Para que una discusión resulte provechosa, conviene no tergiversar los hechos y centrar el debate en los argumentos que cada parte plantea. Lamentablemente, no sucedió así en la respuesta de Patricia Díaz y Jorge Gemetto, integrantes de Creative Commons, a la nota que publiqué el viernes acerca del proyecto de modificación de la Ley de Derechos de Autor que considera el Parlamento. Por el contrario, gran parte de esa respuesta se apoya en afirmaciones inciertas y me atribuye posiciones que no expuse. Así es difícil.

La primera parte de la argumentación de Gemetto y Díaz busca probar que la copia de libros para uso personal es “inocua”. La tesis me parece temeraria, pero insisto, antes que nada, en que el proyecto no habla sólo de libros, sino de cualquier obra actualmente protegida por derechos de autor (música, películas, programas de computación y todas las demás). La cuestión es que, aun en el caso de los libros, los datos que invocan para fundamentar su afirmación están lejos de probarla.

Dicen que, en Uruguay, “los datos oficiales que se desprenden de la encuesta de consumos culturales de 2014 demuestran que en la última década, a medida que aumentaron las descargas de internet como forma de consumo de libros, también lo hizo la compra de ejemplares en librerías”. No es así. En la serie de encuestas que mencionan (una de 2002, otra de 2009 y la última de 2014), la pregunta fue qué origen había tenido el último libro leído por los consultados. Que la proporción de la repuesta “lo compré” haya aumentado ligeramente en esa serie no significa, obviamente, que el total de ventas de ejemplares en librerías haya crecido en la última década, como afirman Díaz y Gemetto. Para probar eso, habría que contar con cifras de ventas propiamente dichas, que no aportan (y aun si las ventas hubieran crecido, eso no probaría que el acceso universal gratuito es inocuo). El otro dato nacional que manejaron fue que la cantidad de títulos publicados aumentó “en los últimos años”. La fuente es una publicación de 2009, que sólo aporta datos para el breve período 2005-2007, y que por supuesto tampoco prueba que las ventas hayan aumentado.

Dicen que “la excepción de copia para uso personal se encuentra presente en más de 40 países”, y que “la redacción dada en el proyecto [que defienden] se basa en variantes similares de Brasil, Colombia, México, Reino Unido, Sudáfrica y muchos otros países”, sin que en ninguno de ellos exista “evidencia de que esta excepción haya causado perjuicio a la industria editorial ni a la cultura”. El problema es que lo que Gemetto y Díaz llaman “variantes similares” de redacción, en los cinco países que mencionan, son en realidad normas más restrictivas, y en algunos casos muchísimo más restrictivas. En ninguno de los cinco casos se permite la copia de cualquier obra. La ley brasileña autoriza sólo “la reproducción, en un solo ejemplar, de pequeños trechos para uso privado del copista, hecha por este y sin fines de lucro”.

Dicen que, “desde el punto de vista teórico”, mi argumentación “se basa en el preconcepto de que cada copia de una obra implica una venta menos”, un “prejuicio, propagandeado por las multinacionales del entretenimiento, [que] ha sido ampliamente rebatido”, porque “la amplia mayoría de las copias para uso personal” no sustituyen posibles compras. El problema es que arremeten contra algo que no escribí. Lo que me preocupa es el efecto perjudicial -para los artistas y otros creadores- de los accesos gratuitos que sí sustituyen posibles compras.

En el caso de la música, el aumento del acceso gratuito (por ejemplo, en Youtube) o relativamente barato (por ejemplo, en Spotify) trajo una caída en picada de las ventas de discos, y cada vez más gente prefiere no pagar nada (algo que, por cierto, no requería mucha inteligencia prever), aparte de que servicios como Spotify les pagan a los artistas aun menos que las viejas discográficas.

Díaz y Gemetto admiten que “es necesario buscar alternativas a la actual cadena de producción y comercialización de obras, [...] que sirvan para brindar mayor compensación a los autores”. Pero el proyecto a consideración del Parlamento no plantea absolutamente nada en ese sentido. Ahí está el problema.

Por último, me atribuyen una “crítica indirecta [...] a la nueva agenda de derechos” y a la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Lo que dije -y reafirmo- es que en estos tiempos hay quienes, en nombre de algunos derechos, ponen la satisfacción de sus deseos por encima de los derechos de otros. Que cualquiera pueda acceder a cualquier producto cultural es un objetivo excelente, pero si se quiere alcanzar con un criterio consumista, que sólo se ocupa del acceso y pasa por alto las necesidades de la producción, lo más probable es que haya problemas importantes cuando se vea quién paga la fiesta.