Escribir sobre las Llamadas -un acontecimiento muy cubierto por la prensa y sobre el que hay expertos, miles de asistentes que ven con sus propios ojos y toda una comunidad relacionada ancestralmente- es difícil, pero también, por todo eso, divertido. Pueden ser vistas desde muchas perspectivas, y en este caso me proponía mirarlas desde lo coreográfico, pero no para analizar lo que hacen en ese terreno las comparsas, sino para mirarlas como coreografía integral. Dentro de ella se pueden ver varias subcoreografías: la que pasa por entre las vallas de la calle Isla de Flores y es ensayada durante meses; la que sucede en y entre el público sentado, parado en la masa o circulando, de modo que crea flujos paralelos al unidireccional de las comparsas.

Hay coreografía en los cuerpos de baile, pero también (y cada vez más) en las cuerdas de tambores, que desarrollan modos de acelerar el paso y la movilidad sin descuidar el toque (esto no siempre es bien logrado). Está la danza de vendedores legales e ilegales, la de la prensa con sus cámaras y la de la gente con más cámaras que la prensa; también la de inspectores coordinados con policías para cortar el paso donde se necesita y habilitarlo donde está acreditado. En términos de circulación, las Llamadas son una especie de embudo o represa con angostos pasajes para anchas masas humanas y vigilantes en todas las esclusas. Igual que en la coreografía, una no sabe si empezar a hablar sobre los artistas, el público, el arte mismo o una misma.

Los orígenes del candombe datan de la época colonial, y eso se ve en la forma en que lo afro se mezcla con referencias a un Montevideo muy diferente, sin dudas más religioso y con significativa presencia de esclavos que empezaron a juntarse para tocar este ritmo (de origen no lejano al del tango, como muestra el primer cuadro de bailarines de Mundo Afro 2016). Las primeras comparsas aparecieron en los años 60 del siglo XIX, y por ese entonces apareció también la expresión “negros lubolos”, para referirse a blancos pintados de negro que, según narra la prensa de la época, bailaban y cantaban tan bien como aquellos a quienes imitaban. Eso da cuenta de que el encuentro entre blancos y candombe no es de los últimos tiempos. A esa mezcla de etnias se suma el sincretismo entre criterios de elegancia de la sociedad colonial y herencias africanas, del que nacen personajes como la mama vieja, el gramillero y el escobero/escobillero. Eventualmente el brujo o las lavanderas pueden aparecer en escena.

Pasaron 60 años desde la primera llamada “oficial” en 1956 y, sin duda, el candombe, sus practicantes y su público cambiaron mucho más que la arquitectura de este núcleo de los barrios Sur y Palermo, que resiste la presión inmobiliaria para construir edificios con vista al mar en el lugar de sus pequeñas casitas. Hubo un año en que se intentó llevar las Llamadas a 18 de Julio, pero eso no prosperó y es bastante obvio por qué. Hace algunos años la fiesta fue repartida en dos días como respuesta a una de las principales consecuencias del boom del candombe en diversos barrios: la multiplicación de gente queriendo salir.

Jueves

Son casi las 20.00 y me acerco a la zona, que aún está tranquílisima, pero pronto empiezan a aglomerarse tambores, ómnibus contratados que se mueven lentos por calles angostas, periodistas y familiares, fogones improvisados en el cordón para calentar la lonja, mucho vino en caja o suelto, olor a porro, vendedores informales y formales, gente que aprovecha su vecindad para vender algo, empanadas a 35, cervezas a tres por 100, selfies con personajes, turistas desnorteados, vendedores de drogas, niños con espuma, bebés en brazos, peleas con inspectores y policías, cámaras, muchas cámaras, María Julia Muñoz tocando el tambor, papelitos y serpentinas, hinchadas organizadas y espectadores sin preferencias, policía, mucha policía, cuerpos para los que el candombe es un “en casa” y otros para los que es una vibración extraña que se traduce en colapsos rítmicos tan torpes como felices, gente en sillas apretadas y gente apretada de pie entre las sillas y las casas, tocadores poseídos, bailarines sudorosos, cotillón y mate, asistentes de las comparsas y aguateros, cuerpos perfectos para el candombe y cuerpos moldeados por él, cuerpos imperfectos, representantes de la Intendencia de Montevideo (IM), cerveza, portabanderas que hacen gritar al público como en una montaña rusa, chorros que sortean las vallas tan rápido que se hacen invisibles a algunos ojos policiales, camarógrafos y la luz encandilante de la tele, famosos del carnaval y otros famosos desfilando, popularización de la tradición, alegría y ganas de que te encante todo, peleas de borrachos, acoso y el típico experto en el apretón oportunista, el contraste entre gente de fiesta y gente trabajando. Hay unas Llamadas para quien las desfila, otras para quien las mira y probablemente otras para quien está trabajando. Es un rato de Uruguay en su versión menos recatada o sobria, que sin dejar de ser Uruguay es también espectáculo, ritual, feriado nacional, fiesta de los negros...

