguir, su hábito de citar frases y autores todo el tiempo, las inflexiones de su voz antes y después del segundo whisky, su bebida inseparable, su “aliado”.

Conocía, también, que el tremendo hombre de teatro que había sido Alberto Restuccia (Montevideo, 1942) había trasuntado, o mutado, o reencarnado en alguien llamado Beti Faría, sin que hubiera solución de continuidad ni amputación de algún órgano. Puro devenir. Pura performance del cuerpo asumido como escenario. Pura emergencia del Otro (perdón: de la Otra).

Conocía, en fin, que Alberto/Beti nunca es el mismo sujeto y que ser su interlocutor, aunque sea unas horas, implica una aceptación del caos, una renuncia de todo orden conocido.

Por eso no me asombró que, en el ínterin de nuestra lejanía, hubiera cambiado su hora favorita de la noche al atardecer, es decir, el momento en que se licúan formas y energías, en que se toma conciencia del pase del testigo que es la vida.

Dos días después estamos sentados en la rambla, a una cuadra de su casa de Barrio Sur, mirando la puesta de sol: una disolución ígnea en el agua donde los contornos se transforman a cada segundo, desde la perfecta redondez hasta un resplandor que hace titilar el horizonte, pasando por una masa de nubes filtrando las últimas luces y un instante fugaz en que el encuentro del sol con el mar dibuja un cáliz.

Contemplamos el espectáculo en silencio, con el eco de lo que hablamos antes de llegar ahí: su rebelión adolescente a pesar de sus 74 años, su condición de sobreviviente, sus problemas de salud (apneas del sueño, cardiopatía), su sensación de estar “mal hecha”, sus deseos de tener un marido legal (“Quizá pueda todavía, ¿por qué no? Sería una gran revancha contra la homofobia y transfobia de mi familia”), su admiración por el ladrón y el fuera de la ley.

Al respecto, cita a Jean Genet y recuerda un diálogo de Sin aliento (À bout de soufflé, Godard, 1959), en el que Michel (Jean-Paul Belmondo) y Patricia (Jean Seberg) hablan sobre si es correcto delatar a alguien. “Es lo normal”, dice Michel, “los delatores delatan, los ladrones roban, los asesinos asesinan, los enamorados se aman…”.

Entonces le pregunto qué es lo normal para Alberto/Beti, a lo que responde: “Provocar”.

Un rato más tarde, en su casa, de vuelta de la rambla, insisto: -¿provocar desde dónde, a quién, por qué?

—Bueno, me lo he preguntado y a lo que he llegado es: provocar por puta. Porque me encantan las prostitutas. Porque, en la escena, me gusta hacer de villano. Porque me gustan los ladrones, que también son inadaptados. Tengo esa putez de salir con minifalda con la esperanza de ser levantada. Cuando me pasó y un guacho en un auto blanco me preguntó “¿cuánto cobrás?”, me pareció un regalo de los dioses. De alguna manera, la idea de prostituirme está en mi inconsciente. Siempre me atrajo. En mi perversión —que, según Lacan, es père-version, la versión del padre— me gustaría tener un marido y serle infiel, y que a él le gustara que yo le metiera cuernos. Todo eso me fascina. Tengo una fascinación por el mal. Ponelo en esos términos.

Estamos un rato dándole vueltas a su noción del “mal”. No me queda claro si se refiere a una ideología, a una fantasía más o menos difusa, a una vanguardia artística aplicada a lo cotidiano, a una postura (in)moral o a hechos concretos que carga en su conciencia. Después de varios intentos, en los que habla de su “tentación luciferina” y de su devoción por ir siempre a la contra, murmura: “Es difícil de explicar para quien no lo haya sentido alguna vez”.

Sin embargo, me cabe la sospecha de que se trata de una idea romántica, incluso ingenua, de un maldito del siglo XX que aterrizó en el XXI y, aun hoy, sigue forjando su carácter con aquellas armas y contra los mismos fantasmas: una familia burguesa; la educación en un exclusivo colegio bilingüe; las instituciones de cualquier signo; el arte entendido como un bien acomodaticio; el Uruguay de siempre.

Finalmente, jugando con su retórica, le tiro:

—Capaz que el mal del que hablás tiene que ver con un lugar de demiurgo: tu goce no estaría tanto en cumplir el deseo del otro, sino en moldearlo para que él crea que ése es su deseo, cuando es el tuyo.

Por una vez no recurre a ningún autor ni a ninguna cita. En cambio, se ríe con timidez, como un niño descubierto en una travesura.

—Sí, tenés razón. No te lo voy a negar. Esa fascinación tiene que ver con el mal como absoluto, no con nada moral. Me considero más bien amoral. Carezco de toda moralidad. Y si en alguna ocasión las cosas se pusieran muy feas con algo o alguien, me refugiaría en esa niña asustada que fui, y cuya única barrera contra el mundo era mi madre. Ella era mi contención. Hay una foto ahí donde estoy sentado en su regazo, en su falda. Por eso me gustan las faldas, usar faldas… No sé, es difícil de explicar, como todo esto.

