En la edición del viernes 15/04/16 de la diaria, Marcelo Pereira publicó la columna “Una iniciativa impensada” (http://ladiaria.com.uy/UKC), en la que plantea reparos al proyecto de ley de acceso a la cultura y a materiales de estudio, que obtuvo media sanción en la Cámara de Senadores el miércoles 13 y avanza hacia su aprobación definitiva.

En primer lugar, Pereira afirma que la excepción de copia para uso personal provocaría que dejara de tener sentido la producción comercial de libros. Esta afirmación no se sostiene en la teoría ni en los hechos. En los hechos, la copia para uso personal, aun siendo considerada ilegal, es desde hace décadas una práctica cotidiana y socialmente admitida en nuestro país, que se ha potenciado con la democratización del acceso a internet. Lejos de arruinar el negocio editorial, los datos oficiales que se desprenden de la encuesta de consumos culturales de 2014 (http://ladiaria.com.uy/UKD) demuestran que en la última década, a medida que aumentaron las descargas de internet como forma de consumo de libros, también lo hizo la compra de ejemplares en librerías. Mientras tanto, los datos del conglomerado editorial (http://ladiaria.com.uy/UKE), relevados por el Departamento de Industrias Creativas del Ministerio de Educación y Cultura, confirman que la publicación de títulos, medida en cantidad de ISBN solicitados, ha aumentado en los últimos años [ISBN son las siglas en inglés de Número Estándar Internacional de Libros o Número Internacional Normalizado del Libro, el identificador de las ediciones comerciales].

En cuanto a lo que pasa fuera de nuestras fronteras, la excepción de copia para uso personal se encuentra presente en más de 40 países. La redacción dada en el proyecto de ley se basa en variantes similares de Brasil, Colombia, México, Reino Unido, Sudáfrica y muchos otros países. En ninguno de los mencionados existe evidencia de que esta excepción haya causado perjuicio a la industria editorial ni a la cultura. En suma, lo que hace la excepción de copia para uso personal es simplemente reconocer una práctica inocua para la industria y que, en cambio, tiene fuertes beneficios en términos de derechos humanos, dado que ampara un comportamiento tendiente a satisfacer el derecho de acceso a la cultura y a la educación.

Desde el punto de vista teórico, el argumento de Pereira se basa en el preconcepto de que cada copia de una obra implica una venta menos. Tal prejuicio, propagandeado por las multinacionales del entretenimiento, ha sido ampliamente rebatido, reconociéndose que el concepto microeconómico de la sustitución de ventas es complejo y depende de las preferencias del consumidor y de la relación precio/ingreso. Cuando descargamos uno o varios artículos buscando información sobre una afección médica que nos preocupa, cuando descargamos una imagen para usar de protector de pantalla, cuando hacemos una copia para escuchar en el celular de un CD que compramos, o cuando previsualizamos un archivo en nuestro navegador (copia técnica temporal), estamos ante casos de copias para uso personal por las que no estamos dispuestos a pagar.

La amplia mayoría de las copias para uso personal consiste en ventas que jamás se concretarían de acuerdo con la relación costo/beneficio que hace el consumidor. El titular no pierde regalías por una operación que nunca se concretará y que, en muchos casos, ni siquiera involucra contenidos ofrecidos comercialmente. De manera complementaria, en los últimos años se ha estudiado precisamente el efecto contrario de las copias digitales. Se ha constatado que la existencia de copias digitales actúa en ciertos casos como herramienta indirecta de marketing, ya que permite al usuario saber de antemano si el material le interesa y potencia la recomendación de persona a persona, todo lo cual tiene como efecto el aumento de ventas del ejemplar físico.

Lo que con toda razón les importa al autor y a la editorial es que no exista un mercado secundario de obras que les genere perjuicio, y eso es justamente lo que garantiza la ley aprobada por el Senado. Sólo los particulares (personas físicas) podrán hacer copias por sus propios medios (no en locales comerciales), como ya lo vienen haciendo cotidianamente pero de manera ilegal. Las copias para uso personal no son transferibles, cedibles ni vendibles. La publicación no autorizada de obras en internet y en cualquier otro medio seguirá siendo ilegal. La venta al público no autorizada seguirá siendo castigada con durísimas penas de penitenciaría.

Tal como afirma Pereira, es necesario buscar alternativas a la actual cadena de producción y comercialización de obras, alternativas que sirvan para brindar mayor compensación a los autores, quienes hoy reciben, cuando tienen suerte, 10% del precio de venta al público, y en el peor de los casos no reciben nada o incluso tienen que pagarles a las editoriales por publicar. Esta situación calamitosa no es culpa de los estudiantes ni del público, quienes necesitan acceder a los materiales educativos y culturales, sino de empresas intermediarias voraces.

Por último, no queremos pasar por alto la crítica indirecta que Pereira realiza a la nueva agenda de derechos. Pereira dice que estamos en un tiempo en el que hay “una extensión del concepto de derechos que lo acerca a la idea de que todo deseo debería ser satisfecho”. Así, desliza una equivalencia un poco burda entre derecho y “cualquier deseo”. Los derechos consagrados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, entre los cuales está el de toda persona a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso científico y en los beneficios que de él resulten, no parecen tener su origen en la avidez descontrolada de los individuos deseantes, sino en una postura altamente debatida en discusiones fuertemente politizadas en la década de 1940, y posteriormente volcada en tratados internacionales como el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales. Este pacto es de cumplimiento obligatorio para los países que lo suscriben, incluyendo a Uruguay.

Interpretar este derecho humano como un deseo caprichoso parece justificar que una persona que “desea” conocimientos pueda no obtenerlos y que eso sea correcto. “Gozar” de las artes, como dice la Declaración Universal, parece ser algo demasiado sucio desde la visión de Pereira. No son las elites ilustradas, como él afirma, sino los estudiantes y trabajadores quienes piden esta ley. El rechazo a que la gran masa social pueda contar con una pequeña válvula de escape para acceder a la cultura recuerda el pensamiento de las viejas elites medievales y conservadoras. Pero en su renovada versión capitalista: ya no se prohíbe el acceso al conocimiento por un tabú religioso o moral, sino lisa y llanamente por no tener plata suficiente.

Jorge Gemetto y Patricia Díaz, integrantes de Creative Commons.