Hay además un concurso con jueces, reglas, patrocinadores y premios. La economía de las Llamadas (y del carnaval en general) merecería una nota aparte, pero sin duda está presente además de lo artístico, lo institucional y lo empresarial. Carros de reinas, carro de la Junta Nacional de Drogas que regala vasos y folletos mientras artistas de circo contratados hacen piruetas, acompañando al lema “Existe un punto de equilibrio entre cuidarse y disfrutar”; el carro del Decenio de las Personas Afrodescendientes que reparte folletería del Ministerio de Desarrollo Social, carteles a favor y en contra de Uber (ver página 5). La IM es la organizadora del concurso y la “anfitriona” oficial, y el parlante anuncia que subiendo fotos del evento con el hashtag #llamadasmvd podés ganarte entradas para el Teatro de Verano. El gobierno departamental sabe cómo hacerlo, pienso y anoto mientras un borracho se burla de mí y de mi libretita, mientras me ofrece una botella. El concurso no sólo motiva a las comparsas y premia (modestamente) su trabajo, sino que va formateando la tradición, ya que las propuestas y sus variaciones especulan con los gustos del jurado o con sus parámetros para asignar puntajes.

Viernes, corte y sábado

Hay algo similar entre el fútbol y las Llamadas en cuanto a la diferencia entre verlas en vivo o por televisión: para la mirada experta, la complejidad de lo que sucede y la gracia del “quién es quién” es aprehensible en los dos casos; para la inexperta, la televisión le pone nombres e información a un montón de cosas que podrían pasar delante de nosotros sin que las percibiéramos. Además, los participantes saben que en esa cuadra con iluminación especial tienen la chance de ser entrevistados o fotografiados, de salir en la tele o de mandar un saludo. Es un tablado virtual, un Isla de Flores en live streaming, la manera de que se pueda ver fuera de Montevideo, una adaptación al audiovisual. Exagerando un poco, podría robarle a Jean Baudrillard su idea sobre la Guerra del Golfo. Pero no sólo en la tele tienen lugar las Llamadas.

En la calle se ven cuerpos de baile que explotan de fuerza y otros desparejos, bailarines abiertos a jugar con el público y otros que se trasladan sobre sus zapatos como sin saber bien qué hacen ahí, gente feliz con lo que hace que te eriza la piel al mirarla. Y están los pequeños momentos de intimidad bochornosa: el tropezón en el momento de mayor cope, el instrumento que se le cae al escobillero, la bailarina que agita y no le responden.