Así de fluctuante es el mundo de Alberto/Beti: en cuestión de segundos, por un juego de palabras o una asociación de ideas, la abstracción se convierte en materia, la crueldad en fragilidad, lo absoluto en incertidumbre, la virgen en puta, el viejo en niño. Y viceversa.

En un encendido texto que escribió luego de verlo en El gimnasio (2013), de la dupla Peveroni-Dodera, el dramaturgo Sergio Blanco decía:

Restuccia es Bacon. Es Shakespeare. Es Calderón de la Barca. Es un fragmento de Mallarmé. Es un golpe de Artaud en pleno vientre. Es una caricia de Bakunin. Es una pincelada de Goya. Es un final de Mahler. Es teatro del riesgo como sólo los grandes pueden hacerlo. Es el desgarro de la historia de nuestros últimos 60 años […] Restuccia nos hace entrar y no tenemos ganas de entrar. Luego nos echa y no tenemos ganas de irnos. Tira dardos contra la estupidez de nuestra contemporaneidad. Y puede hacerlo porque se los tira a él mismo.

La siguiente pregunta es: ¿cómo se lleva, en la intimidad de su cabeza, este jugador a tiempo completo, esta “dinosaura” (Blanco dixit)?

—He llegado a la conclusión de que no podría ser de otra manera. Estoy cómoda siendo así como soy, a pesar de que esto nació de una incomodidad: me sentía incómoda con mi genitalidad masculina. Pero una vez que se asumió y llegué a un acuerdo conmigo misma, me siento muy cómoda.

A continuación, una descripción más o menos detallada de argumentos por los cuales nunca se operaría (“sería contrario a mi naturaleza que me mutilara el órgano por donde gozo”), de prácticas sexuales (“la gracia está en que podamos acabar juntos, eso es perfecto”), de la relación con su cuerpo (“me gustan mis redondeces, mi panza; me gusto mucho”), de su tardío descubrimiento de la masturbación.

—¿Cuál ha sido el momento de tu vida más pleno sexualmente?

—Ya de vieja.

—¿De verdad?

—De verdad. Me sorprende cómo una persona —porque antes que nada soy una persona— de 74 años tiene la actividad sexual que yo tengo. A veces puede ser un día sí y otro también. Es como si fuera un adolescente que nace al despertar sexual. Bueno, yo fui muy lenta, mi sexualidad fue muy lenta. No me masturbé de niño ni de adolescente. Mi primera autosatisfacción fue cuando ya estaba casado y tenía tres hijos. Quizá por eso es que se corrió el espectro y tengo esta exuberancia que me sorprende.

—¿Por qué decidiste ser Beti? ¿Por qué una identidad fija?

—Siento que no estoy quieta. Soy un híbrido, una mutante. Hay momentos en que soy rana, hay momentos en que soy gallina, hay momentos en que soy Beti y hay momentos en que soy cosa.

—¿Preferís perderte o definirte?

—Perderme, por lejos. Incluso perder completamente las identidades.

—¿Y quién es hoy Alberto Restuccia, aquella bestia que conocía todos los secretos de un arte específico?

—Pasó a ser un personaje teatral. A tal punto se invirtió la relación que Alberto Restuccia pasó a ser el personaje y la persona es Beti Faría, o Betina la Divina, o uno de los tantos heterónimos.

—Nos engañaste. Durante décadas nos hiciste creer que aquel era una persona.

—Es que yo estaba perdida. Viste que a veces en las entrevistas te preguntan: “Usted, como artista, ¿se ha encontrado a sí mismo?”. Y vos tenés ganas de responder: “Bueno, para encontrarse una tiene que haber estado perdida”. Y ésa es la mayor gozadera. Haber sido y ser una perdida… Así llamaron a esa obra de un contemporáneo de Shakespeare, John Ford: ‘Tis Pity She’s a Whore. La tradujeron: Lástima que sea una perdida en lugar de Lástima que sea una puta... Así que encantada de ser una whore, una perdida.

El encuentro termina en carcajadas, ya entrada la noche. Pero, de algún modo, seguimos sumergidos en el estado border del atardecer, el mismo que un rato antes había recordado a Beti (no más Alberto) una anécdota narrada en el comienzo de Pierrot le fou (Godard, 1964):

—Al final de su vida, Velázquez estaba casi ciego, y no veía las cosas ni las personas, sino lo que había entre las cosas y las personas. Por lo tanto, pintaba el entre, cosas indefinidas, como una puesta del sol. El sol que se va es bueno por todo lo que nos hace perder, como decía Artaud. Y al perderse las formas, al perderse los significantes, una ya no sabe quién es.

Una gozadera.