Abdullah Omar, como se hace llamar Carlos Peralta, el asesino del comerciante judío David Fremd, declaró que cometió ese acto cobarde y repugnante por mandato de Alá, quien “lo iluminó en el camino”. El juez actuante decidió su pase al hospital Vilardebó para que se le realice una pericia psiquiátrica, sin perjuicio de considerarlo imputable y procesarlo por homicidio agravado, como autor penalmente responsable del crimen.

Si Peralta hubiera confesado que cometió el asesinato porque su mascota, un perrito que tiene hace unos años, le confesó que era en realidad un espía enviado de la galaxia enana Can Mayor, situada a 28.000 años luz de la Tierra, y su misión era convencerlo de la necesidad de eliminar al comerciante, como parte de un plan cósmico para salvar al universo, es casi seguro que también habría sido trasladado al Vilardebó. Pero en este caso, seguramente quedaría encerrado con algún diagnóstico severo que lo transformaría en un paciente inimputable.

Lo mismo habría pasado, siguiendo en un terreno puramente especulativo, si el asesino hubiera confesado que recibió una llamada telefónica desde el más allá de parte de Adolf Hitler, si la justificación hubiera sido que el espíritu de Atila el Huno se adueñó de su personalidad, o incluso si hubiera confesado que actuó bajo el mandato de Hades, el dios griego del inframundo. A decir verdad, bajo cualquier otra hipótesis en la que Peralta hubiera vinculado su acto criminal con el mandato de alguna entidad sobrenatural, que no supusiera la intervención de alguno de los dioses de las tres grandes religiones monoteístas, tanto el perito forense como el juez y la mayoría de la opinión pública hubieran dado por cierto que se trata de un enfermo psiquiátrico extremadamente grave que difícilmente esté en condiciones de comprender la ilicitud de su acto.

No es difícil darse cuenta de que en la fijación de ese límite arbitrario radica un problema no menor. ¿Cuál sería el fundamento por el cual si el asesino invoca el mandato de Alá para cometer un crimen es una persona penalmente responsable, y si alega la injerencia de su mascota o de unos enanitos verdes es un demente inimputable?

Hace más de 60 años, Bertrand Russell escribió su famosa analogía de la tetera en órbita:

“Si yo sugiriera que entre la Tierra y Marte hay una tetera de porcelana que gira alrededor del sol en una órbita elíptica, nadie podría refutar mi aseveración, siempre que me cuidara de añadir que la tetera es demasiado pequeña como para ser vista aun por los telescopios más potentes. Pero si yo dijera que, puesto que mi aseveración no puede ser refutada, dudar de ella es de una presuntuosidad intolerable por parte de la razón humana, se pensaría con toda razón que estoy diciendo tonterías. Sin embargo, si la existencia de tal tetera se afirmara en libros antiguos, si se enseñara cada domingo como verdad sagrada, si se instalara en la mente de los niños en la escuela, la vacilación para creer en su existencia sería un signo de excentricidad, y quien dudara merecería la atención de un psiquiatra en un tiempo ilustrado, o la del inquisidor en tiempos anteriores”.

Más recientemente, en su libro El capellán del diablo, Richard Dawkins avanza desde el pensamiento de Russell y propone:

“La razón por la que la religión organizada merece hostilidad abierta es que, a diferencia de la creencia en la tetera de Russell, la religión es poderosa, influyente, exenta de impuestos y se la inculca sistemáticamente a niños que son demasiado pequeños como para defenderse. Nadie empuja a los niños a pasar sus años de formación memorizando libros locos sobre teteras. Las escuelas subvencionadas por el gobierno no excluyen a los niños cuyos padres prefieren teteras de forma equivocada. Los creyentes en las teteras no lapidan a los no creyentes en las teteras, a los apóstatas de las teteras y a los blasfemos de las teteras. Las madres no advierten a sus hijos en contra de casarse con infieles que creen en tres teteras en lugar de en una sola. La gente que echa primero la leche no da palos en las rodillas a los que echan primero el té”.

Ojalá en un futuro más ilustrado, cuando se mire hacia atrás, a la época en la que se consideraba propio de personas razonables atribuir un valor sobrenatural a unos libros antiguos y actuar de acuerdo a alguno de sus locos preceptos, se lo vea como algo tan lejano y demencial como vemos hoy los sacrificios humanos, la esclavitud o la quema de brujas.