80.000 millones de neuronas. Cada una se conecta en promedio con otras 3.000 en señales que duran un milisegundo. “Es como un código morse”, dice el español Carlos Belmonte, uno de los mayores referentes mundiales de habla hispana en neurobiología. Con 73 años, un doctorado y un currículum denso en publicaciones y puestos académicos, vino a Montevideo a participar en la Semana del Cerebro -un ciclo de charlas organizado por la Sociedad de Neurociencias del Uruguay- y dará la conferencia “Explorar el cerebro: un reto científico y social para el siglo XXI” hoy en el anexo del Palacio Legislativo. Sus investigaciones se han centrado en la recepción del dolor -dice que cada vez lo toleramos menos-, pero aprovechamos para conversar también sobre cómo se pueden usar magnetos para alterar el dictamen de un juez, sobre la violencia (de género incluida) y sobre los mecanismos biológicos detrás del racismo, que compartimos con los moluscos.

-¿Cuál es la concepción del dolor que maneja la neurobiología hoy?

-Hay dolor agudo, el que utilizamos para defendernos de las agresiones externas y sirve para la detección de una situación de peligro. Después está el dolor crónico, que persiste durante varios días, y también tiene un sentido desde un punto de vista evolucionista: permite que un animal no se mueva, no se le abran las heridas y mientras tanto se cure. Y luego hay un dolor que es el neuropático, que es el peor: es el mal funcionamiento del sistema que señala el dolor. Es una falsa percepción.

-¿Cómo afecta a la ecuación el consumo de analgésicos, que sigue en aumento?

-El dolor que aguantaba un paciente en la Edad Media cuando le sacaban los dientes, a pelo, hoy no se siente. ¿Qué ocurre? Tenemos cada vez menos tolerancia al dolor, y eso se refleja en el consumo de analgésicos y en un mayor absentismo laboral. En los sitios donde las bajas laborales por dolor duran cinco días, la gente utiliza menos los sistemas sociales de analgesia que en los sitios donde hay más protección social. En 90% de las consultas médicas, lo que lleva a la gente al médico es el dolor. Hay casos menores: cuando dejas de ver o tienes una impotencia funcional. Las dolencias que no tienen dolor son las más difíciles de arreglar.

-¿Se han podido refutar o confirmar las teorías sobre la mente de Sigmund Freud con los avances de la neurociencia, como la separación entre el consciente y el inconsciente?

-Yo pertenezco a la generación para la que el psicoanálisis fue popular, y siempre me pareció que era una especulación pura y dura... y tampoco era tan dura. Simplemente no tenía base científica. Hoy la existencia del inconsciente que proponía Freud ya está demostrada fenomenológicamente: sabemos que adoptamos la mayor parte de nuestras decisiones de manera inconsciente, y lo que hace la corteza cerebral es buscarle una explicación coherente a eso. Con la conciencia construimos una imagen continua y unificada de nuestro mundo que es totalmente falsa, o fragmentaria. Por ejemplo, se han hecho experimentos de colocar a sujetos ante decisiones complicadas del estilo de elegir si salvar un tren con 20 ancianos o cuatro niños ahogándose; la decisión se toma en base a elementos como emociones, memoria y experiencia. Hoy se puede estimular eléctricamente el cerebro para cambiar esa dirección.

-Esos avances nos enfrentan a dilemas éticos.

-Muchos. Hace tres meses la revista Neuron -una de las dos revistas más importantes de neurociencia- publicó un estudio sobre 60 individuos a quienes se les presentaron casos criminales de homicidio con crueldad para que elaboraran un juicio y un castigo. Descubrieron que hay una serie de zonas del cerebro perfectamente identificadas que van organizando las distintas etapas: la primera es valorar las características del sujeto que cometió el acto, después hay un análisis emocional, y luego se pasa a una zona en la corteza frontal dorsolateral donde se define el castigo; el experimento de estos señores fue inhibir magnéticamente esa última área, y el castigo resultó significativamente más bajo. Es una muestra muy confiable, y los filtros para publicar en esa revista son muy exigentes.

-Dicho así suena a que es un peligro.

