Seguramente se preguntarán por qué envío esta foto a la diaria. Es que en estos días he leído varias notas relacionadas con el juicio en Roma y el caso Dossetti. Pues esta foto, de diciembre de 1972, reúne a un grupo de compañeros que trabajábamos juntos en la metalúrgica Izeta López. Y como podrán verificar, el que está más a la derecha es el flaco Dossetti.

Estábamos en algún lugar -que no recuerdo- de la Costa de Oro, comiendo un asado para festejar el fin de año. Dossetti y yo, que estoy al fondo, sentado atrás de la damajuana y de camisa blanca, habíamos entrado a trabajar juntos en la oficina de la empresa hacía pocos meses. Superada una prueba de admisión, nos seleccionaron entre muchos postulantes. Los dos éramos estudiantes universitarios en la Facultad de Ciencias Económicas; los dos militábamos. Él en los GAU y yo en el FER. Había un tercer militante en ese grupo, José Artigas (de remera a rayas horizontales y bigotes), quien militaba en la Unión Popular.

Digamos que éramos tres “ultras” metidos en esa cueva de bolches de la UNTMRA que era Izeta López. Como buenos militantes, nos metimos a participar en las asambleas de empresa. Y al poco tiempo se vino el golpe arriba, y luego la huelga general, la fábrica ocupada, los tres desalojos de la Republicana, las tres ocupaciones. Las discusiones de si había que defender la fábrica o desalojarla. Y los compañeros bolches del comité de empresa (de cuyos nombres sólo recuerdo el del “Gallego Hernández”) nos sumaron al comité de huelga. Y allí estuvimos, nunca menos de 100 sobre 120 trabajadores que éramos, metidos en aquel helado galpón que aún hoy está allí en Amézaga, a dos cuadras de Garibaldi. Y allí se fabricaron miles de “miguelitos”, soldando hierro muchas horas los que sabían hacerlo, para tratar de parar el transporte. Algunas veces salimos a intentar hacerlo desde allí. Y otras veces Dossetti y yo llevábamos los paquetes de miguelitos a la Universidad, para los grupos de estudiantes que salían a manifestar.

La huelga se levantó. Manifestamos el 9 de julio. Nos apalearon. El primer día laborable (no recuerdo cuál fue) después del 9, volvimos a presentarnos en la fábrica. Todo el comité de huelga estaba despedido. Nosotros dos incluidos, claro. La asamblea que se hace en la calle decide empezar la huelga de nuevo, por los despedidos. ¡Con el golpe triunfando! La patriada duró unos días y luego se desinfló, como era lógico.

Unos días después, empieza la redada para detener a todo el comité de huelga. Cierran la calle donde yo vivía, en Gloria y Centenario, con varios patrulleros, y me llevan a mí en uno de ellos. El mismo patrullero pasa por el domicilio del Flaco y lo tiran encapuchado dentro del patrullero, en el piso, al lado mío. Marchamos a Inteligencia y Enlace, que estaba en un primer piso por 18 de Julio y Juan Paullier. Nos encapuchan a los dos. Nos suben a patadas. Nos interrogan. Y de allí, al Cilindro.

Estuve 18 días. Compartimos la humedad y la camaradería que allí reinaron. No recuerdo si salí junto al Flaco. No recuerdo si nos volvimos a ver en Uruguay. Seguro que sí, porque nos encontramos en Buenos Aires y eso sólo habrá sido posible porque nos vimos y acordamos vernos. En una cafetería de Avenida de Mayo, nos vimos. La última vez que vi la sonrisa del Flaco. La sonrisa y el paso largo con que entraba en la oficina cada mañana. Ya teníamos ambos nuestras primeras hijas. La mía, Laura, que hoy tiene 42 años. A la suya nunca la conocí, y ahora leí sobre ella en los diarios. No conocí a su compañera.

En realidad, la manera en que me enteré de su desaparición fue terrible, y aún hoy me marca. Volví, a partir del 80, varias veces a Montevideo. En una de esas veces fui a la marcha de las Madres, con mi madre, y allí se me vino la cara del Flaco en un cartel. Me quebró. Y me sigue pasando lo mismo cada vez. Cada vez que leo sobre él. Cada vez que mencionan su nombre en la marcha. Cada vez que veo su cara en los carteles. Me duele en el alma su dolor. Se me parte el corazón cuando me largo a imaginar lo sufrido. No logro imaginarlo desecho a golpes, tirado en un centro clandestino en Quilmes o en Banfield, antes de su muerte. Es difícil de asumir tanto horror. Cuando siento toda la vida que yo viví desde ese momento y la que le robaron a él y su compañera.

En algún momento comenté esto en Madres y Familiares, y les envié esta foto. No sé si habrán podido hacérsela llegar a su hija. Va otro intento. Nunca me dio el coraje para intentar acercarme a ella.

Mi eterno recuerdo a ese hermano que entraba todos los días con su paso largo y su sonrisa al trabajo. Con su sonrisa y sus bigotes, como en la foto.