No se sabe bien cuán decisivo es para las puntuaciones el agite del público, pero gran parte de las Llamadas consiste en la relación entre él y los bailarines a través de las vallas. Las banderas y las tangas son hits de interacción, y las voces van del elogio a la ofensa. “Mueva, linda”, “Estás buscando, perra”, “Mueva esas carnes”, “Te espero a la llegada” y el clásico “Cómo come eso” están entre las frases más reiteradas, pero también hay aplausos, espumas, papelitos, declaraciones de amor, madres saludando fugazmente a sus hijos. También hay cientos de cámaras y teléfonos y palos de selfie y clics apuntando a quienes desfilan, que posan o salen movidos. Un tipo al lado mío graba los toques de las comparsas con un aparato sofisticado. En el ahora generalizado “corte”, los tambores juegan con variantes rítmicas, no necesariamente de candombe, y se muestra una coreografía -por lo general frente a los palcos y a las cámaras de televisión-, en algunos casos incorporando pasos que tampoco parecen siempre candomberos. Algunas comparsas organizan la coreografía según los subgrupos de su cuerpo de baile y otras tienden a propuestas más integrales; algunas apuestan a la complejidad de diseño y otras a la profundidad del baile tradicional; algunas integran el canto, otras plantean silencios y quietud para buscar luego un clímax con desborde de repiques. Algunas apuestan a la destreza y presentan complejas y veloces figuras, que en su ejecución complican un poco la fidelidad a la base rítmica propuesta por los tocadores; otras se deciden por cosas simples, que exploran la belleza y las variaciones del paso básico (no sé si es una secuela de lo traumático que me resultaba el momento de “la coreo” cuando salía en una comparsa, pero éstas siempre me gustaron más). La formalidad de la composición coreográfica puede ser ejecutada con mayor o menor rigidez y mayor o menor precisión, pero adquiere otra cualidad que durante los ensayos del año, y en la mayoría de los casos la celebración le gana a lo formal.

Mientras sale La Simona, que no llegará muy lejos el viernes, cuento que con las 17 comparsas del día anterior ya van 32, y me empieza a preocupar la cantidad de cosas que tengo para contar. Miro las notas con nombres que me parecen importantes y una lista de propuestas que me llamaron la atención. La lluvia duda un poco y se larga con todo sobre chicos, pianos, repiques y gente en pánico o sin inmutarse, mientras los camarógrafos quieren salvar sus equipos y los jurados, sus planillas de puntaje. Algunos de éstos dicen que ya desfiló la mayoría de las comparsas y que al otro día no va a seguir. La reacción colectiva me parece desmesurada para una lluvia que amaina pocos minutos después, pero no a tiempo. Duro golpe para las últimas comparsas, que venían preparadas para el aluvión de borrachos y detone pero no para quedarse sin salir. Pienso en las horas que hace que esa gente está pintada y reunida, pronta para arrancar en la boca de entrada, y en cuánto ensayaron para llegar hasta ahí. Por suerte, luego la web de la IM comunica que el sábado van a desfilar las que faltaron.

El complemento es recibido con alegría por un público que repite o aprovecha para ir si antes no pudo. Salen los que se habían quedado con las ganas, y es extenuante imaginar el esfuerzo de prepararse dos días seguidos. Los integrantes de las comparsas, que pueden llegar a ser 150, empiezan a pintarse alrededor de las 10.00 o las 11.00, y el gasto en maquillaje y maquilladoras es una inversión que se nota en cada primer plano de la tele.

Desde el toque hasta lo coreográfico y lo plástico hay un nivel profesional en las comparsas de las Llamadas, y ésta es una de las características más destacables de una práctica que miles hacen por gusto y en forma no remunerada. Más allá de los intereses económicos y turísticos, del patrimonio de la humanidad, de la identidad nacional o de cualquier otra cosa que se que quiera enfatizar, lo que sucede en Isla de Flores se explica ante todo por lo que no sucede en Isla de Flores. El trabajo de meses, las ganas de hacer en grupo, los siglos de tradición, los que le meten todo el año y luego miran del otro lado de la valla, la búsqueda de un toque mejor, el paso negociado o, en otras palabras, el amor por lo que se hace.

Danza, género y orden

En cuanto a la puesta en escena, hubo propuestas típicas, con el tambor y el negro como protagonistas, o relacionadas con la historia de la esclavitud y el origen de la tradición afro; otras se centraron en el mar y el oficio de navegante, vinculado con esa tradición, y no faltaron los homenajes, a personajes y hasta a una playa (La Mulata, por Yambo Kenia). Los vestuarios fueron desde la apuesta al glamour, con plumas y lentejuelas, hasta la originalidad y la variación; se vieron tocadores con clásicos dominós o con vestuarios heterodoxos como el de la comparsa Valores, cuyos integrantes desfilaron con unos gorros de cabeza de pescado que limitaban su visión severamente.