-Es un peligro, pero también tenemos insecticidas. El gas sarín era un veneno pensado para librarnos de los roedores, y de la energía atómica no digamos nada. El problema de la ciencia no son los descubrimientos sino cómo los utilizamos. Por ejemplo, la Justicia podría incorporar un sistema de reconocimiento: cuando a uno le enseñan una imagen de algo que ha visto antes, la activación cortical no es igual que cuando uno ve eso mismo por vez primera, y se puede colocar a un sospechoso frente a imágenes que sólo puede haber visto si estaba en la escena del crimen. Podría ser un procedimiento legítimo, sobre todo si lo comparas con lo que tenemos ahora: la declaración de alguien de que estaba ahí, que dice que lo vio, que reconoce la cara o no.

En Europa y Estados Unidos los jueces están empezando a recurrir a la neurobiología, sobre todo sobre datos vinculados con patologías cerebrales. Hay personas que simplemente son incapaces de valorar las consecuencias de sus actos a corto plazo. La sociedad tiene que buscar los mecanismos para defenderse, pero en última instancia se trata de tener la información más precisa posible. Hoy sabemos que la corteza cerebral del adolescente se termina de conformar entre los 18 y los 23 años. Las áreas que se encargan de la inhibición y valoración de conductas son la última zona del cerebro que se desarrolla, así que una reacción de violencia por parte de un chico puede ser criminal según nuestros valores, pero en cinco años, la zona puede terminar de madurar y la conducta tal vez no se repita. Ha habido varios casos en los que el informe neurobiológico de la corteza ha servido de atenuante. La evolución no es un proceso voluntario que un muchacho pueda decidir.

-Usted también trabajó sobre las bases neurológicas de la violencia de género. ¿Qué puede aportar la neurobiología?

-Hay que ver los resultados. Hay un gen que se expresa mucho más en los hombres que en las mujeres que hace que el individuo reaccione muy violentamente frente a algunas situaciones. En algunos casos la violencia no es gratuita. No es el caso del hombre que llega borracho a la casa y le pega a su mujer; a veces son respuestas a situaciones que realmente sacan de quicio a los sujetos, pero la reacción es en cortocircuito, prácticamente automática, como la que tiene un policía que se encuentra con una situación de miedo o de alarma, ve a alguien que aparentemente tiene un arma y dispara. Tiene que ver con eso que se suiciden 30% o 40% de los hombres. No estoy excusando nada: existen mecanismos de control para que un sujeto no pueda hacerlo, y la parte educacional es muy importante. Pero aceptemos las realidades. No las podemos negar porque no nos gusten. Hay unos experimentos terribles sobre los condicionantes implícitos que no sabemos que tenemos: resulta que tú le pones a un sujeto fotos de negros en una situación de alarma y la amígdala, que se activa ante situaciones de peligro, reacciona mucho más que con fotos de blancos.

-¿Son construcciones culturales que se asientan en las neuronas?

-No, son mecanismos ancestrales y evolutivos. Lo extraño se valora inmediatamente como un peligro potencial; los que tenían ese sistema sobrevivían y se reproducían. Son pequeñas mutaciones que han ido ocurriendo. Es un sistema de defensa muy primario, que viene desde los moluscos. El humano, al ir añadiéndole capas de complejidad, puede llegar a controlar eso de una manera bastante razonable, y es lo que tenemos que potenciar con la educación.

-Esa idea determinista de que todo lo que pensamos se reduce a impulsos eléctricos genera cierta resistencia.

-Y nos podemos reducir un poco más: somos carbono e hidrógeno. El punto es que la ciencia nos va a permitir entender, no sé en cuanto tiempo, cualquier actividad del cerebro humano -sentimientos, emociones, actividad motora- y modelarla a nivel computacional. Las generaciones de computadores crecen a nivel exponencial y la Unión Europea destinó un billón de euros al Proyecto Cerebro Humano, que intenta darles a los cerebros electrónicos la plasticidad y capacidad de aprender que tenemos los humanos. Vamos cada vez más deprisa. Hasta yo espero llegar a verlo.