Una práctica tradicional es nombrar a varias generaciones de la familia del mismo modo, una especie de nombre heredado que se remonta a los antepasados, a veces lejanos, otras no tanto. El Registro Civil de Uruguay sólo tiene una condición con respecto a eso: si todos los hijos se llaman igual que el padre y tienen un solo nombre, deben identificar su orden de nacimiento, lo que daría lugar, por ejemplo, a Fernando 1º, Fernando 2º, Fernando 3º, y así sucesivamente. La psicóloga Arocena opina que esto traería dificultades en el proceso de separación y distinción -entre hijos y padres, pero también entre hermanos- que forma parte del tránsito de identificación del niño. De Barbieri comparte esta idea y recomienda no ponerle el mismo nombre exacto: si se quiere continuar con la tradición familiar, recomienda agregar un segundo nombre que ayude a este proceso, porque todo individuo pasa por una etapa, generalmente en la adolescencia, en la que confronta a sus padres y necesita diferenciarse.

Un caso complejo aparece cuando el apellido de una persona es considerado en algún país “mala palabra”. En estos casos el cambio de apellido es posible si se demuestra que la persona ha sido afectada por la situación. Para Castagnin, estos procesos deben ser bien trabajados para obtener resultados positivos: “Si yo altero mi identidad y mi apellido, de alguna manera altero mi origen; en algún punto, lo que perdemos es quiénes somos y de dónde venimos”. Con el apellido, la persona representa a sus padres y abuelos, representa su historia, “lo que nos pasó, lo que nuestras familias atravesaron, de dónde venimos, si migramos o si somos nativos”.

Los más difícil para quienes llevan por apellido palabras consideradas “inapropiadas” es la dificultad de los demás para nombrarlos: los saltean en los turnos del médico, los evitan en las listas del liceo, corroboran varias veces su apellido en los trámites o, incluso, se ríen al ver su cédula o pasaporte. Estas circunstancias afectan más que el concepto asociado a su apellido.

El cambio de apellido es un proceso judicial; según supo la diaria, en algunos casos concretarlo ha llevado cuatro años y más de 20.000 pesos. Son procesos largos, con audiencias, pruebas y testigos. Las fiscalías de estos casos, por lo general, se oponen al cambio, aun cuando existan antecedentes similares. La abogada y docente de derecho aplicado Ximena Pinto sostiene que los fiscales resguardan el derecho de identidad como causa pública; los juicios por cambio de nombre o de apellido son excepcionales, y para que se produzcan debe probarse la existencia de un perjuicio grave para la persona, ya que modificar la identidad de alguien modifica toda su historia: será otro el nombre que figure en sus antecedentes, sus deudas y sus registros en instituciones. Muchas veces, el solo nombre o apellido no son en sí perjudiciales para la persona, pero en determinado contexto pueden afectarla. Pinto recuerda un caso que estudió en la universidad: el de un hombre llamado Ito. Por sí mismo, el nombre no parece hacer daño a nadie, pero Ito hizo carrera militar y llegó a general, y las jerarquías militares se basan en el respeto y la disciplina, no en el humor y en la amistad, así que ser “el generalito” (general Ito) no ayudaba a su cargo.

Existe un trámite más accesible que puede solucionar parte del problema: la declaración judicial de identidad. Cuando una persona es conocida socialmente con un nombre distinto del oficial, con este trámite puede cambiar sus documentos. Así, aunque legalmente seguirá llamándose de la misma manera, ante la sociedad tendrá el nombre y el apellido que elija, siempre y cuando las pruebas demuestren que realmente hay una discordancia entre lo social y lo registral.

La dificultad en los casos de cambio es escalonada. Luego de superada la etapa judicial, viene la identificación de la persona con su nuevo nombre o apellido y, luego de asumido esto, comienza otro proceso, quizá el más significativo: que las demás personas cambien el modo de llamarla.