Desde hace algunos años se observa una tendencia a innovar componiendo sobre la relación entre cuerpo de baile y tambores, y así vemos a comparsas cuya cuerda de tambores se suma al cuerpo de baile durante el corte, haciendo figuras geométricas, permutando el lugar con los bailarines, agachándose o desplazándose rápidamente, sosteniendo objetos e incluso dejando de tocar para realizar acciones. La presencia de elementos plásticos o escenográficos implica que algunas personas desfilen con el solo propósito de empujar carritos con faroles, bustos gigantes y hasta un pizarrón escolar que llamó la atención, en el caso de Zumbaé, promoviendo que se eduque sobre el candombe en las aulas.

Hay cuerpos de baile que muestran un trabajo profundo de investigación del candombe y otros que delatan su integración con incorporaciones inexpertas de último momento; eso no hay vestuario que lo disfrace. Es difícil evaluar cuánto es cuestión de disciplina en los ensayos o de que la tradición corra por las venas sin conocer las formas de trabajo y el contexto barrial y social de cada comparsa. Desde un punto de género, se mantiene una clara división del trabajo: aunque se ven mujeres tocando y con banderas o estandartes, así como excelentes bailarines, mayoritariamente al hombre le sigue correspondiendo el tambor, y a la mujer, el baile. La disposición en la calle de las comparsas puede hacer pensar en un ritual de apareamiento, en que los hombres persiguen a las mujeres, y el ordenamiento del cuerpo de baile respeta una jerarquía pautada por la regla de que a mayor belleza -mejor cuerpo y baile- más cerca se está de los tambores (o a veces, simplemente, a mejor culo, más cerca de la cuerda). Para el público, la exhibición va de menos a más. Todo esto forma parte de la política interna de las comparsas y se dilucida año a año de formas variadas, que van desde la contratación de vedettes a luchas internas que devienen del estatus de las figuras principales. Éstas, además de gozar de la proximidad de las lonjas para bailar y de la posibilidad de hacerlo como quieran (con menos coreografía y más baile libre), gozan de admiración y privilegios dentro del grupo.

Entre las parejas de mama vieja y gramillero se ven distintos estilos de danza y de representación: están los más físicos, que destacan un temblequeo de vejez sin descanso, con mano en la ciática; y los que se concentran en la representación dramática de situaciones de pareja entre ancianos que parecen amarse tanto como perseguirse y fastidiarse mutuamente. Hay magia en algunas parejas y rock, mucho rock, en otras, y dan ganas de hacer todo el desfile siguiéndolas. Pero no faltan las comparsas donde mama vieja y gramillero se mueven de forma individual, como integrando un cuadro más del cuerpo de baile. Un amigo me comenta que, cuando quieren bailar sin integrar una comparsa, los hombres tienen menos referencias que las mujeres -que más o menos copian lo que hace las vedettes- y que nadie sabe cómo se movían los tipos que pintó Pedro Figari; otro opina que las mujeres siempre parecen bailar igual y que los hombres tienen más variación. Es cierto que mirando desde el vestuario hasta el estilo de baile, en el candombe la mujer es más estereotípicamente mujer, pero quizá las opiniones de mis amigos estén permeadas por el hecho de que la propia danza es vista como algo más “de mujer”.

De todos modos y crecientemente, desde las comparsas hasta el carro de reinas, la presencia de vedettes y bailarinas travestis y de hombres definitivamente gays o queers desorganiza un poco (y se agradece) la organización bipolar de la economía candombera, haciendo aparecer algo más cercano a la confusión bacanal de los excesos carnavaleros que a la imagen de ejércitos de gente “bien arreglada” o “disciplinada” a la que parecen aspirar algunas propuestas y los comentaristas de la tele. Entre estéticas clean y abordajes más carnales o desprolijos, pasan y pasan comparsas frente a un público que con el correr de las horas va bajando intensidad de agite y subiendo nivel de droga. El viernes, una señora con un cartel de inspección de la IM gritó “¿¿¿Que pasa???! ¡¡¡Vamoooo!!!” cuando ya era más de medianoche y faltaban aún varias comparsas, que terminaron desfilando al otro día.

¿Que cuáles fueron las mejores? No sé ni voy a arriesgar un ranking, cuando ni siquiera entiendo bien los criterios de un jurado que ya tiene su fallo (444 puntos para C 1080, 440 para Elumbé, 426 para La Jacinta, 423 para Yambo Kenia, 421 para Sarabanda, etcétera). No hay mejor juez que quien fue parte y sintió temblar su cuerpo.