Si aceptamos que el populismo es un estilo político y no un proyecto o una corriente o una ideología, podemos inferir, entonces, que la “manera populista” puede ser usada por todos, izquierda o derecha. Su influencia es tal, que muchos partidos a los que no podemos calificar de “populistas” toman partes del estilo, pero no de forma inocente, sino porque buscan un objetivo político de largo plazo.
La “manera populista” afirma un modo directo de relación entre gobernantes y gobernados, donde la crítica al sistema preexistente es el eje. El cuestionamiento a la política, a “los políticos” y al sistema democrático, pone a los críticos en el lado externo del sistema y, en consecuencia, proponen un proyecto franco, directo y sin matices. Esta forma la inauguran los fascismos en el siglo XX y con mayor o menor éxito los populismos latinoamericanos. Algunos sectores de las izquierdas más radicales y hoy de las nuevas derechas, hicieron de la superación de la representación el estilo y la propuesta para la victoria. Los conservadores más clásicos ven esto con horror clasista, no toleran la idea de un gobierno “directo” y por tanto, fundado en el desplazamiento de la élite de poder. Los liberales no toleran la ruptura de la representación porque es una de sus bases filosófica y política y porque hacen del sistema representativo el único capaz de sostener la democracia. Para las izquierdas el problema debería ser otro.
El supuesto “trato directo” tiene consecuencias muy graves, la principal es el daño a una de las principales ficciones de la democracia. Efectivamente, la democracia se funda en un conjunto de ficciones aceptadas. La representación es una de ellas, pero lo paradójico es que esas ficciones habilitan procesos históricos concretos, donde la afirmación y el uso de los derechos es, quizá, el más importante. La ficción de la representación permite, luego, pasar facturas. Si yo te voto y vos traicionás tus promesas o tus compromisos, tengo el “derecho al pataleo” y, por tanto, la posibilidad de sacarte. El modo populista rompe con este proceso tan sencillo y al hacerlo, dañan la democracia en su base más esencial, la soberanía popular. Al no haber representación y ser un trato inmediato, los derechos políticos que nos amparan caducan, pues la red de protección cae, porque el trato es directo con el gobernante. Así, por ejemplo, no hay derecho a queja, pues el populista –o los que toman algunos de sus rasgos- jamás te mienten. Si te dicen que van a construir el socialismo, lo hacen; si te dicen que van a terminar con el sistema, lo cumplen; si te dicen que van a hacer un ajuste lo ejecutan y nadie tiene derecho a la queja, porque nadie mintió y la gente los apoyó. Así, nadie le pudo reprochar a Hitler su política, estaba escrita en Mi lucha; nadie puede condenar a Mauricio Macri por el ajuste, te lo dijo a lo largo de toda la campaña electoral; Maduro no acepta críticas, su gobierno sigue un mandato histórico que fue advertido muchas veces. Quiero aclarar antes de que saltes de la silla, que no pongo a Hitler, a Nicolás Maduro y Macri en la misma bolsa ideológica… Lo que estoy analizando son las formas y las maneras de hacer política.
Nadie puede reprochar, porque el estilo lo impide y la ruptura de la ficción de la representación no lo habilita. No hay “derecho al pataleo” porque no hay representación como tal y, además, nadie te ha mentido. La paradoja no es que la democracia necesite de la mentira para que puedas activar tu derecho a la disidencia, sino que el sistema representativo y sus derechos políticos nos ofrecen garantías para el reproche y para promover el cambio, cosa que el vínculo directo entre gobernantes y gobernados anula o ralentiza, a pesar de que se crea que ésta es la democracia más radical. Es exactamente lo contrario. Dejamos el gobierno de las leyes y pasamos al gobierno de los hombres, una inmensa marcha atrás. Emilio Frugoni decía que la democracia socialista se generaría desde las libertades liberales… Quizá estemos en un momento de transición, donde la base popular, donde la raíz democrática fundada en el apoyo de la gente, asuma la democracia con todas sus reglas, sus formas y sus maneras, como herramientas para el cambio social y no sólo para realizar la tan manoseada “justicia social”. Radicalizar la democracia en todas sus dimensiones, validando el contrato entre gobernantes y gobernados como forma de construir el nuevo proyecto histórico es, creo, la gran enseñanza.
Los populismos, o sus secuelas, entendidos como estilo y como manera de hacer política quedan a un paso de la arbitrariedad. Dar un paso es algo muy sencillo y puede ser riesgoso… especialmente cuando estás al borde del precipicio.