En América Latina la corrupción se ha ido convirtiendo en un tema recurrente y central. Los medios de comunicación y ciertas oposiciones políticas lo han puesto en agenda de un modo insistente y, por qué no, exitoso.

Pero esto, que se presenta como una reivindicación de la política, la afecta negativamente. Para empezar, porque alimenta las posturas más antipolíticas, que siempre nos dejan a un paso del “que se vayan todos”.

En segundo lugar, porque la corrupción suele ser un delito y, en tal sentido, el papel protagónico no lo tienen ni los partidos ni los dirigentes, sino la Justicia. Los políticos deben controlar y denunciar aquello que no esté bien, de acuerdo, pero hacer de ello el mayor de todos los hechos políticos implica dejar la política en manos de jueces y fiscales.

Además, la tarea primera y fundamental de un político no es denunciar (aunque pueda y deba hacerlo si es necesario), sino proponer y ejecutar políticas públicas. De este modo, un dirigente debería ser definido por su postura en temas como el alcance del Estado y los límites del mercado, y no por otras cuestiones.

Cuando un discurso tiene en la anticorrupción su columna vertebral, y cuando un político tiene en la honestidad su única carta de presentación, lo que se olvida o esconde son los temas esenciales del quehacer político. Esto suele suceder si la ideología y los proyectos propios son vagos o, directamente, impopulares.

También resulta necesario señalar que la corrupción no es lo único no ético en política. Mentir, aliarse con gente con ideas antagónicas sólo para llegar al poder, o favorecer exclusivamente a los ricos, pueden ser actos legales pero no más éticos que el robo o el nepotismo.

La honestidad, en cualquiera de sus formas, debería ser un piso común en política y no blandirse como virtud principal, menos aun como meta. Entre otras cosas, porque una persona honesta puede ser tremendamente incapaz y gobernar de un modo desastroso.

Ahora bien, admitamos que la corrupción sí puede ser un tema político (y clave) allí donde resulte una cuestión sistémica. Pero en tales casos sería tan injusto como inútil detenerse exclusivamente en los delitos cometidos por personas o partidos concretos, bajo el argumento de que estos son el único problema a resolver. Porque entonces la ética y la intervención de la Justicia no serían más que excusas para operar en términos políticos, sin modificar las reglas de juego que hacen de los hechos de corrupción algo endémico.

Para evitar malentendidos, seré bien claro: la corrupción es siempre repugnante, sobre todo porque reproduce injusticias y desigualdades. Pero hacer de ella el centro del debate político es vaciar la política y hasta negarla. Y como bien sabemos, la no-política no existe: es sólo una forma de disimular intereses inconfesables.

Que en Brasil, Argentina, Venezuela o cualquier país del mundo vaya preso todo dirigente político que haya cometido un delito. Pero no permitamos que hablar de política implique analizar expedientes, que los jueces sustituyan a los dirigentes ni que estos tengan en la honestidad su único mérito.