“A la opinión pública” se titulaba el mensaje de correo electrónico del Ballet Nacional del SODRE (BNS) que llegó el 1º de abril. En él, Julio Bocca anunciaba que, “por razones personales”, había pedido licencia temporal -por un plazo que aún no había definido pero al que se refería como “los próximos meses”- en la dirección de ese cuerpo de baile, y que sería reemplazado en forma transitoria por Sofía Sajac, ex solista del BNS y su maestra asistente hasta ese momento, aunque participaría como director artístico en la gira internacional del BNS de junio de este año a enero del próximo. Por el tono de la nota y porque la noticia coincidía con el megaanunciado y vendido reestreno de El lago de los cisnes, algo hizo sospechar que no se trataba sólo de una licencia.

Tras seis años de desempeño de Bocca en ese cargo, y acostumbrados a que al lado de su nombre el SODRE invocara las cualidades más destacables de nuestra cultura nacional, el tono inusualmente frío del comunicado, y el hecho de fuera directamente él quien firmara -sin expresar que lamentara el alejamiento- hacían pensar que la causa podría haber sido alguno de los conflictos que no han faltado durante su gestión. Y así fue, según confirmó a la diaria más de una fuente, con el detonante de un episodio de desencuentros y agravios entre el director e integrantes del cuerpo de baile, que derivó en la suspensión de un ensayo y puso en peligro a un Lago que empezaba a enlodarse.

En los conflictos de estos años se han manifestado tensiones relacionadas con el estilo de trabajo que aportó Bocca en busca de la excelencia. Un estilo inspirado en el modo en que lo hacen “los mejores del mundo” -de los cuales él es un representante legítimo- en el área del ballet, uno de los lenguajes artísticos más apegados a parámetros de comparación internacional basados en la disciplina.

A la vez, ante la revolución estética y de gestión impulsada por el argentino, hubo en Uruguay un notable e inédito crecimiento del gusto por el ballet, y el BNS pasó de ser considerado una institución decadente y casi vergonzosa a una ejemplar y representativa de cierta uruguayez cultural ideal, de lo que “alguna vez fuimos” y de lo que, siguiendo esa lógica, quizá podríamos volver a ser si se aplicaba rigor, orden y disciplina.

No estuvo tanto en escena la pregunta sobre qué tipo de políticas estéticas se impulsan al decidir que el ballet -un arte nacido en el seno de la elite política francesa del siglo XVII- se convierta en la producción artística nacional más publicitada y financiada. Ahora que Bocca ha tomado distancia, y mientras abundan los comentarios de que esta es “la peor noticia” posible, parece importante hacer espacio para pensar qué tipo de globo, ahora pinchado, encerró el auge de la balletofilia. Quizá también sea el momento de ver cómo siempre estuvo en juego mucho más que tener o no una compañía al nivel de las mejores del mundo.

Entre quienes lamentan la partida de Bocca y piden mediante internet a la ministra María Julia Muñoz que se “proceda a adoptar las medidas que aseguren las condiciones profesionales que el Bailarín Julio Bocca requiere para mantenerse al frente del Ballet Nacional del SODRE” (ver http://ladiaria.com.uy/UJw) abunda la opinión de que Uruguay es un país lento y viejo, y de que gran parte de la responsabilidad por ello corresponde a la ominosa y macabra figura del empleado público (figura que, en muchísimos casos, ni siquiera representa a los contratados temporales por el SODRE/BNS). En este cuadro, Bocca representa al agente internacional e internacionalizado que nos dio la oportunidad de disciplinarnos y redimirnos, pero, cuando estábamos a punto de consolidar ese logro, cosas como huelgas por derechos laborales, desacuerdos gremiales o discusiones con el cuerpo de baile hicieron que el idolatrado artista se desgastara, no aguantara más las “terribles” condiciones y desistiera de obsequiarnos con su trabajo una posibilidad de ser mejores. Pero ¿qué es “ser mejores”? Es problemático admitir que sólo con Bocca podríamos lograrlo, y aun más difícil entender qué provoca el escándalo y la petición si, como dice el director y reafirman las autoridades del SODRE, “no se trata de un adiós, sino de un hasta luego”, sin que se hable de conflictos. Una versión poco arraigada en la “opinión pública”, que tomó la noticia como una trágica orfandad. En la carta dirigida a Muñoz, que ayer de tarde se acercaba a las 5.000 firmas, no se explicita cuáles serían “las condiciones profesionales” necesarias para que Bocca se quede, pero vale la pena leer los comentarios de los firmantes en el contexto de la opacidad que rodea a la inesperada licencia.

Sin menospreciar la gran importancia de una figura como Bocca y la notoriedad internacional que su sola presencia confiere al BNS, es de esperar que seis años años hayan servido para aprender algo de él y estar en mejores condiciones para seguir nuestro camino. Sin embargo, la recepción del hecho es dramática, y se asocia a la percepción de que la culpa es de la burocratizada institucionalidad cultural uruguaya, de la ineficiencia del empleado público, de la indisciplina del vago artista uruguayo. Más allá de qué pasó con Julio, la situación levanta tremendo centro para discutir, y sería una pena que desperdiciáramos la oportunidad.

Es un tema a pensar el de la burocratización de los cuerpos artísticos estatales, e incluso cabe discutir su pertinencia y finalidad. Pero también es preocupante que una gran parte de los uruguayos, y especialmente del oficialismo frenteamplista, sólo esté dispuesta a la autocrítica culpabilizante cuando asoma la posibilidad de que Bocca nos abandone, y no cuando se pone de manifiesto la precariedad de los contratos de los trabajadores en instituciones culturales del Estado, o cuando se naturaliza que este gobierno apueste sus principales fichas al ballet, o cuando muchos nombramientos en cargos de dirección, docentes y artísticos se toman por vías personalistas y a menudo omitiendo el concurso.

Discipliname que me gusta

Sería feo que Julio se fuera, pero más feo parece concluir rápidamente que cuando una bailarina se levanta, se rebela o cree que es pertinente resistirse a algo que se le pide y con lo que no está de acuerdo, o cuando un gremio decide hacer paro y se suspende una función, estamos ante signos de un país que no comprende lo que son la excelencia y la autosuperación. No es casual que este conflicto se dé en el seno del ballet: una disciplina artística que apuesta a la sumisión del cuerpo (y del estilo de vida del artista) a determinadas formas preestablecidas, basado en relaciones artístico-laborales jerárquicas, en las que el bailarín somete su cuerpo al entrenamiento más riguroso y, a la vez, es sometido a las dinámicas estrictas que impone el director/jefe.

Con una mirada muy optimista, se podría creer que, mientras la ciudadanía elegía tres veces consecutivas a un gobierno frenteamplista, maduraría la posibilidad de la crítica y se legitimaría el rechazo a ciertas formas de poder, tanto en las relaciones laborales como en el terreno del biopoder que opera en los modos de producción del ballet. Se podría creer que, en una sociedad que ha girado hacia la izquierda, el arte encontraría caminos para pensar sobre los mecanismos de dominación -impuesta o internalizada- y trabajar contra ellos. Sin embargo, cuando la situación se plantea como “ballet o muerte”, cuando muchos dicen “esto funciona así; disciplinate y acatá, o sé mediocre para siempre”, y cuando la posibilidad del alejamiento de un coreógrafo es tomada como la evidencia de que falló el proyecto de transformación cultural nacional, quizá habría que hacer una petición en internet, más que para que se quede Bocca, para que podamos hablar sobre qué pasa con nuestra cultura y qué imágenes y versiones de nosotros mismos estamos coreografiando.

Nos guste o no el arte del ballet -y siendo pertinente discutir las bases de formación de nuestros gustos, en las que sin duda siempre inciden factores no sólo estéticos, sino también ideológicos y de clase- es cierto que la política cultural pro BNS del gobierno frenteamplista redundó en un aumento significativo de la calidad de las obras, del público y del impacto social de lo producido. Pero cualquier analista político o cultural también debería percibir que esa política le sirvió de legitimación a un proyecto gubernamental moderado que ha estado -en el plano estético pero también en otros- demasiado preocupado por demostrar que, pese a su pasado revoltoso y revolucionario (o a un presidente en chancletas), es capaz de dirigir un proyecto nacional cuya cultura esté a la altura de los estándares internacionales más exigentes, con avance en los modelos de gestión y democratización del acceso a la “alta cultura”. Pero a veces la preocupación por demostrar deja poco lugar para pensar críticamente, y algo de eso hay en este caso.

Si habláramos de economía, quizá podría aplicarse el término “desarrollismo” para describir lo que el gobierno hizo con el ballet en la cultura uruguaya, con énfasis en la sustitución de importaciones (tener una especie de Bolshoi o American Ballet local) y en lograr una buena inserción de nuestros productos en los mercados internacionales (el BNS de gira mundial), pero omitiendo sistemáticamente la pregunta sobre qué significados o formas emergen como consecuencia de la importación de modelos de desarrollo cultural no traducidos a las características de la cultura y la sociedad uruguayas. No es casual que el BNS protagonizara una publicidad del Instituto Nacional de Carnes, bajo consignas como “ballet al servicio de la conquista cárnica” (no es broma, ver http://ladiaria.com.uy/UJx).

En la apuesta cultural del gobierno frenteamplista al ballet también aparecen historias relacionadas con el imaginario europeísta (y autocolonizador) de la cultura uruguaya, con la idea de que democratizar la (alta) cultura es “llevarla al pueblo”, y con las graves dificultades de la izquierda institucional para abordar la distancia entre programas ideológicos y consumos culturales, incluso en la escala autocrítica de los gustos de los propios dirigentes y críticos (empezando por la propia dedicación de quien firma a un arte como la danza contemporánea, nacido en Estados Unidos y que, a su pesar y contra sus premisas, no logra dejar de ser hermético y exclusivo). El tema es vasto y demanda que dejemos de callarnos colectivamente la boca.